Hacé que
la noche venga
Por Pablo Klappenbach
Sabemos
con la liebre y la tortuga de Zenón que lo que definimos como tiempo sufre de
ciertas imprecisiones y que es bien posible que la eternidad suceda en un
instante. Es así que la noche referida en el título de este poemario podría
estar comentando los alcances de una percepción más que el ciclo de una noche,
o mejor, que la noche es una manera de percibir distinta, no contemplada en los
índices de la normalidad. Lo cierto es que Guitarra nocturna comienza
cuando aparece lo que repta por las sombras, lo que suena sin un referente
visual explícito, lo que se desnaturaliza al perder su identidad cotidiana,
obvia. Se abre la noche y los materiales parecen desplegar una rememoración de
otras funciones, otros usos y otros lenguajes. No es menor esta manera
esencialista que tienen las cosas de convocarse. La hipótesis pareciera ser la
de que en la improductividad de la noche ellas dejan de ser útiles y vuelven o
señalan o sugieren una forma original, o al menos pretérita, en la que su
existencia era otra, que intuimos más verdadera por lo que dice la voz cantora,
aunque no estamos seguros de que algo así exista, una esencia, un origen. No es
casualidad que la última palabra, plural pero solitaria, nos reenvíe a un espacio
sin tiempo, a un tiempo sin espacio, a una suspensión: la de lo mitológico.
Desde un presente de alcances varios (aparece "farol" a la vez que
"distortion", figuras que en todo caso llaman a la ciudad
moderna como entorno), la relación es con el pasado. Es una poética cuyo
diálogo se establece en esa ambivalencia, arrastrada por la coloración cobriza
de una noche que puede ser la de Arlt, la de Zitarrosa, la de Vallejo. Y cuando
la luz es azul como en la hora mágica, también hay algo de Darío y del terciopelo
que flota.
Los
materiales, entonces, insisten en descomponerse en formas básicas, proponiendo
un registro telúrico que sin embargo no es único en Guitarra nocturna,
sino que se superpone a otros. Porque hay también una persistencia en la
sustancia, en darle nombre, en la búsqueda de la precisión para decir. Una
insistencia casi técnica para hacer venir hacia nosotros un pasado despreciado,
ignorado, silenciado (por el día, por los que habitan el día, por los que se
habitan con la palabra de la transacción). Y a su vez la recurrencia a la
materia prima de la lengua también define territorios, formas yuxtapuestas
donde la vivencia urbana coexiste a un tiempo con montes, océanos, caminos
entre la selva, playas. Es, sin decirlo explícitamente, una experiencia del
espacio a la manera latinoamericana. Su idea de lo urbano en superposición con
formas abruptas de la naturaleza, esa coexistencia no armónica sino ruda,
forzada, por corte directo, diríamos si fuera cine, responde a una idea de lo
latinoamericano sin pasteurizar.
Claro está
que desde el título estos poemas también suenan. Y si al principio se mueven
indecisos entre la resonancia de la madera y la potencia de la electricidad,
hacia el final parecieran imponerse los sonidos metálicos, disonantes,
inarmónicos y amplificados de lo eléctrico. Pero no para establecer una moral
donde la ciudad es el monstruo maldito, anormalidad de una geografía
extraviada. Es otra cosa. Es el fin de la lucidez del insomnio. La evidencia de
los restos, la clausura narcótica del viaje, la crudeza con que se impone el
día y, otra vez, una forma útil para los objetos, una economía de la
circulación de las palabras y los gestos.
Hay una
resonancia gitana en la forma en que lo musical atraviesa estos poemas. Se
trata de una celebración del nomadismo y el movimiento. Banda sonora de un
viaje que se construye en un andar por una geografía extraviada, incierta, de
formas difusas casi fantasmagóricas y que anhela que alguien la viva. Es una
latencia, la noche, la que aquí se nombra.