martes, 23 de abril de 2019

El sueño recurrente

Sobre la novela

El sueño recurrente es una novela que comencé a escribir hace muchos años, bastantes. Los primeros archivos que atesoro en mi computadora son del año 2011. El libro pasó por varias etapas: reescrituras, correcciones, lecturas y devoluciones de gente amiga (como, supongo, debe suceder con todo escrito literario) hasta que a principios de 2015 le di un cierre definitivo. De la gente amiga y querida que leyó la novela y aportó consejos y devoluciones siempre valiosas, rescato especialmente a Isabel Vassallo y a les amigues de su taller “La Luna”, a quienes dedico el libro con mucho cariño.   
Esta novela que quiero presentar hoy habla de un cambio radical en el mundo y de la caída utópica y anarquista del sistema de producción capitalista. Esta novela habla del poder, de las amistades por conveniencia que se construyen en torno al poder, bah, de las relaciones humanas en general. Y también retoma y vuelve a pensar, entre otras cosas, la distribución de los bienes culturales y económicos (que muy bien ya mostró Roberto Arlt —a quien se homenajea especialmente en esta historia— y que retomó y analizó Ricardo Piglia en más de una oportunidad) en nuestra sociedad. Sobre este tema, el del acceso a los libros y la lectura, escribí hace poco un artículo, “Memoria de lecturas y apropiación de libros”, para revista Sonámbula y los invito a leerlo si les interesa el tema.  
 El sueño recurrente aparece hoy en una súper edición online gracias a los amigos de Epublibre/Proyecto Scriptorum. Trabajan allí editores maravillosamente profesionales. Personas que aman los libros y la literatura y que suben libros gratis a internet. Sí, sí, sin fines de lucro. No tengo más que palabras de agradecimiento para el Proyecto Scriptorum. El año pasado publiqué con ellos otra novela que se llama La Nave. Para sorpresa mía, descubrí con felicidad (muchas personas leyeron la novela y me escribieron afectuosamente) que hay un mundo de posibilidades en estos espacios virtuales. ¡Hay gente que busca, encuentra y lee libros de autores periféricos! Es muy difícil ser escritor hoy en día, no sé cómo habrá sido antes (calculo que igual) pero por suerte siempre existen/existieron verdaderos espacios alternativos de publicación y difusión de literatura y autores que no somos legitimados en los espacios de consagración.     
Hechas estas salvedades, les dejo unas palabritas sobre la novela (a modo de sinopsis y a grandes rasgos): 
“¿Cómo se escribe una historia?”, ¿puede la Historia volver hacia atrás o repetirse?, ¿qué es el Eterno Retorno?, se pregunta el narrador de esta novela. ¿Qué pasaría si más de la mitad de la población mundial abandonara el planeta para marcharse con unos seres extraños a un lugar incierto? Ante esta posibilidad, tres adolescentes del Conurbano Bonaerense deciden tomar una sede del Consejo Nacional Justicialista. Así comienza esta historia.
El sueño recurrente cuenta los pormenores de una amistad en tensión. La amistad entre el Tano Salerni y el Cachi Méndez. El Tano tiene un sueño extraño que se repite fragmentariamente a lo largo del relato. El Cachi se convierte en un político obsesionado con el poder. Y Patricia, que completa el triangulo amoroso, es una pieza clave para armar el sueño recurrente del Tano y definir el rumbo de los hechos. Esta es una historia de lealtad y traición, de pasión, de amor y de muerte.
El sueño recurrente es una novela de ciencia ficción criolla, un policial negro del Conurbano Bonaerense, que interroga sobre la realidad argentina (pasada, presente y, por qué no, futura) y arroja un posible final (una hipótesis siquiera) para el fenómeno del Peronismo. También, es un libro de intertextos, de citas y reminiscencias, donde se cruzan y discuten disímiles voces de la literatura y la cultura argentina y universal: Sarmiento, Arlt, Pizarnik, Walsh, Perlongher, Homero, Nietzsche, La Biblia, El Quijote, Rimbaud, Atahualpa Yupanqui, Damas Gratis y otros.   

domingo, 7 de abril de 2019

Las vacaciones de la Yoli


Tu sueño recurrente, Yoli, era claro. Manolo te nombraba reina de las manzaneras. El viejo organizaba una ceremonia especial para agasajarte. Él tenía un cetro de madera en la mano, parecido a un ancho de bastos con incrustaciones de piedras preciosas en la punta. Vos, te arrodillabas y él te tocaba, primero un hombro, después el otro y por último te daba un mazazo en la cabeza y con voz carrasposa te decía: “¿Qué querés, querés fama? Volvé a la villa, negra hija de puta”; vos llorabas y te agarrabas la cabeza con vehemencia; gritabas al ver la sangre que te chorreaba por el rostro…
     Ahí te despertabas toda sudada y te decías a vos misma: “Sólo fue un sueño, Yoli, sólo eso. No te preocupes, algún día…”.
     —Che, levantate que ya llegó la leche —te gritó, aquella mañana, el Chinchín del otro lado de la cortina que hacía las veces de puerta y separaba la habitación del sum (living-cocina-comedor-sala de reuniones).
     Con dificultad fuiste hasta la cómoda, donde tenías una palangana llena de  agua con restos de jabón y un espejo grande para mirarte. Te viste unas ojeras profundas, surcos te recorrían el rostro asemejándolo a un mapa, con restos de maquillaje del día anterior pintando valles, desiertos, ríos, lagos, toda una geografía compleja.
     Recién ahí, te diste cuenta de lo extraño que te había perecido escuchar la voz de tu compañero, levantado tan temprano. “¿Qué hora es?”, te preguntaste. Yoli, estabas toda despeinada y con el maquillaje corrido por la cara como un payaso. Lo que pasó fue que llegaste muerta a la madrugada y no tuviste tiempo de limpiarte la cara, había terminado tarde la reunión en el Consejo y fue muy difícil atravesar la custodia y  llegar hasta la Chiche para entregarle, entre otras, la cartita de la Bety, que vos misma habías escrito —porque la Bety no sabe leer ni escribir— con una prosa improvisada y plebeya; la letra toda chueca, como tus dientes, se desparramaba por los renglones de la hoja que le habías arrancado al cuaderno Rivadavia del Bebu. “Pobre Bety, tiene diez pibes pa’ alimentar, y encima, el más chiquito le nació enfermito”, pensaste mientras te lavabas la cara, te cepillabas los dientes y hacías gárgaras con el agua que tenías en una botellita de plástico.
     Mientras te peinabas te observabas detenidamente las raíces de los cabellos, que crecían oscuras en tu cuero cabelludo. “Tengo que volver a teñirme”. En ese momento, miraste de reojo la foto de “esa mujer” a un costado. Con el cepillo en la mano, le prendiste una velita a ella y a San Cayetano como todos los días, e intentaste imitar lo que hacía aquella mujer en la foto. Era una de sus más famosas, se la podía ver joven y linda, muy linda, con sus cabellos rubios, ondulados; se estaba cepillando el pelo como vos, Yoli. La foto irradia amor, una nostálgica inocencia en esos ojitos soñadores. “Qué mujer”, pensaste todo el tiempo que te llevó suspirar, unos segundos y nada más. “Tengo que estar radiante”, te dijiste luego. “¡Como la Su! Porque, en Chingolo, yo soy más famosa que Susana Giménez”. Te reíste sola y cruzaste de un salto la cortina.
—Che, Yoli, de nuevo mandaron unas medialunas más duras que una roca. ¿Qué se piensan, que somos animales? —te gritaba de nuevo el Chinchín.
—No me grités que estoy al lado tuyo —le contestaste, un poco ofuscada. No sabías si era por las medialunas duras o por que el Chinchín te estaba gritando, o por las dos cosas.    —¿Qué raro, vos, levantado tan temprano? ¡Va a llover, cagamos!
—Bueno, che no es pa’ tanto. ¿Qué tiene de malo? Al que madruga dios lo ayuda, ¿no?
     Afuera, empezaron a ladrar tus perros y los de los vecinos. “Llegó la Bety”, dijo el Chinchín. Golpeó despacito y entró encorvada, como si fuera muy alta y tuviera que agacharse para entrar, pero no es así, esa es su postura natural; algunos dicen que quedó así porque cargó a muchos pibes en brazos, a veces cargaba a dos o a tres a la vez. Como todas las mañanas, venía a ayudarte a preparar el matecocido con leche para los chicos del barrio. Detrás de ella avanzaba una chorrera de niños de todas las edades y tamaños, sus hijos.
—¡Buen día!, ¿se puede pasar? —dijo, pero ya había entrado. Estaba más inquieta que otras veces, le brillaban los ojitos, se moría de ganas de preguntarte, pero no se animaba a decirte nada sobre la carta.
—Pasá, Bety —le dijiste—; tengo buenas noticias, ya le entregué tu carta a la señora; bah, se la dejé a su Secretario Privado que es lo mismo.
—¿Creés que la va a leer? Porque, viste cómo son acá, la Isabel me decía ayer que no me iban a dar pelota. Que se limpian el culo con los reclamos de la gente.
—Quedate tranqui, Bety, hay que tener paciencia en la vida —le dijiste a la Bety, chupando un mate, con el pucho y el encendedor en la otra  mano. —Seguro que hoy por la mañana ya la tiene en su despacho y la está leyendo con mucha atención.
     Luego, hicieron silencio y la Bety, con mucha humildad, puso una olla gigantesca llena de agua sobre la hornalla. Los chicos se sentaron en una mesa larga que había en medio del comedor. Todos tenían caras de dormidos, a uno de los más chiquitos le chorreaban los mocos y cada tanto se pasaba la manga de la camisa por la nariz, para limpiarse. Vos te acercaste despacito, sacaste un pañuelo descartable de tu bolsillo y le limpiaste los mocos al hijo de la Bety.
     Una semana después, la Bety todavía no había recibido respuestas, pero a vos te citó Manolo en su despacho. Estabas asustada. “¿Qué querrá pedirme este viejo a mí?”, le dijiste al Chinchín en la cama, pero él no te contestó, ya estaba roncando, se había tomado dos botellas de vino con la cena.
     Al otro día, llegaste temprano y te hicieron pasar al hall de entrada. Te habías pintarrajeado toda y te calzaste la mejor pilcha que tenías. Al final el viejo no te pudo atender: “Compromisos contraídos con anterioridad…”, te dijo una mujer que salió de una oficina, pero su Secretario te hizo pasar a un cuarto y te dijo que te habías ganado un premio, por tu trabajo en la villa y por la gente que llevabas a los actos: “¡La última vez trajiste dos micros repletos!”, y vos asentiste con la cabeza. El tipo sacó unos bauchers del bolsillo, estaban atados con una cintita celeste y blanca: “Son para el Complejo de Chapadmalal, está todo pago para dos personas”.
—Gracias —le dijiste y agregaste—, decile a Manolo que yo no vivo sólo de regalos, ¿qué pasó con el puesto que le pedí hace un mes?—y luego te salieron unas palabras que no eran tuyas—: “Porque tal vez mi más profundo sentimiento es el de la indignación ante la injusticia, yo he conseguido hacer mi trabajo de ayuda social sin caer en lo sentimental ni dejarme llevar por la sensiblería… que nadie se sienta menos de lo que es, recibiendo la ayuda que le presto. Que todos se vayan contentos sin tener que humillarse dándome las gracias…”.
     El Secretario te miró desorientado, con cara rara. Al principio pensaste que el sol que entraba por la ventana de su oficina le estaba haciendo daño a los ojos, porque se los refregaba con fuerza y repetía a los gritos, como si hubiera visto a un fantasma:
 —No puede ser, vos no sos ella, vos no sos…
     Te diste media vuelta, lo dejaste hablando solo y te fuiste a la Estación a ver vidrieras. Después de caminar un rato, te compraste un bikini fucsia, “¡precioso!”, que vendían a buen precio.  

domingo, 24 de marzo de 2019

Anagnórisis


     “¿Quién soy?” había dejado de ser una pregunta que me inquietara; porque, ya por aquel entonces, eso no tenía ninguna importancia. Es decir, este relato va a hablar de otra cosa y no de esta pregunta existencial. ¿O acaso ustedes saben quiénes son? ¿Se lo preguntaron alguna vez? Yo soy Raúl Bermúdez, eso es una obviedad, lo autentifica mi documento.   
     “¿Qué sos vos, Bermúdez?”, me dijo la de Historia en tercer año. Creo que esa fue la primera vez que alguien se animó a decírmelo de frente, sin ningún tipo de rodeos ni tapujos. Yo notaba que en todas las clases me miraba con desprecio. Nunca se dirigía a mí, sólo me nombraba para darme los trabajos y los exámenes que por supuesto —para ella, claro— estaban siempre mal, siempre me aplazaba. Pero ese día no se aguantó más y me lo preguntó así, frente a todos mis compañeros.     
     Desde entonces, “¿Qué carajo sos?” era lo que veía en el rostro de todos los que se detenían a mirarme: en la calle, en el subte, en la escuela, en la verdulería, en una plaza, en el tren, en la panadería, en el club, en… La situación me comenzó a incomodar y tuve miedo, sobre todo cuando me miraba al espejo y veía, efectivamente, a otro, distinto. En esos momentos me daba cuenta de que no eran sólo fantasías adolescentes, sino que yo en realidad era extraño.
     Por suerte a algunas personas yo no les caía mal. No era un friki anti social, para nada. Podía hablar con la gente y comunicarme lo más bien. Pero la mirada de algunas personas me causaba miedo. Hasta que un día iba en el colectivo, creo que estaba yendo a Cemento a ver a Los Brujos,  una vieja no me sacaba los ojos de encima, ¡una cara de chusma tenía la muy zorra! Me acuerdo que le clavé la mirada con intensidad y noté que se atemorizó mucho, quedó paralizada pero, de todas formas, no me sacaba los ojos de encima. Mientras me bajaba del bondi en Constitución, le grité: “¿Qué mirás, vieja chota?”. Pero antes de bajarme, me acerqué a ella y pegó un saltó en el asiento; noté que le corría un sudor frío por su cuello muy arrugado y colgante. Simplemente se quedó helada, sobre todo cuando le acerqué la cara lo más cerca que pude y le dije: “¿Le pasa algo, señora?”. Después, todo se fue de cauce, se hizo confuso, y ahí fue cuando le grite “Vieja chota” y me bajé del colectivo como si nada. Ninguno de los pasajeros me dijo una palabra, todos cerraron la boca. Yo me bajé tranquilo del bondi y caminé en dirección a Estados Unidos.
     Antes de llegar, en el kiosco que estaba a la vuelta, me lo encontré a Charly, un loco que conocía de los recitales. “¿Qué hacés, chabón?”, me dijo, y yo me acerqué y nos pusimos a charlar. Charlamos un poco de todo: de música, de películas, de libros. Al toque compramos una cerveza y un pancho. “Mirá lo que estoy leyendo”, me dijo Charly, y me extendió un librito. Lo agarré, abrí la primera página y leí en silencio, mientras Charly empinaba la botella.

Cuando una mañana se despertó, Gregorio Samsa, después de un sueño agitado, se encontró en su cama transformado en un espantoso insecto…”.

     “No lo conozco, ¿está bueno?”, le pregunté, y él me dijo que sí, que estaba muy bueno. Bah, en realidad me dijo: “Es reflashero”. Recuerdo que memoricé el nombre del libro, porque el del autor era medio raro; y dos días después lo conseguí en una librería de usados, a buen precio y estado. Lo devoré en un par de horas, me tiré en una plaza que había cerca de mi casa y me lo leí todo de un tirón. Con el tiempo pensé que había sido una indirecta de mi amigo, ¡justo recomendarme ese libro a mí! No me sonaba a coincidencia, pero luego recapacité y me dije que seguramente lo había hecho sin mala intención.
     Claro que mi caso era diferente al de Gregorio. Porque yo “Nací así”. Esa fue la respuesta que le di a la de Historia con los ojos inyectados de sangre en aquella oportunidad y, desde ese día, fue la respuesta que les daba a todas las personas que me lo preguntaban. Simplemente, “Nací así”, les decía encogiéndome de hombros y cambiaba rápidamente de tema.
     Ustedes deben estar preguntándose ¿qué pasaba con mi familia, si tengo una? o ¿por qué    —en caso de tener padres— no les preguntaba a ellos sobre mi origen? Desde muy chico comencé a dudar sobre mi identidad. Había algo que me decía que no era hijo de mis padres, con sólo mirarlos a ellos y a mí juntos, cualquiera se daba cuenta. Pero bueno, me llevó un tiempo poder ponerlo en palabras, porque si algo había heredado o, en este caso, aprendido de esas personas que me criaban, era cierta facilidad para la negación. Sí, la negación. Ellos evitaban siempre el tema, me decían “¿Vos estás loco, Raúl?, sos nuestro hijo a pesar de lo que diga la gente”.
     Todo esto me siguió pasando hasta que un día fuimos con Charly a ver a una banda que se llamaba Los Cometas. Hacían una música medio espacial, recolgada. Cuando terminó el recital, se acercó el guitarrista, me preguntó cómo me llamaba y me dijo si no quería salir en el próximo video. Le dije que sí, que no tenía ningún problema. Le pregunté cómo se llamaba el tema y me dijo: “El renacuajo del espacio está sediento”. En un principio lo miré medio mal. “¿Por quién me está tomando, por un fenómeno?”, pensé; pero después le dije que sí, que no tenía ningún problema.    
     A la semana me llaman por teléfono, era el manager de Los Cometas. “Hola, ¿Raúl?, ¿cómo estás? Soy Guido, el manager de Los Cometas”. Tres días después de la conversación telefónica, estaba en la sala de ensayo para ultimar detalles. Llegué temprano para poder ver el ensayo, nunca antes había visto uno. Cuando terminaron de ensayar, cayó el director del video con dos minitas que iban a ser mis compañeras protagónicas y atrás de ellos, el manager venía corriendo y gritaba sacudiendo un papelito con la mano derecha en alto. “¡Lo conseguí, tengo el permiso para usar el Planetario!”. Tomamos algo y hablamos sobre el video. Jhony, el cantante, me dijo sonriendo: “Raúl, qué bueno que viniste, si no iba a tener que ponerme esta porquería en la cabeza” y sacó de la funda de su guitarra una máscara del extraterrestre del caso Roswell.    
     El video, no hace falta que lo cuente, todos seguramente lo vieron por la televisión o en Internet, ¡ya es un clásico de los videos rockeros! Ese trabajo me llevó a la fama.
     A la semana de haberse estrenado en MTV, llovieron los llamados laborales, las propuestas de trabajo eran de lo más insólitas: desde hacer publicidades de insecticidas hasta ir a fiestas privadas como sorpresa para los agasajados. Recuerdo muy bien una de esas fiestas: el tipo era un fanático de las películas de Steven Spielberg, toda su vida había soñado con tener un Encuentro cercano del tercer tipo. En aquella oportunidad me di cuenta de por qué no me gustaban sus películas. Por ejemplo, nunca había visto E.T., el muñeco me parecía un sacacorchos, algo muy desagradable.
     Guido dejó de ser el manager de Los Cometas y se convirtió en mi representante. De un día para otro tenía mi propio merchandising: muñequitos, figuritas, ¡“mi cara estaba en todas las remeras”! Cuando mi fama era un hecho, una mañana me llama un colaborador de Fabio Zerpa, el reconocido parapsicólogo quería realizarme una serie de estudios que permitirían —según él— esclarecer mi origen alienígena, o al menos saber si yo poseía ADN humano. Le dije que no, que gracias, pero no. Yo ya sabía muy bien lo que era, era una Estrella.
     Luego llegó Hollywood y los Oscar y todo lo que ustedes ya saben.

sábado, 16 de marzo de 2019

Estar cerca, estar lejos


Anastasia, mi esposa, se deprimía cuando recordaba su patria. Entonces se iba a contemplar los barcos al puerto, donde pasaba muchas horas, ensimismada, mirando la lejanía del horizonte. Yo me preocupaba demasiado por su bienestar, trataba de complacerla en todo, pero ella no dejaba de pensar en Rusia.
Todas las mañanas, cuando salía a trabajar, pensaba en ella, no podía irme así, sabiendo que ella se deprimiría y que a mi regreso tendría que ir a buscarla al puerto, donde la encontraría llorando por lo que había perdido en su país: su familia, sus amigos, todo lo que tuvo alguna vez.
Uno estaba siempre en contacto con extranjeros; después de la guerra muchas personas vinieron a buscar su destino a estas tierras. El hecho era que ninguno se acostumbraba a su nuevo hogar, todos parecían tristes y, en mi caso particular, yo odiaba tener que consolar a mi esposa todo el tiempo.   
Hacía tres años que estábamos casados y no teníamos hijos, creo que era porque ella no los deseaba y porque yo temía que ella quisiera volver a Rusia. Los primeros meses de nuestra relación fueron inolvidables. Ana recién había llegado y todo era nuevo, entonces sí que la pasábamos bien. Salíamos a tomar un helado y caminábamos horas tomados de la mano; luego nos recostábamos en el césped de un parque para quedarnos mirando las nubes correr desesperadas en el cielo, imaginando que se transformaban en objetos al chocar unas con otras.
En ocasiones yo sabía que el hecho de haberse alejado de sus cosas, y haber perdido, en cierta forma, parte de su identidad, era difícil para ella. Entonces me sentía mal por no ocupar ese vacío que le comprimía el corazón y que oscurecía su joven alma, la que, al parecer, se estaba secando como una planta sin agua.
Cuando la quería hacer reír la comparaba con Debad, el carpintero de la esquina. Debad era un viejo libanés que ya llevaba muchos años en el país, su aspecto era muy gracioso, siempre tímido y tranquilo. Ella me decía que pronto se encorvaría como Debad, ambos reíamos a carcajadas y luego nos amábamos sin fronteras para encontrarnos exhaustos en un lugar donde todas las distancias del mundo desaparecían.
El tiempo transcurría y yo no encontraba la fórmula para hacerla feliz, todo se había vuelto insoportable, ya que en ocasiones me encontraba discutiendo con nadie, porque ella no me respondía, se la pasaba pensando y yo me irritaba con facilidad. Las peleas fueron cada vez más frecuentes y ella se escapaba a cada instante a ver los barcos para llorar sola. Yo temía lo peor, temía que ella tomara una decisión trágica.
Un día volvíamos del puerto, ella me abrazaba acongojada, llorando en mi hombro, mientras yo le acariciaba su largo cabello rubio. En la esquina de casa vimos una escena que me impresionó: Debad, ese hombre grandote, con su largo cabello oscuro y sus ojos profundamente negros (los que transmitían una mirada tan cerrada como la noche), repartía juguetes de madera hechos con sus propias manos, producto de su talento y de su capacidad, a un grupo de niños que gritaban de felicidad a su alrededor.
—Mirá, Ana, ¡qué linda imagen! ¿No te parece encantadora? —le dije, ella sonrió y todo su rostro se llenó de color. Entonces me respondió:
—Creo que deberíamos tener un hijo.
Debad, que parecía ser muy inteligente y con quien jamás habíamos cruzado una sola palabra (sólo lo nombrábamos para burlarnos de él), nos llamó desde la esquina para ofrecernos un juguete.
—Gracias, señor Debad, pero nosotros no tenemos hijos. —dije simpáticamente agradecido.
—¡No importa, ya los tendrán! —respondió él con una sonrisa.
Lo que había pronosticado Debad no sucedía, al contrario, todo empeoraba. La mirada de Anastasia estaba cada vez más perdida. Yo la extrañaba mucho y me estaba volviendo loco, porque no tenía idea de qué hacer para que regresara mi Anastasia, esa chica rusa que me había cautivado unos años antes.
El día que la vi por primera vez sentí que toda mi vida se había resuelto, que toda la soledad que me envolvía en aquel momento se evaporaba para quedar flotando en el aire y perderse en una nebulosa que se fusionaba con la nada. Todo mi ser se llenó de alegría. Ella bailaba hermosa alrededor de un jardín de margaritas, dejando a la vista toda la fragilidad femenina de su figura. ¡Qué extrañamiento feliz, qué maravilloso sentimiento se había apoderado de mí! Todo se completó cuando me acerqué a hablarle y me respondió con su mejor expresión: una delicada sonrisa de asombro que sonrosaba sus pálidas mejillas. Ahora, aquella felicidad ya no existía.
Un día regresaba de trabajar y me detuve frente al taller de Debad. Él se asomó por la puerta y me saludó, yo le devolví el saludo y me acerqué hasta él.
—Buenos días, señor Debad, ¿puedo hacerle una pregunta?
En mi rostro se dibujaba una expresión de cansancio, de desesperación, que él supo descifrar.
—Claro que sí, amigo, pregunte nomás.
—¿Cómo hace para ser feliz aquí y no extrañar?
—¿Quien le dijo a usted que yo no extraño? —respondió con seguridad—. Todos extrañan su lugar de origen. ¿Acaso cree que yo no? Lo que sucede conmigo es que no puedo regresar por un problema con la justicia.
—Usted que es una persona inteligente, que tiene, no sé por qué, aspecto de sabio, dígame qué debo hacer para que mi esposa no se deprima.  
Debad me miró asombrado, se quedó unos minutos en silencio, como pensando una respuesta para dejarme satisfecho.
—No sé qué decirle, yo para no deprimirme junto estampillas. Soy filatelista desde hace mucho tiempo; tengo una gran colección de todo el mundo, menos del Líbano, esas trato de evitarlas…
Antes de despedirnos, él metió la mano en el bolsillo y me ofreció una estampilla de Rusia que tenía impreso el rostro de Dostoievski. De repente, me di cuenta de que me encontraba con una estampilla en la mano, mientras Debad ingresaba a su casa. Traté de relacionar qué tenía que ver esto de ser filatelista con el problema de mi esposa. ¿Me la regaló por qué él era un exiliado? Porque no existía manera de que él supiera que Ana tenía, entre las pocas pertenencias que había traído de Moscú, una edición de Crimen y castigo.  
Cuando llegué a casa, Ana no estaba, imaginé que se encontraba en el puerto y la fui a buscar. Empecé a caminar despacio. Antes de llegar alcé la mirada al cielo, había comenzado a llover a cántaros. La lluvia me mojaba y yo tenía mucho frío, pero seguí caminando hasta ver el muelle. Ana estaba sentada mirando el agua, me acerqué silencioso hasta ella, la abracé, le dije que la amaba y la ayudé a erguirse. Caminamos bajo la lluvia sin decirnos una sola palabra.
Una vez en casa, nos sacamos la ropa mojada y nos metimos en la cama sin dejar de abrazarnos. Por primera vez pude llorar junto a ella, porque estaba sintiendo exactamente lo mismo y no podía dejar de hacerlo. Después de llorar un buen rato le extendí la mano cerrada para ofrecerle un obsequio. Ana abrió mi mano dedo por dedo y se encontró con la estampilla que me había regalado Debad.

domingo, 3 de marzo de 2019

Discontinuidad en el vacío


Siempre que comía pescado le picaban los dedos de las manos y cuando comía sandia dejaba que las moscas le caminaran por la cara. A mí me daba mucho asco, pero —tengo que confesarlo— no tanto como para odiarla, porque después de comer me gustaba chuparla toda, le chupaba las manos y el rostro hasta la cavidad de los ojos. Luego hacíamos el amor y ella se dejaba hacer de todo, hasta se dejaba acabar en la boca. 
Había comenzado a sentir el aire enrarecido, como si me faltase. Se condensaba en el ambiente y me provocaba nauseas; y los cristales de la cabina se empañaban tanto que no me dejaban ver el camino que debía recorrer. El malestar aumentaba a medida que la cápsula ascendía sin rumbo determinado. Entonces (como le sucedía a un tal Hans Pfaall), soñaba yo con lograr la hazaña de poder respirar en el espacio, de romper las barreras de la naturaleza y soportar la presión que ejercería la falta de atmósfera en mi cuerpo. Era verdad que yo no viajaba en un simple globo construido con pedazos de periódicos, pero sucedía algo con mi cápsula espacial que parecía que la cabina estaba a la intemperie. Y no podía hacer nada para solucionarlo, porque nunca aprobé el curso de Física Mecánica que se requería para emprender tan ambiciosa empresa.
De Laura recuerdo su insolente manera de vivir; su parsimonioso andar languidecido, como si vivir le costara un esfuerzo sobrehumano que le impedía ser dinámica. Es por eso que me encantaba hacer el amor con ella: era tan dócil, tan manuable que me excitaba mucho. Ocurría que siempre todo era tan en cámara lenta, sin violencia alguna, que me exasperaba por llegar a casa y observarla tirada en la reposera del jardín, comiendo sandia furtivamente y dejando que las moscas le invadan el cuerpo, mientras ella se esforzaba (poco) por quitárselas de la cara. Cuando abría la puerta de entrada ya escuchaba el zumbido en el jardín y sabía que ella me esperaba toda pegajosa, para que yo le lave el cuerpo con mi saliva y luego ella me preguntaba casi estúpida: “¿Por qué suceden las cosas?”. Yo respiraba profundo y para no ahondar en detalles le contestaba con una frase tan estúpida como su pregunta: “Porque sí”, le decía y ella se conformaba con mi respuesta y me convidaba un pedazo de sandía para volver a encastrarnos. Así, volvíamos a comenzar, hasta que caía la noche y el cielo se empachaba de estrellas.
Estaba alejándome de la tierra a gran velocidad. Podía observar desde allí toda la geografía terrestre: los valles se elevaban verdes y las luces de las ciudades se veían como estrellas pegadas en una superficie plana; los océanos despejados como un cielo limpio, donde las olas furiosas hacían las veces de nubes. En un determinado momento me esforcé tanto por respirar que sentí el rostro humedecido por algún líquido espeso; las venas de la cabeza parecían reventar, las sentía inflamarse desde los pies hasta la cabeza. Me pasé la mano por la cara y con sorpresa comprobé que me sangraba la nariz y los ojos. Todo comenzaba a nublarse, me sentía desvanecer al punto de encontrar una muerte casi placentera. Desde lo profundo de mi ser escuchaba la voz de Laura preguntándome reiteradas veces por qué sucedían las cosas y sobre la voz de Laura otra voz que parecía ser mi conciencia le respondía: En el sentido del caos, si es que existe, se resuelven las incógnitas del ser. Estaríamos ante una respuesta ontológica, más o menos coherente, pero contradictoria. Las personas se sienten aturdidas ante el caos y lo que no pueden entender es que el sentido único de la existencia se encuentra en él. Desde esta óptica, la naturaleza, que es parte fundamental y expresión materializada del caos, se encuentra activa como desatadora de estímulos químicos que producen el equilibrio y la proliferación de acontecimientos reales o verosímiles ante la mirada sorprendida de los hombres. Por medio de la anulación de estos estímulos, uno se ubica en una zona de neutralidad o paradoja, que suprime todo lazo con aquellos estímulos químicos que modera la naturaleza. La incapacidad para descubrir e interpretar signos en los entes que nos rodean es la forma más lograda de esa neutralidad que nos ubica en un sin sentido, que en algunas ocasiones se traduce como locura. Partiendo de esta base, si así quisiéramos, podríamos encontrarnos con una anomalía al tratar de encontrar un lugar donde ubicar las pasiones dentro de este gran espectro de acontecimientos que detallan el caos y su funcionamiento —si es que posee uno— al degenerar el equilibrio propuesto por la naturaleza, en cuya incógnita o signo sin significado determinado se produciría un vacío inconsciente. Ahora Laura respondía a mí monólogo: “Discontinuidad”, decía una y otra vez. “Discontinuidad”. Yo no sabía si estaba muriendo o me estaba volviendo loco, pero lo que sabía con seguridad era que sucedía algo con mi cápsula espacial que parecía que la cabina estaba a la intemperie y yo ya nada podía hacer para solucionarlo, porque nunca había aprobado el curso de Física Mecánica que se requería para emprender tan ambiciosa empresa.
A Laura no le gustaba que yo trabajara como astronauta, ella siempre protestaba y se preocupaba demasiado por mi bienestar, yo la quería mucho pero deseaba más que nada en el mundo realizar un viaje, aunque sea de prueba, al espacio. Los primeros años en Zúrich nos habían dado paz y tranquilidad. Por aquel entonces, mi trabajo consistía en el entrenamiento de rutina en el laboratorio. Allí se realizaban pruebas de resistencia: me montaban en un simulador de vuelo, o me encerraban por horas en un cuarto sellado al vacío, sin una gota de oxigeno, para comprobar si era capaz de acostumbrarme a llevar el traje espacial con soltura; en ocasiones me daban un simio de compañero, era divertido.
Ella estaba enamorada de sus manos, las observaba sin interrupción durante horas, por eso le molestaba mucho que le picaran los dedos cuando comía pescado, pero resultaba que el pescado, especialmente el sushi, era una de sus debilidades gastronómicas. Cuando comía pescado me llamaba por teléfono al laboratorio, porque la única forma que tenía de terminar con su picazón era que yo le acariciara el cabello mientras la penetraba con dulzura (le hacía el amor)  y le mordía cariñosamente la oreja izquierda.
Los aparatos de medición no funcionaban, todas las agujas se habían detenido, tenía delante de mí un tablero de comandos inservible, yo continuaba sin saber qué hacer, por suerte había alcanzado mi traje con el que podría respirar durante algunas horas, luego tendría que acostumbrarme a morir. La calma rodeaba la cápsula, el espacio era tan extraño, tan particular, no se oía nada, no se sentía nada. Había transcurrido un día desde que perdí la comunicación con la Torre Central, todos los aparatos estaban obsoletos, yo comenzaba a comprender que no existía una salida, que indefectiblemente moriría abandonado en el espacio. A Laura no le hubiera gustado verme así.
Muchas personas me decían que Laura estaba loca, yo no lo creía, para mí ella era alguien muy especial, alguien que sentía distinto, hubiera jurado mil veces que ella era más feliz que los demás por su particular inocencia. Sus locuras eran divertidas. Recuerdo la vez que llevé a mi compañero de laboratorio a pasar un fin de semana con nosotros: A Boris le gustaban las bananas bien maduras y treparse de los arboles, por eso le encantó nuestro parque, con tantas flores, plantas y árboles por todos lados. Resulta que a Boris se le dio por treparse a un árbol, donde comenzó a masturbarse, entonces a Laura se le ocurrió subir al árbol que estaba frente a Boris e insistió con que nos desnudáramos e hiciéramos el amor colgados de una rama, así Boris tendría un incentivo para masturbarse. Luego paseamos desnudos por el parque y comimos bananas maduras y sandías toda la tarde.
El frío era intolerable, ya había perdido toda esperanza, la oscuridad se apoderaba de la cápsula, el hambre me estrujaba el estomago haciendo un sonido extraño, la sangre se había secado en mi rostro, todavía tenía las venas hinchadas y los ojos me dolían mucho, no había nada que yo pudiera hacer para escapar de esto, igualmente no tenía miedo, ni estaba triste, en realidad no sentía nada y aceptaba mi destino. Desde mis coordenadas parecía que me encontraba sobre uno de los Polos, porque se podía apreciar la aurora boreal o austral, varios círculos concéntricos de meteoros luminosos entrando a la atmósfera y desvaneciéndose al contacto con el aire. No sabía cuál era mi posición actual, estaba recorriendo una órbita sin sentido.    
Nunca había estado tan triste como aquella tarde que llegué a nuestra casa, por aquel entonces vivíamos en París. Por suerte desde aquel día llevo siempre conmigo estas pastillas que me dio Laura, a demás, el Dr. Jonson antes de un viaje nos recetaba una dosis de morfina para utilizar sólo en caso de emergencia, ahora pensaba en un cóctel de calmantes mientras observaba el espectáculo: De la aurora, las estrellas, el infinito, un agujero negro. La casa de París era pequeña, estaba en el barrio Montparnesse, Laura extrañaba Zúrich. ¿A qué distancia estaría de la Luna? Especialmente el jardín, sus plantas y flores. ¿Por qué sucedían las cosas? Boris murió dos días después de aquella tarde. Sucedía algo con mi cápsula espacial que parecía que la cabina estaba a la intemperie y yo ya nada podía hacer para solucionarlo, porque nunca había aprobado el curso de Física Mecánica que se requería para emprender tan ambiciosa empresa. Todo ocurrió un martes del mes de abril. ¿Estaba solo en el espacio? Hacía mucho que no teníamos relaciones, Laura empeoraba  y yo me la pasaba en la Luna. ¿Qué pensarían de mí mis superiores, al saber que eché a perder la misión, qué les hice perder mucho dinero? Laura estaba desnuda en la bañera. El reloj de mi equipo marcaba aproximadamente dos horas de oxigeno. Sus ojos fuera de las órbitas, una gota de sangre le surcaba el rostro, pálido y redondo como un plato de porcelana. Sus pechos rígidos estaban helados. Debía estar cerca de un satélite, la radio se había encendido de repente, escuchaba una música somnífera, una orquesta, dos violines. Ella dormía como un ángel. Discontinuidad. ¿Proliferación de sonidos en el vacío? Ella estaba lejos y yo estaba solo desde hacía algún tiempo. Detrás de los cristales de la cabina el aire era más espeso. Ella creyó ver algo extraño y se asustó tanto, por una sombra, un reflejo. Sucedía algo con mi cápsula espacial que parecía que la cabina estaba a la intemperie y yo... Ella estaba  desnuda en la bañera. De pronto tenía a la Luna sobre mí. Discontinuidad. Caminar acá debe ser más fácil que en las pruebas que hicimos en la Tierra. Una gota de sangre le surcaba el rostro. El vehículo de reconocimiento estaba atorado en el transbordador. Laura no respiraba. Las personas se sienten aturdidas ante el caos. Boris falleció dos días después. Era muy suave (Laura), pero aquí y allá, la comprimía con el Recogedor de Emergencia y la encontraba muy dura (como muerta). El cristal de la cabina parecía fracturarse y las esquirlas una y otra vez. Laura pasaba mucho tiempo sola. Estar en el espacio era como estar debajo del agua. Discontinuidad. La luz me cegaba, el reloj  de mi equipo marcaba aproximadamente: 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1...    

domingo, 24 de febrero de 2019

El prisma

Los fuegos eran elementales como el viento que me daba directo en el rostro. Yo pensaba en nada o en todo, es más, caminaba como un idiota observándome tímidamente los pies. Al llegar a mi casa tuve sueño y necesité dormir. Caí desmayado en mi cama para tener uno de los mejores sueños de mi vida. Soñé con el proyecto incompleto de un arquitecto alemán llamado Rudolf Huglander. El proyecto consistía en un barrio de casas primarias, dispuestas en círculo alrededor de un prisma. El prisma era una estructura gigante, construida con varillas de acero recubiertas de cristales, ahuecada en el centro y  con un  jardín de margaritas a su alrededor.
Desperté luego y pensé en aquel sueño tan particular. Era mi imaginación un molde exacto de una realidad vacía, llena de contradicciones y aspectos nulos de lo que realmente era real. Lo real se presentaba tan ajeno que no podía hacer otra cosa más que inventar lo que quería. En resumidas palabras, era un fracasado.
Salí de mi casa para caminar, insensato, bajo una noche de luna llena en la que el frió se hacía sentir. Observé detenidamente las marquesinas de la Boca hasta llegar a Barracas, en el trayecto pensé en Laura, en la última vez que la vi.
Recordé que en sus ojos había un dejo nostálgico que se reducía simplemente en su mirada. Sabía que estaba nerviosa, tan nerviosa como yo. El mundo giraba aceleradamente a nuestro alrededor, pero nosotros estábamos detenidos en el tiempo, observando todo y nada, tratando de traducir automáticamente los signos que cruzaban, como aves desesperadas, en nuestra cabeza.
Afuera hacía frío, caía sobre el cemento de la ciudad una débil llovizna que mojaba todo poco a poco. El viento era suave, entonces me acerqué a la ventana para luego salir al balcón y recibir el aire frío y húmedo en mi rostro, lo necesitaba para aclarar un poco las ideas.
Laura me observaba desde el sillón, esperando ser rodeada por mis brazos, tratando de expiar un suspiro antes de que yo la tome para siempre. Me miraba tímida y se mordía los labios antes de hablar, jugando con su lengua dentro de la boca. Era sexy y sabía provocarme cosas contradictoriamente hermosas cuando se sentaba de costado, cruzando las piernas, y se acariciaba el cabello con una de sus manos.
Eran las dos de la madrugada, habíamos estado una hora mirándonos sin decir una sola palabra. En un momento inesperado tomé mi abrigo y le dije que me abriera. Tiempo después, sentí ese sabor amargo que sólo se experimenta cuando uno fracasa ante algo que es obvio que debe suceder.
El tiempo me había mostrado tantas circunstancias que no supe resolver. Siempre el miedo, la distancia, me insistían con justificar mi cobardía. Hoy a los treinta años pienso qué sería de mi vida sin mi trabajo, sin mi capacidad innata para resolver obstáculos prácticos que nada tienen que ver con la realidad.
De pequeño creía que los remedios eran la satisfacción de estar enfermo. Recuerdo cuando tenía tos y mamá me daba un jarabe con sabor a frutillas y hasta me dejaba faltar a la escuela. De mamá recuerdo su sensibilidad ante las injusticias, su sonrisa, la forma en que me abrazaba cuando estaba enfermo. La cálida ternura de las madres y los remedios que ella te da cuando te sentías mal: un beso, un abrazo, el sólo hecho de quedarse a tu lado hasta que se te va la fiebre, no tiene comparación con ninguna otra satisfacción. Me parece algo rotundamente desagradable el pudor que genera la juventud, la idea de tener vergüenza o de alejarte de eso que antes tanto te agradaba.
Con Laura nada había sucedido, todo había terminado esa madrugada.
Por casualidad el destino me llevó, hace ya trece años, a El Escorpión, que ahora se llama B@rnet pero todos lo seguimos llamando como antes. Todas las mañanas temprano hago el camino que mencioné antes, desde la Boca hasta Barracas. Salgo de mi casa a las seis, agarro Montes de Oca y le pego derecho.
Hacía mucho frío, la escarcha se posaba concentrada en los cordones de la vereda, los autos estaban casi ausentes; en un determinado momento me di cuenta de que caminaba solo y que volvía, indefectiblemente, sobre lo imposible. Ese día fui abducido inexplicablemente al llegar a la puerta de El Escorpión.
Mamá era una mina simpática, era de esa clase de gente a la que le gusta sonreír con facilidad, en cambio Laura era tan callada y meditabunda como yo, o quizás un poco más. Recuerdo las pocas veces que la vi sonreír, la primera vez fue cuando hicimos el amor en un simulador de vuelo del parque de diversiones y otra fue cuando mi cara salió publicada en una revista.
Resulta que una revista, de esas nostálgicas, vino a El Escorpión para escribir un artículo sobre los bares que mantenían las costumbres de antaño y que se habían modernizado un poco, con mucha inercia. La idea nos pareció genial, entonces Enrique que era el dueño me dijo que yo debía salir en una de las fotos representando la juventud del lugar y Omar, mi compañero que ya llevaba casi treinta y cinco años trabajando en el bar, la esencia. Cuando le mostré la revista, Laura no paró de reír durante media hora, creo que estaba borracha. Claro, porque fue en el cumpleaños de mamá. La única vez que recuerdo a Laura y a mamá juntas; no hablaron casi nada, simplemente se observaban una frente a la otra.
Nunca creí en extraterrestres, pero como decía, al llegar a El Escorpión fui abducido inexplicablemente. Tuve una sensación extraña mientras una luz me envolvía en somnolencia. Entonces comprendí que era yo poseedor de un secreto: Kafka y Hitler no sólo se habían conocido como lo había pronosticado hacía algún tiempo un polaco llamado Tardewski (esto me lo contó Omar), también eran extraterrestres.
Algunos días después, Laura recibió una carta que, por supuesto, yo nunca escribí. En el remitente se leía: Rudolf Huglander / Berlín / Alemania.

“Laura:

Cuando te conocí imaginé un instante sincero. Con el tiempo recordé una lágrima como culminación especifica de ese instante, y sentí algo extraño. Me abordó una vieja lección de física: la óptica. Traté de relacionar el sentimiento con esta idea y luego de pensar tanto llegué a la conclusión de que una lagrima puede actuar como un espejo o prisma; en el cual la luz se refractaría, pasajeramente, el tiempo que transcurre entre la génesis del objeto lagrima en el ojo, pasando por el trayecto de recorrer tu mejilla, hasta fracturarse al chocar con el suelo o sobre tu pecho. Continué hilvanando ideas y sentimientos y volví, indefectiblemente, al espejo fracturado; la óptica dice que un espejo fracturado ya no refracta la luz de la misma forma. Entonces existen, en este caso, partículas de luz refractándose confusamente en un momentáneo instante, que ya es pasado. Surge de esta manera una nueva idea: la del quiebre o fractura.
Como efecto único obtengo muchas formas de ver lo que sucede: todos sabemos que es necesario que la luz se refracte para poder ver; por ejemplo, los colores. Los colores son la impresión que hace en la retina del ojo la luz reflejada por los cuerpos: la luz solar se descompone con el prisma en siete colores principales o arcoíris.
Cuando pude entender todo esto, pensé una vez más en lo que había estado mirando. Sin querer, noté que me quedé con el recuerdo de una lágrima intacta, pero estaba usando como prisma el momento en que esa lágrima se había fracturado en millones de partículas que refractaban la luz de mil maneras distintas.
De esta forma entré en un estado confuso del que no podía salir. Pero todo sigue transcurriendo. Es decir, el tiempo no se detuvo en ese instante (sólo en mi cabeza) y a cada paso me demuestra e insiste con la idea de cambiar la visualización de los objetos/sujetos que me rodean.
Todo el tiempo me pregunto qué es lo que quiero, qué es lo que quieren los demás de mí y siempre termino diciéndome que no lo sé, pero lo que sé es que siempre intento saberlo, aunque sea, hago el intento. Después de hacer el intento, vuelvo a preguntarme durante cuánto tiempo tengo que intentar y tampoco encuentro respuesta, entonces me estanco en supuestos que no me llevan a ningún lado, simplemente a la contemplación.
Me hubiera gustado que fueras algo concreto, que fueras parte de la realidad pero todo eso no depende de mí, ni del prisma que yo elegí para verte, ni de mis ideas y sentimientos. Todo eso no depende de nada y a su vez de todo.
Ya te convertiste en un supuesto y cuando esto sucede, sé profundamente que debo abandonar mis lucubraciones para no herirme”.
    
Durante algún tiempo (corto) me buscó la policía y nadie supo nada de mi existencia. Tres meses después se encontró un cadáver desfigurado en el riachuelo al que le adosaron mi nombre.

martes, 19 de febrero de 2019

Independencia acústica


El concierto terminó a las 23 horas. ¡Fue todo un éxito! Después de beber unas copas con sus compañeros de la orquesta, Ruperto se fue a dormir. La noche todavía era joven, pero casi todos estaban cansados. Saludó a los últimos rezagados del grupo y salió caminando por la calle del puerto. Al cerrar la puerta del bar, se dio cuenta de que estaba un poco ebrio, no midió sus fuerzas y empujó la puerta con cierta vehemencia.
Los ensayos semanales habían sido agotadores. Fue difícil ponerse de acuerdo con los agudos violines, porque elevaban las notas a sonidos tan altos que tocaban, por un instante, la puntita de una nube. Él quería sonidos más terrestres, entonces insistía con las teclas más graves; por momentos, lograba una frecuencia de vibraciones tan pequeñas que llegaban a pesar como un yunque.  
En el camino, de regreso a la pieza de la pensión donde vivía, sintió una leve molestia en el oído izquierdo pero no le dio mayor importancia. “Debe ser por la exigencia del concierto”, pensó por un instante fugitivo.
Por la mañana, como de costumbre, salió al balcón de su pieza para escuchar a un zorzal que cantaba ahí todos los días, posado sobre las ramas de un viejo árbol que había crecido muy alto y, en algún momento, atravesó parte de su balcón, para llegar a rozar, apenas, el cristal de su ventana. Pero, desde hacía un tiempo, Ruperto dormía con la ventana abierta. El calor era agobiante en la ciudad, no corría una gota de aire. El zorzal no cantó esa mañana. Él aprovechó para observar detenidamente la rama del árbol y comprobó sorprendido que se había extendido y llegaba ya hasta la cabecera de su cama. “Qué extraño, —pensó—, si ayer nomás llegaba hasta el vidrio de la ventana”. Era verdad, el calor había comenzado esa última semana, a finales de agosto, y Ruperto no había notado que las ramas del viejo árbol habían crecido a toda prisa.
En menos de lo que canta un gallo, el árbol ya estaba lleno de flores: una especie de calas muy blancas y pequeñas. Tampoco tardó mucho tiempo en llenarse de frutos: unas pelotitas verdes que se pudren colgadas de la rama o se caen y ensucian todo el suelo. A partir de aquel día, comenzó todas las mañanas a juntar pelotitas por toda la habitación, algunas, también, de arriba de su cama.
Una mañana, mientras se daba una ducha, volvió a sentir el dolor en el oído izquierdo. Cuando terminó, se observó al espejo y notó que le salían unas hojitas de adentro. Las retiró con cuidado y una vez más no le dio importancia al asunto.
Luego de la ducha, volvió a su habitación y puso un disco de pasta en la antigua vitrola que atesoraba desde la muerte de su abuelo. Salió al balcón para absorber, aunque sea poco, el aire de la mañana. La música de la vitrola se hizo imperceptible, estaba ensombrecida por otro canto. El zorzal había vuelto y cantaba más estupendo que antes de la ausencia. De pronto, su oreja izquierda le contestó el canto al ave.
—Ruperto, Ruperto —repetía una voz gravísima cerca de su cabeza—. Ruperto, Ruperto…
—¿Quién habla? —dijo Ruperto, un poco mareado.
—Soy yo, tu oreja.
—¿Qué?
Luego una leve molestia, un zumbido. La oreja emprendió vuelo, desplegó sus alas y se refractó en el cielo límpido una mañana a fines de agosto; la seguía el zorzal y la brisa.
Por un tiempo Ruperto se sintió apenado. Luego comprendió que la pobre necesitaba su independencia. No le guardó más rencores y se olvidó del asunto. Pero antes tuvo que cambiar algunas cosas en su vida, dejó la música y se hizo jardinero.