Dos días después llegué
a Curupaytí, en el departamento de Ñeembucú. Crucé
un puente nuevo que se construyó hace unos años sobre el Río Paraná Medio para
unir Itá Ibaté en la Provincia de Corrientes con Panchito López en el Departamento
de Misiones, en Paraguay. Es un puente muy moderno, está construido con un material
muy resistente, parece acrílico, pero no lo es, es una especie de cristal
grueso y macizo.
En
Itá Ibaté, antes de cruzar el puente me detuve a tomar una cerveza fría (fueron
más de una) y, como se hizo tarde y el calor era demasiado agotador, decidí
quedarme a pasar la noche allí.
En
el bar Guaripola
se hablaba de que algunos lugareños —que se encontraban pescando un
día antes de mi arribo— aseguraban haber visto a una criatura monstruosa
devorarse a un yacaré entero en las orillas del río. La noticia —al igual que otras que ya he
mencionado sobre estos relatos de personas que habitan en las cercanías del
Paraná—
no hizo ruido, ya que se ignoró no sólo
en los Medios nacionales, sino también en los locales, ninguno publicó siquiera
una referencia al hecho.
La
ciudad, a pesar del desarrollo urbano, todavía conserva un toque salvaje.
Conviven a orillas del Paraná altos rascacielos y pequeños pantanos. Al igual
que las palomas y las cucarachas en Buenos Aires, los lagartos se pueden ver en
grandes cantidades en las aguas pantanosas; amontonados en los esteros cercanos
a los centros comerciales, devoran los residuos que, a caudales, produce la
urbe todos los días. El que había sido visto cuando se lo deglutía una criatura
extrañísima, según los testimonios, pesaba unos doscientos kilos; tenía pintitas
amarillas y rayas rojas en el lomo; unos colmillos del tamaño del asa de una
sartén de gran tamaño. Algunos aseguraban haberlo visto cerca de la isla Ovechá, otros decían en los suburbios de
la ciudad, en un barrio que se conoce con el nombre de La Tyvy.
Salí
del bar cuando ya era de noche. El barman me recomendó hospedarme en la
lancha-hotel Irupé que estaba
amarrada en un muelle a pocas cuadras de Guaripola.
Me dijo que en la recepción preguntara por Tino y que no olvidara mencionar que
iba de parte de Charly del bar. “Si le dice que va de parte mía le harán un
buen precio, hágame caso, no se arrepentirá”. Así lo hice, caminé por la
costanera unas tres o cuatro cuadras hasta llegar al muelle 33-A y pasé la
noche en la lancha-hotel. No quería conducir dado mi estado, entonces dejé a Willy’s en un
estacionamiento que había al lado del bar y caminé.
El
cielo estaba calmo y, cerca del agua, corría una leve brisa que, después del
calor insoportable de la tarde, me acariciaba el rostro con cariño. El vientito
me ayudó a despejarme un poco. Estaba confundido, las palabras de la vieja Javorái resonaban aún en mi cabeza: “Una
noche de luna llena en que el silencio era aterrador, porque ni siquiera los
grillos o las ranas cantaban, y las copas de los árboles estaban inmóviles,
como petrificadas por la desolación y el mutismo”.
De
lejos, sólo de lejos, el Irupé
todavía guarda un toque de sus épocas de gloria. Es gigantesco, más que una
lancha parece ser un crucero. Charly me contó que supo tener un casino y una
piscina que —cuando
recorrí la cubierta, por la mañana, lo pude comprobar con mis propios ojos— ahora se convirtió en depósito
de un moho extrañamente verde que se ha formado en las paredes. Es como una
especie de alga que se adhiere con facilidad a los muros descascarados, y una
vez que ya no tiene espacio en éstos, flota en el agua que se va enturbiando de
a poco hasta obtener un aspecto de quietud absoluta.
Caminé con paso lento por
el erial costero unas tres o cuatro cuadras hasta llegar al muelle 33-A, donde
descansaba el Irupé y, “¡…bajo la noche que abría sobre mí su gran corimbo de estrellas!”,
observé el agua calma, buscando encontrar a uno de esos endriagos que
describían los moradores de aquella región; pero llegué al muelle sin obtener
ningún avistaje, sólo se veía, cada tanto, una botella o alguna bolsa de
plástico flotando a la deriva; en ocasiones, formando pequeñas islas de
desperdicios a las que se les creaba una especie de espuma o baba blanca y
espesa alrededor.
“Una
noche de luna llena en que el silencio era aterrador, porque ni siquiera los
grillos o las ranas cantaban, y las copas de los árboles estaban inmóviles,
como petrificadas por la desolación y el mutismo”, seguía sonando la voz de la
vieja en mi cabeza. La recordé empinándose, con fruición y esmero, el cáliz de
caña. Absorbía, con ayuda de sus encías succionadoras, hasta la última gota de
aguardiente antes de estirarle el brazo escuálido a Felipe para que le cargara
nuevamente el vaso.
Hablé
con Tino y tal como me había dicho Charly me hicieron un descuento especial y
recibí una atención de lujo.
—Hola, ¿usted es Tino? —le
dije al hombre que estaba sentado en la recepción del barco-hotel.
—Sí, soy yo. ¿Qué
desea?
—Vengo de parte de
Charly del Guaripola,
me dijo que hablara con usted para conseguir una habitación a buen precio.
¿Tienen habitaciones disponibles? —le dije y mis palabras
surtieron el efecto que buscaba.
—¿Así que viene de
parte de Charly? ¡Claro, tenemos lugar de sobra!, venga pase. Siempre tenemos
habitaciones disponibles para las personas que recomienda un amigo como Charly —me
dijo invitándome a tomar asiento en unos silloncitos comodísimos que había en
el lobby.
—¡Muchas gracias! —le dije amablemente—. Es sólo
por una noche. Si quiero desayunar aquí mañana, ¿puede ser en cubierta?, vi que
tenían mesitas con sombrillas y me pareció buena idea desayunar allí; debe
haber una bella vista del río y sus islas.
—Claro, señor, como usted lo desee. El
desayuno se sirve hasta las doce del mediodía, pasada esa hora cobramos un
recargo, pero le servimos un almuerzo. ¿Quiere que lo despierte a alguna hora
en particular?
—Estaría bien a las diez,
¿puede ser?
—Seguro, delo por hecho
—me dijo—. Venga por aquí que le muestro su habitación. ¿Desea una con vista al
Paraná? —y me invitó a seguirlo. Cruzamos el vestíbulo, una gran sala comedor y
después otro salón amplio que, supuse, habría sido el antiguo casino; ahora
tiene unas consolas de realidad virtual y unas computadoras; finalmente subimos
dos pisos por escalera y llegamos a un gran pasillo, abrió la segunda puerta a
la izquierda y entramos. Tino me dejó el control remoto de la televisión y un
juego de toallas limpias.
—Muchas gracias, Tino,
por el buen trato —le dije amistosamente, con confianza, y le puse la propina
en la mano.
—De nada, señor. Que
duerma usted bien. Entonces mañana lo despertaré a eso de las diez para
desayunar en cubierta —dijo por último, antes de cerrar la puerta y perderse de
vista. Me pegué a la puerta para escuchar sus pasos por el pasillo, luego cerré
con llave (dos vueltas) y me descalcé, necesitaba hacerlo con urgencia. Me di
una ducha con agua fría y cuando salí del baño, me tomé una gaseosa Mocoretá de lima-limón que encontré en
el frigobar.
Finalmente, me recosté en la cama y prendí el pequeño
televisor que había en mi camarote —por cierto, muy amplio y bien
decorado—.
Los Medios ya habían dejado de hablar sobre el tema de mi investigación. “La
opinión pública olvidará la cuestión por completo en unos dos o tres días”,
pensé y me apené.
Me
desperté sobresaltado a las dos y media de la mañana (el televisor seguía
encendido, estaban pasando la remake del año 1978 de un clásico de
ciencia-ficción), porque escuché unos ruidos extraños en la cubierta, me
acerqué a la ventana en forma de escotilla que había en el otro extremo de la
cama, descorrí cuidadosamente las cortinas y observé qué sucedía afuera. Pude
ver a Tino arrojando al río una bolsa grande de plástico que primero arrastró,
con dificultad —parecía
muy pesada—,
por el suelo. “¿Será un cuerpo?”, me pregunté por unos minutos. Pero no
le di mayor importancia al asunto y me volví a la cama.
Miré un rato la película.
Era viejísima y se llamaba: Invasion of
the Body Snatchers. Al rato, me quedé dormido, creo que justo antes del
final. En la parte en que el protagonista —después de que el cuerpo de su mujer
se le desintegrara en los brazos— logra escapar de los extraterrestres invasores
y corre desesperado por una ruta.
En ese momento entre la
vigilia y el sueño (y con los gritos de Donald Sutherland de fondo), una milésima de
segundo antes de dormirme, volví a escuchar las palabras que me había dicho la
vieja Javorái: “Una noche de
luna llena en que el silencio era aterrador, porque ni siquiera los grillos o
las ranas cantaban, y las copas de los árboles estaban inmóviles, como
petrificadas por la desolación y el mutismo”.
Luego no recuerdo nada,
esta vez, por suerte, no soñé con nada extraño; pero me hubiera gustado dormir
un poco mejor. Me desperté cuando Tino golpeó la puerta, exactamente a las diez
de la mañana.
—Señor, ya son las diez
y su desayuno está listo —me dijo con una voz enérgica desde el pasillo.
—Gracias, Tino —le
respondí con una voz de ultratumba. Luego me lavé la cara y los dientes y
observé en el espejo que tenía ojeras, unas grandes manchas grises se me habían
formado debajo de los párpados. Tenía que lograr dormir una noche completa si
no me convertiría en un zombi.
El desayuno no estuvo
mal (quería partir antes del mediodía y comer bien por la mañana me ayudaría a
no detenerme para almorzar) y la vista desde aquella altura era muy buena; se
podían ver, con claridad, algunas islas del río Paraná, como Ovechá, Melilla y Santa Isabel.
El sol, todavía débil, caía sobre el agua y le daba un color dorado que yo
jamás había visto en otro lugar.
A pesar de la basura
que había visto flotando por la noche, el agua no despedía olor alguno. Es más,
me acerqué a la baranda y observé con atención hacia abajo, no había rastros de
basura en el río, parecía estar completamente limpio. “Los yacarés se deben
encargar de comerse todos los desperdicios por la noche. Por eso Tino debió
arrojar aquella bolsa de plástico a la madrugada. ¡Una buena forma de reciclar
tienen acá!”, pensé y me reí un rato como un tonto.
Cuando terminé de
desayunar, di una vuelta por la cubierta y —como ya he dicho— me acerqué a la
piscina que me describió Charly. Efectivamente, la pileta era el depósito de un moho extrañamente
verde que se le había formado en las paredes. Como una especie de alga que se adhería
con facilidad a los muros descascarados, algunos pedacitos flotaban en el agua
que se había enturbiado y tenía un aspecto de quietud absoluta.
Por
algún motivo, relacioné aquel moho con el que se había formado en la Sojisticus y el que, según Herrera,
había en las ruinas circulares de Gándara:
“En las grietas de las rocas se formaba un moho rojo, una especie de raíz que
se adhería al ras de la piedra”, y me consterné en demasía. “¿No será este moho,
también, como el de los Body
Snatchers que vi
en la tele?”, pensé, finalmente, para agregarle un poco de humor a mis
elucubraciones. Después fui hasta la habitación a buscar mis cosas y bajé al lobby del hotel, para abonar y
despedirme de Tino.
—Señor, antes de que me
olvide nuevamente, dejaron este paquete para usted hoy a primera hora de la
mañana —me dijo Tino y yo me sorprendí, porque nadie sabía que me encontraba en
este hotel.
—¿De parte de quién es?
—le pregunté.
—De otro amigo que tenemos
en común, del señor Ricardo Bogado —me respondió para sorpresa mía, ¿cómo podía
ser que todo el mundo conociera a Bogado? Me extendió un paquete que sacó de
abajo del mostrador. Era una caja cuadrada, no muy grande, envuelta en papel
floreado de regalo y un moño rojo.
—Gracias, Tino —le dije
y me despedí de él con un apretón de manos y una sonrisa. Salí del barco y tomé
el camino que había hecho por la noche. Pude ver a algunos yacarés revolcándose
o tomando sol en los arenales de la orilla.
Recién cuando subí al Jeep, abrí el misterioso paquete. Era
una de esas nuevas pistolas de rayos gamma. Venía acompañada por un permiso de
portación internacional falso y una nota que decía:
“Querido
amigo: deseo que no te alteres por el obsequio y que no tengas que utilizarlo,
pero creí que era necesario, por tu seguridad, que la portaras. Un abrazo y te
espero en Ciudad del Este. PD: Destruí esta carta una vez que la hayas leído. Atentamente,
Ricardo Bogado”.
Antes del anochecer
llegué, por fin, a Ñeembucú donde se
encuentra el viejo campo de batalla, de aquella batalla fatídica e innecesaria
como todas las que se libraron en esa guerra absurda.
Me desvié unos tres
kilómetros del río Paraguay hacía el este. Es una zona donde los caminos son
bastante anegados, pero con ayuda de Willy’s
y de algunos lugareños —muy amables por cierto— que me hicieron de guía, pude
llegar al lugar del camposanto.
De pronto me concentré
en el agua que corría por todos lados, era una zona muy húmeda. Por momentos,
en medio de la densidad arbórea, se hacía un claro en aquel monte y se
divisaban, a una distancia irracional entre uno y otro, pequeños charcos o
esteros. Allí, el agua brota de la tierra, la humedad proviene de canales
subterráneos que nacen en los ríos profundos y surcan aquellos suelos,
acorralándolos.
Crucé el puente
internacional con cierto temor porque llevaba conmigo un arma con un permiso
falso; era falso porque yo nunca lo tramité en ninguna oficina, de eso se había
encargado Ricardo Bogado, un hombre que yo casi no conocía, pero que, sin
embargo, me había arrastrado hasta allí. En realidad no era sólo Bogado, sino
la historia, la aventura que me propuso él y hasta ahora unos cuantos
compinches que lo seguían.
El olor líquido del
agua se respiraba en el aire. Entraba en las fosas nasales y te atravesaba el
cerebro. Todo el tiempo se respiraba agua, pensé que debería tener branquias
para poder respirar con facilidad en esos lugares. Cuando me cruzaba con alguna
persona de la zona observaba su cuello, en ocasiones, también me detenía en los
dedos de los pies o de las manos buscando membranas entre ellos.
En medio del río me
topé con un control de frontera, en la garita había unos seis prefectos de los
dos países limítrofes (tres y tres) y
como “apoyo” —así decía un cartel que colgaba en la ventanilla donde se
presentaban los papeles— contaban con unos diez marines de la INCOC, armados
hasta los dientes. Al lado de aquel cartel había una foto del gigante que me
había entregado el sobre cerca del pasaje La Nave. Escrito con grandes letras
rojas en la foto se podía leer (en guaraní, en español y en inglés): “Tulio
Corundo Ojeda. Terrorista Internacional. Se busca. Hay recompensa…”.
Cuando vi la foto y
descifré la leyenda, me comenzaron a sudar las manos y me puse pálido como un
papel, temía que me descubrieran, o lo que era peor, que encontraran el arma.
Cuando me llegó el turno de mostrar los documentos, acompañé con mi pasaporte
el carnet de prensa y, por suerte, me dejaron pasar, sin siquiera tener que
mostrarles lo que llevaba en mi bolso. Los soldados tomaban mate en una casilla
endeble y charlaban de mujeres, algunos estaban atrincherados por ahí,
dispersos en las dos orillas y en los alrededores del puente.
El tiempo aguachento y
caluroso de aquel lugar me generaba una modorra particular, todo parecía en
cámara lenta. Las temperaturas superaban los límites de lo real, todo se
tornaba confuso. La selva era espesa como un buen pulóver de lana. Por
momentos, las huellas del camino que estaba siguiendo se chocaban con un impenetrable
muro verde de árboles y lianas; entonces me detenía, daba marcha atrás e
imaginaba otro surco que, a través de los claros, me condujera a destino.
Algunos monos pequeños se
arrojaban desde los frondosos árboles al parabrisas del Jeep y me hacían pegar unos sustos tremendos. Cada vez que uno se
aferraba al cristal, yo intentaba echarlos haciendo gestos con las manos y
gritándoles injurias, pero viendo que los macacos no se movían, terminaba
encendiendo el limpiaparabrisas para que salieran espantados.
Escuché el viento que
traía, como en sueños, voces lejanas en el tiempo. Dialectos que, según mi
opinión, ni siquiera la gente de aquel lugar había escuchado jamás. Era el
clamor de la tierra, una súplica acallada tras años de pesadumbre y cansancio.
Luego comenzaron los lamentos de la guerra y el olor a agua se convirtió en
olor a sangre, a muerte.
Observé las fotografías
de La batalla de Curupaytí: algunas
cosas habían cambiado en el paisaje, no era exactamente igual al cuadro. Quizás,
a la distancia, el manco no retuvo exactamente cómo era este sitio donde yo me
encontraba ahora, respirando, sintiendo en lo más profundo de mi ser, a la
Muerte que acechaba sin tregua.
A lo mejor, el tiempo y
la selva se han tragado los recuerdos concretos de las masacres que se
cometieron en aquella tierra; ya no se pueden ver las famosas trincheras,
porque han quedado sepultadas bajo miles y miles de hojas secas, raíces, barro tal vez. Al día siguiente, un
campesino (El hombre que conoció a la
bestia) me mostró el lugar donde habían estado. También, corriendo unos
yuyos de tres o cuatro metros de alto con un machete, me enseñó el lugar donde,
todos arrumbados pero aún en pie, se encuentran el monumento en homenaje al
Gral. José Eduvigis Díaz y una placa que recuerda a los caídos.
La noche me sorprendió
allí, en el monte oscuro. A lo lejos se escuchaban los compases embriagadores
de una polca, el viento los traía hasta mis oídos, entonces, siguiendo el
rastro que me acercaba la brisa, el sonido que vibraba en el aire, me dejé
llevar hasta el lugar de donde provenía. Subí a Willy’s, encendí el motor y partí.
No sabía bien dónde me
encontraba, por el camino que me había llevado hasta allí, al el viejo campo de
batalla, de aquella batalla fatídica e innecesaria, como todas las que se
libraron en esa guerra absurda, casi no había visto casas, mucho menos algún
poblado. Al último morador que había visto en el camino lo encontré a menos de medio
kilometro antes de llegar, pero no vi ninguna casa o algo por el estilo; me parecía
que aquel hombre iba de camino también, porque arrastraba, a sus espaldas, un
carro con herramientas, leña y hojas.
Pensaba en Correa,
Gastaldi y Herrera perdidos en el espacio mientras me dirigía hacia la polca. Por
momentos, veía luces inverosímiles atravesar la noche, eran como luciérnagas o
hermosas hadas de los pantanos que producían un efecto incandescente único: las
luces se trasladaban en el espacio como algunas fotografías en movimiento,
donde la luminosidad de los carteles y las luminarias de la ciudad parecen
viajar por el aire, asemejando al humo. Recordé cuando era pequeño y mi papá
nos encendía una estrellita —que también hacía un efecto similar— o un cohete
con el fuego del cigarrillo. “Perdidos en el espacio, ¿qué luces habrán
visto?”, me pregunté.
El camino era confuso,
los faroles del Jeep, aunque eran
potentes, no lograban despejar bien el sendero. Cuando me iba a dar por
vencido, la música sonó más fuerte y pude oír algunas voces que celebraban al
frescor del aire libre.
“Seguramente —pensé—,
la compañía de aquella bebida, el licor que preparaba Crisóstomo haciendo
fermentar un líquido verde que les exprimía a las criaturas, los ayudó a despejar sus
temores”. Como a aquellos hombres que encontré tocando polcas paraguayas y
bebiendo, también, un licor fuerte que me ofrecieron ni bien puse un pie en la tierra.
El que primero se me acercó, con la botella en la mano, fue el último que había
visto por la tarde en el camino. Me reconoció rápidamente y me saludó alegre.
—Chamigo, ¿cómo dice que le va?
Venga, pase, únase al grupo —me dijo y me extendió
la botella—. ¿Se le
ofrece algo para comer? —me preguntó y una
señora, vestida con una falda larga y camisa blanca, me trajo una chipá
deliciosa. “¡Lo único que falta es que también sean amigos de Ricardo Bogado!”,
me dije para mis adentros y no pude evitar sonreír levemente mientras le
devolvía el saludo.
—Hola, ¿cómo están?
Muchas gracias, me gustaría mucho unirme a ustedes, siempre y cuando sea
bienvenido —dije tímido y entré en un terreno cercado con alambre y palos,
donde había una casa muy modesta.
—Claro, venga pase —me
dijo—. Usted vino a ver el campo de Curupayty,
¿no es cierto? ¿Le piensa pasar por Cerro Corá también? —me preguntó, sin
rodeos, una vez que nos sentamos.
—No, tengo un compromiso en Ciudad del Este —le
respondí—. ¿Cómo me dijo que se llamaba, usted?
—Creo que no se lo he
dicho, me llamo Pedro Ramón Alves, pero todos me llaman El hombre que conoció a la bestia —antes de decirlo se sacó el
sombrero y, sin la sombra que le hacía, pude ver que una cicatriz profunda le
atravesaba todo el rostro; era una hendidura oscura, pero no lograba ocultarla
sólo con la barba y el pelo largo casi hasta los hombros. Luego se calzó
nuevamente su sombrero y no volvió a quitárselo en toda la noche.
Al rato, cuando los
músicos se callaron, empezó una ronda de mate. Calentaban el agua a las brasas,
en un caldero de barro cocido. El mate era una calabaza bastante grande, los
mates se hacían largos como esperanza de pobre. Luego, al rato, cuando vieron
que estaba exhausto de tanto chupar la bombilla, me advirtieron que era para tomar
un trago y pasarlo. “Me lo hubieran dicho antes”, dije, y todos largamos la
carcajada. La mayoría de los presentes sólo parecían hablar en guaraní, aunque
creo que me entendían; salvo Alves, que se dirigía a mí en español y a veces me
traducía lo que decían los otros, y uno de los músicos, un misionero
encantador, era el que tocaba el acordeón y cantaba.
Finalmente, El hombre que conoció a la bestia me
indicó un lugar donde podía dormir. Me habían colgado una hamaca paraguaya
entre dos árboles robustos. Entonces me recosté e intenté dormir; era cómoda,
pero no pude pegar un ojo. Las estrellas se veían espesas de tan amontonadas en
el cielo. Era fabuloso verlas; no sé bien por qué, me recordaban esas pinturas
puntillistas del siglo XIX.
Terminé yendo a dormir
arriba de Willy’s, porque todo me
distraía: los ruidos cercanos y lejanos al mismo tiempo, el cielo y sus astros,
el olor del agua pululando en el aire, la brisa húmeda que se adhería a mi piel
y la dejaba toda pegajosa, el gusto ácido de los mates, los mosquitos que
zumbaban hambrientos cerca de mi cabeza, cierto temor a lo desconocido…
Entonces
los vi: unos ojitos que parpadeaban en la oscuridad, a unos escasos metros de
donde me encontraba, comenzaron a inquietarme. Acaricié, por las dudas, la pistola
de rayos gamma que llevaba en la cintura, oculta debajo de la camisa, pero no
fue necesario usarla. En el Jeep me
sentí un poco más resguardado, coloqué la capota, recliné las butacas, me saqué
las zapatillas y me acosté en cuero y sin pantalones. Finalmente me dormí.
Desperté
por la mañana, temprano, cuando un rayo de sol que se filtraba ya con fuerza
entre los árboles me estaba taladrando el cerebro. Descubrí que El hombre que conoció a
la bestia me observaba sentado en un tronco con un mate
en la mano.
—¡Buenas y santas!
¿Cómo ha dormido?, parece que no le gustó la hamaca —me dijo y se río solo—.
Venga a tomarse un amargo —agregó después y ya me extendía la mano para
ofrecerme la infusión. Me senté a su lado, en otro tronco y agarré el mate con
las dos manos, era un tereré
fresquísimo.
—¡Buenos días! Quiero
que me acompañe hasta el lugar del campo de batalla, de aquella batalla
fatídica e innecesaria, como todas las que se libraron en la guerra absurda
entre nuestros países. Me han hablado de las famosas trincheras, pero ayer no
las encontré; busqué en la selva durante un rato, pero no las hallé. Por favor,
¿puede, si es que aún existen, acompañarme y mostrármelas? —le dije con respeto
y cierta solemnidad, que luego me pareció innecesaria.
—Claro, chamigo
argentino, le voy a hacer la tour por Curupayty. No hacía falta que me lo
pidiera, porque le iba hacer de todas formas —me dijo amable y desinteresadamente—.
Sé que usted le vino desde lejos a conocer y eso aquí nos importa mucho. Tómese
unos amargos más y después le vamos al monte a conocer las trincheras y el
busto del General Díaz —Alves estaba suelto de lengua, se notaba que quería
conversar—. ¿Así que es de Buenos Aires? ¿Extrañan el río por allá, no?, no se
han resignado a perderlo. Al menos eso es lo que dijo un gringo que estuvo hace
un tiempo por acá, después de haber pasado por Buenos Aires, dijo que se
sorprendió y que a los porteños se les había bajado el copete.
Fuimos con Willy’s hasta un cierto punto del monte,
cuando no pudimos avanzar más por la espesura de la selva, me condujo a pie por
unos senderos estrechos. Caminamos mucho y, aunque todavía no era el mediodía, ya
hacía un calor infernal. No entendía cómo, porque no había ni rastros del sol,
la frondosidad cerrada cubría todo el cielo y la luz llegaba muy débil hasta el
suelo, apenas si se filtraban unos rayitos entre los gigantescos árboles,
enmarañados de ramas y lianas. Por fin, después de atravesar una pequeña laguna
donde nos refrescamos un rato, se hizo un claro y nos chocamos con los
monumentos cubiertos de pastizales altísimos. Alves corrió, como si fuera un
gran telón, unos yuyos de tres o cuatro metros de alto con un machete, para
enseñarme el lugar donde, todos arrumbados pero aún en pie, se encuentran el monumento
en homenaje al Gral. José Eduvigis Díaz y una placa que recuerda a los caídos.
Estuvimos
en silencio un buen rato. Entonces pensé en la posibilidad que tenía de perderme
en algún lugar del planeta donde —y recordé un poema—: “…la alegría se desparrama como el polen…”, llegué a la conclusión de
que era demasiado efímero.
Nos
quedamos en silencio, El hombre que
conoció a la bestia y yo.
Mientras pensaba lo observaba cautelosamente. Había algo en sus ojos rasgados;
en el bigotito oscuro y lampiño; en la forma que tenía de pararse, siempre con las
manos al costado del cuerpo; no sé, era algo atávico que no logro, aún hoy, describir.
No
me animaba a preguntarle qué clase de bestia era la que había conocido. Lo más
llamativo era su cara, lo vi dos veces sin el sombrero de ala ancha que le
oscurecía más de media cara. Tenía una cicatriz profunda
que le atravesaba todo el rostro; era una hendidura sombría que no lograba
ocultar sólo con la barba, demasiado lampiña, y el pelo largo casi hasta los
hombros.
Lo seguí en silencio hasta otro sector. Antes
de llegar atravesamos un claro. Alves echó un vistazo al cielo y dijo que
teníamos que apurarnos porque se venía la tormenta y que si nos encontraba allí
no podríamos salir hasta que no cesara. “Un arca —se me ocurrió decir—,
podríamos construir un arca”. El otro me miró asombrado y sonrió, después se
detuvo y me señaló un lugar.
Caminamos nuevamente en
silencio hasta el sitio que señalaba. Era a unos pocos metros. Los pájaros
interrumpieron el silencio, una bandada de guacamayos de todos los colores
(algunos que yo jamás había visto) y tamaños salió volando a los gritos y El hombre que conoció a la bestia me
dijo por fin:
—Ésta, como todas, es
tierra de leyendas. ¿Ve?, las trincheras le estaban por aquí, dicen que
atravesaban kilómetros de monte y que también habían cavado un foso de más de
cuatro metros de ancho por tres de profundidad. Ahora no hay nada… la selva es
así, borra todas las huellas, se las traga, las acarrea a su vientre terroso y
las convierte en su alimento. La leyenda está en todas partes, la lleva el
viento de un lugar a otro, como el polen.
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