lunes, 25 de julio de 2016

Ciudad del Este

—Se trata de un juicio histórico al principal responsable de la misión. Gómez Herrera tiene que pagar ahora, porque si lo dejamos con vida va a volver —esas fueron las palabras que me dijo Bogado cuando lo encontré y nos sentamos a charlar en un sótano de la ciudad de Puerto Iguazú, en Misiones.

Llegué a Ciudad del Este un viernes por la mañana. Me fui directamente a la redacción del Diario Las nuevas vanguardias. Allí nadie parecía conocer a Ricardo Bogado. Después de insistir un buen rato, se acercó un hombre robusto, con una carpeta debajo del brazo y me dijo que Bogado sólo había hecho unos trabajos para ellos, pero que hacía rato que no cubría nada. Me invitó a tomar asiento en una pequeña oficina, me ofreció un café y me mostró una carpeta que en el lomo decía: “Personal Freelance”. Buscó en la letra “b” y me indicó esas pocas veces que habían registrado trabajos de Bogado para el diario. El documento que me mostraba era una especie de legajo, donde figuraban algunos datos personales de los contratados. Con permiso del robusto que me había recibido amablemente en su despacho, anoté una dirección, que supuestamente era su domicilio, y un número de teléfono.
Salí de la redacción un poco confundido. “¿Cómo había logrado cubrir el Juicio sin una credencial de prensa?”, me pregunté y rápidamente, encontré la respuesta: “Como me consiguió un permiso internacional para portar armas”. Mientras caminaba cavilando estos temas, un hombre me chistó desde la esquina.

—¡Chist, chist!, usted. Sí, usted. Venga, acérquese, tengo información para darle —me decía y también me llamaba con la mano. Yo me acerqué con cierto temor, pero una vez que estuve cerca lo reconocí. Lo había visto adentro, era un tipo raro que me había llamado mucho la atención, estaba sentado detrás de un escritorio, tenía un traje antiguo, de otra época, y unos anteojos gruesos que le ataviaban la cara.

—¿Usted está buscando a Ricardo Bogado, no es cierto? —me preguntó, parecía estar muy nervioso, como si estuviera haciendo algo peligroso. No parecía ser un hombre que se arriesgara demasiado, quizás el espionaje lo asustaba. Noté con asombro y cierta repugnancia que estaba muy sudado, le corrían ríos de sudor por la cara y hasta tenía los cristales de los anteojos empañados.

—Sí, así es. ¿Usted sabe dónde puedo encontrarlo? —le pregunté.

Entonces el tipo raro sacó un papel doblado en cuatro del bolsillo y me lo extendió. Mientras lo desdoblaba, bajé la vista por un segundo y, cuando la alcé nuevamente, el otro había desaparecido como por arte de magia; no le di mayor importancia, a esta altura ya nada podía sorprenderme. Abrí el papel y leí.

“El señor Bogado tuvo que irse con cierta urgencia de Ciudad del Este y me dijo que le pidiera disculpas en su nombre. También dijo que lo puede encontrar en Puerto Iguazú, en la calle Peteribí 234. En la puerta, cuando le pregunten por qué es valioso el Peteribí, usted deberá responder porque ama siempre. No lo olvide…”.

Ya me estaba comenzando a hinchar las pelotas. Para colmo, cuando voy a encender a Willy’s no arranca. Tenía ganas de volverme a Buenos Aires ese mismo día, pero también quería saber cómo terminaría el recorrido que me proponía Ricardo Bogado.
Fui hasta un taller mecánico y me remolcaron el vehículo con una grúa. Hasta el otro día no podría llegar a Misiones, se había cortado la correa de distribución y no tenían el repuesto.

—Se trata de un juicio histórico al principal responsable de la misión. Gómez Herrera tiene que pagar ahora, porque si lo dejamos con vida va a volver. Queremos que usted sea el cronista de esta aventura, que le cuente al mundo nuestra verdad y que difunda las causas del juicio popular por el cual condenaremos al Brigadier a la pena de muerte —ésas, entre otras, fueron las palabras que me diría Bogado cuando por fin lo encontré y nos sentamos a charlar en un sótano de la calle Peteribí.

En Ciudad del Este, mientras buscaba un lugar donde hospedarme, pasé por la dirección, que supuestamente era o había sido su domicilio. En la puerta estaba parado un hombre de unos cincuenta años, flaco como un escarbadientes, con la mirada perdida en un punto fijo de la nada. Me acerqué y le pregunté si allí había vivido Ricardo Bogado.

—¿Usted es el porteño? —me respondió con otra pregunta.

—Sí, soy porteño —le dije, y entonces volvió a preguntarme.

—¿Así que se le averió el Jeep y se lo llevó al Polaco Bielka? Si quiere puede pasar la noche aquí, esto es una pensión —me dijo y me señaló un cartel que decía: “Pensión El Surubí” —. Ricardo ya no está por aquí, se tuvo que ir, lo están buscando. Pero ya se lo explicará todo él cuando lo encuentre. Por cierto, ¿rompió el papelito que le dio Eduard?

—Así es, ya me lo comí, lo deglutí de un bocado —le respondí irónicamente.

Como no tenía ganas de seguir caminando, pasé la noche en El Surubí. Era bastante precario, la única ventilación o luz que entraba en el cuarto provenía de una claraboya diminuta y ni siquiera tenía baño privado. Me contuve de irme porque recordé que, si todo salía bien, partiría mañana a Puerto Iguazú y sería allí la última vez que intentaría encontrar a Ricardo Bogado.
Una vez que me acomodé en el pequeño cuarto, saqué la pistola de rayos gamma y la estuve acariciando un rato, apunté a la pared donde estaba imaginando a un posible enemigo, me tenté de dispararle en varias oportunidades, pero luego desistí. La dejé cerca, en la mesa de luz, por las dudas. Leí una vez más la nota que había escrito Eduard, el tipo raro; memoricé la dirección “Peteribí 234” y la contraseña “Porque ama siempre”, y luego la rompí en mil pedazos, encendí un cigarrillo y, de paso, los quemé en el cenicero. 
Finalmente me quité las zapatillas, las medias y la remera y me acosté.  Dormí plácido y pude descansar bien. Claramente, necesitaba una cama, aunque estuviera toda destartalada como aquella.
Por la mañana, ya cerca del mediodía, fui a ver al Polaco Bielka y retiré a Willy’s, estaba muy limpito y con la correa de distribución nuevita. Verlo así me llenó de alegría: no había rastros de tierra colorada, comida u otros desperdicios en el tapizado y las alfombras, ni insectos estrellados en el parabrisas. Le pagué, me subí, lo encendí y anduvo lo más bien.
Partí hacía mi último destino inmediatamente. Debería cruzar el Puente de la Amistad a Foz do Iguaçu y desde allí cruzar por el viejo puente internacional Tancredo Neves hasta Puerto Iguazú. En los dos puentes, vi nuevamente los carteles con la cara del gigante. Escrito con grandes letras rojas en el afiche se podía leer (en guaraní, en español y en inglés): “Tulio Corundo Ojeda. Terrorista Internacional. Se busca…”, salvo que ahora había un monto de treinta mil dólares de recompensa. Por suerte, esta vez no me confié del azar y tiré el arma y el permiso de portación falso al río Iguazú, antes de cruzar a Brasil. De todas formas, el control fue más riguroso en el segundo puente. Me hicieron miles de preguntas. Nuevamente, cuando me cansé del interrogatorio, recurrí a la credencial de prensa y a unos billetes para poder pasar. Rezongaron pero finalmente me dejaron seguir.
Llegué al atardecer al lugar, pero primero dejé a Willy’s estacionado a dos cuadras, no quería involucrar a mi amigo Lorenzo en esta locura. Luego, caminé hasta Peteribí 234 y toqué el timbre. Del otro lado una voz, que yo conocía pero que no reconocí en ese momento, me preguntó: “¿Por qué es valioso el Peteribí? Y yo le respondí, debo confesar que un poco tentado: “Porque ama siempre”. Toda esa situación me superaba y me daba mucha risa. Hasta aquel día, pensaba que eso pasaba sólo en las películas de espionaje de los años ’70. Pero no, estaba equivocado, me estaba pasando en la vida real. Entonces, la puerta se abrió bruscamente y se asomó la cabeza de Tulio Ojeda, el gigante.

—¿Cómo le va? Pase. Lo estábamos esperando —me dijo, me invitó a pasar y seguirlo. Fuimos hacía el centro de una habitación, abrió una puerta en el suelo y me enseñó   una escalera que descendía a un sótano, mientras bajábamos, agregó—. Perdón por las molestias. Ricardo lo recibirá en unos instantes.

—¿De qué se trata todo esto? Vi su cara en todos los puentes internacionales, ¿sabe que ofrecen treinta mil dólares por usted? —le pregunté sin rodeos.

—Sí, ya lo sabemos, me tuve que exponer para que no cayera Ricardo o los otros compañeros. En un instante parto con rumbo incierto, tal vez vuelva a—dijo pero no completó la frase—. No puedo poner en riesgo a la organización —habló con tranquilidad y cierta resignación. Lo observé detenidamente por un segundo, me parecía verlo todavía más alto que antes. Quizás fue porque tuvo que bajar las escaleras medio agachado, el hueco era muy angosto y bajo.

El sótano era pequeño y estaba oscuro, había una mesa de madera y cinco sillas. Sobre la mesa había varias botellas de bebidas alcohólicas y muchos fierros de todos los calibres. Tulio me invitó a tomar asiento y lo hice. De repente, dijo “Ábrete, Sésamo” y se abrió una puerta en la pared. Por ella entró Ricardo Bogado y otras tres personas.
Todos me saludaron afectuosamente y luego se despidieron de Tulio, que debería ser su nombre porque así estaba escrito en el afiche y también así lo llamaron sus camaradas. Yo también me despedí de él con un abrazo fraternal, aunque era la segunda y última vez que lo vería en toda mi vida. “¡Ánimos!”, le dijo Bogado y le palmeó el hombro. El otro agachó la cabeza y se marchó por la puerta. Cuando la cruzó, Bogado dijo “Ciérrate, Sésamo” y la puerta le obedeció, cerrándose al instante.
Nos sentamos y tomamos unas copas de vino. Ricardo Bogado tomó todo el contenido de su copa de un trago, se dirigió a mí sin vueltas y me dijo, con un tono muy familiar, lo siguiente:
          
—Che, tengo que confesarte que yo vengo del futuro. Viajaré (si es que no lo impedimos antes) en un tiempo no muy lejano, al espacio en la Sojisticus AR-2 junto con las otras dos naves de la INCOC que volverán a Gándara, como escribió el Doctor Gastaldi en Las crónicas de Gándara. La nave argentina y su tripulación, nuevamente estarán al mando del Brigadier Gómez Herrera; pero (porque esta segunda vez se asegurarán de que nada pueda salir mal) a cargo de la misión militar se encontrará el General Supremo del Comando Espacial Sur de la INCOC, General Edmond Carter, y la parte científica será comandada por el Dr. Brandon Smith, el científico norteamericano que remplazó al Dr. Gastaldi en la VSVE —no lo podía creer, eran casi las mismas palabras que me había dicho su espectro en el sueño—. Se trata de un juicio histórico al principal responsable de la misión malograda a Taurus-Marte 1. Gómez Herrera tiene que pagar ahora, porque si lo dejamos con vida va a volver a Gándara y eso será nefasto. Queremos que vos seas el cronista de esta aventura, que le cuentes al mundo entero nuestra verdad y que difundas las causas del juicio popular por el cual condenaremos al Brigadier a la pena de muerte.

—No sé, todo esto es un poco confuso para mí. ¿Usted me dice que vino del futuro y yo debo creerle? —lo desafié.

—¿No te di demasiadas pruebas todavía? —me respondió, inquieto y un poco molesto, con una pregunta.

Entonces sucedió algo que hasta el día de hoy no puedo explicar con exactitud, se sacó la piel de la cara y del cuerpo —bah, en realidad, creo que era una especie de disfraz hiperrealista—, se acercó a la única luz que había en el sótano y me mostró su verdadero rostro: los ojos, de tan grandes, le saltaban de las órbitas. Había algo en esos ojos sin iris, en las pequeñas pupilas, en sus gigantescos globos oculares, algo atávico, perdido en el tiempo pasado, presente y futuro. No había dudas, era Crisóstomo. Yo me quedé con la boca abierta, no sabía qué hacer o decir.

—¿Y, qué me decís ahora? —me dijo sonriendo irónicamente y continuó refiriendo los detalles de la misión—. El plan es el siguiente: Herrera va a estar en Buenos Aires la semana próxima. Viene a consultar a nuestro amigo, el Dr. Raimundo Friendrich —dijo y señaló a uno de los hombres que estaban sentados—, la mano derecha del Dr. Gastaldi en la VSVE, acerca de la libreta que encontró en la nave. Herrera trajo, además de la libretita, una muestra de sangre, y no el cerebro del Dr. Carlos Gastaldi como se dijo por ahí, y se los entregó a los soldados de la INCOC cuando fueron rescatados en el río Paraná. Clonaron a Gastaldi  en un laboratorio de Arkansas porque pretendían que el clon pudiera descifrar unas anotaciones que hizo el original, vitales para saber la ubicación exacta del exoplaneta conocido como Gándara o Nueva Argentina y otros datos de suma importancia para comenzar una nueva misión. Se dice que la INCOC ha desarrollado una novedosa técnica de clonación para lograrlo. En verdad, ya han clonado al Dr. en cinco oportunidades, pero no han obtenido los resultados deseados. El clon nunca es Gastaldi, es otro sujeto, aunque genéticamente sean idénticos —todos asentimos con la cabeza y Bogado, o Crisóstomo, aprovechó para tomarse otra copa.

—Así es —dijo entonces Raimundo Friendrich—. Yo trabajé con Gastaldi, hasta que cambió la cosa y me despidieron. Pero ahora vienen a pedirme ayuda para descifrar las anotaciones de mi maestro y amigo, ni loco se las doy. Herrera me citó en diez días en el viejo edificio de la CONAE…

—La idea es secuestrarlo en la puerta, recuperar, si es que la lleva consigo, la libreta y luego enumerarle los cargos y ajusticiarlo —volvió a tomar la palabra Bogado o Crisóstomo, a esa altura ya no sabía cómo llamarlo—. Entonces te esperamos en diez días, a las quince horas, en la puerta del edificio que perteneció, en otros tiempos, a la CONAE. Podés llevar un grabador y una cámara, si te parece bien. No te propongo que vengas con nosotros porque la idea es que vos estés lo más limpio posible, para que después puedas difundir la historia. Si vas con nosotros, vas a ser sospechoso; en cambio así, podés decir que te llegó una citación anónima y fuiste hasta el lugar porque no te querías perder la primicia. ¿Qué hiciste con la pistola de rayos gamma y el permiso de portación que te envié? —me preguntó.

—Los tiré al río Iguazú del lado paraguayo, era peligroso cruzar las dos fronteras con un arma y un permiso falso, ¿no le parece? —le contesté—. Por lo demás, cuenten conmigo, estaré allí en diez días para tomar registro de todo. Eso sí, unos días antes envíeme un mensaje anónimo para sostener su coartada.

—Me parece bien lo del arma, tenés razón, es peligroso llevarla encima, pero también lo es no llevarla. Podés agarrar una de estas. Elegite una, ¿cuál te gusta más? —me dijo insistentemente.

—No, gracias. Prefiero andar desarmado.

—Como quieras. Bueno, muchas gracias por aceptar este trabajo tan peligroso. Dos días antes Eduard te redactará un anónimo con el lugar y la hora exacta del secuestro. Recibirás una importante suma de dinero cuando esto termine.

—Está bien, pero no lo hago sólo por dinero, también me interesa saber la verdad.

Nos despedimos calurosamente con el deseo de volvernos a encontrar. Nunca supe quiénes eran los otros dos que estaban en el sótano y tampoco me interesó saberlo. Estaba muy oscuro y no podía verles las caras, aunque sus voces me eran, por momentos, muy familiares. Ellos volvieron a salir por la puerta mágica y yo subí por las escaleras.
Afuera, el aire estaba enrarecido, había una niebla espesa que lo cubría todo, la noche estaba bien cerrada y el frío, aunque parezca mentira por la zona y su clima, se hacía sentir. Caminé por las calles desoladas el tramo que me separaba del Jeep. Cuando llegué hasta el lugar donde lo había dejado estacionado, me subí inmediatamente, sin perder tiempo. Por un instante temí que me sucediera algo malo, pero todo estuvo demasiado tranquilo. Conduje enajenado, a gran velocidad y casi sin detenerme, hasta Buenos Aires.                          

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