Entre
los papeles que encontré en el sobre, se hallaban algunas copias de varios
folios del Expediente Nº 23.463/5. La verdad que no hallé en ellas nada
especial. Eran fojas que yo ya había leído, salvo por unas pocas que mencionaban
—además de lo que le había dicho el Teniente Correa acerca de la muerte de su
hermano al Brigadier Gómez Herrera— algunas acciones desarrolladas por la INCOC
en la región del Cono Sur.
Tenía,
definitivamente, que viajar a la zona en cuestión. De paso me daría una vuelta
por la base de la IIª Brigada Aérea de Paraná, luego cruzaría por Corrientes hasta
Curupaytí para visitar el escenario de la fatídica batalla, y finalmente
llegaría a Ciudad del Este, donde podría rastrear a Bogado y pedirle algunas
explicaciones sobre el material que contenía el sobre.
Un
domingo a la tarde tomé valor y me fui a verlo a Lorenzo. Me levanté, con
cierta dificultad, desayuné algo a las apuradas y salí para su casa.
—¿Cómo
andás? Hace mucho que no nos vemos —le dije a mi amigo cuando me abrió la
puerta con cara de asombro. Hacía como un año y medio que no nos veíamos. A
veces hablábamos por teléfono, generalmente, para algún cumpleaños o festejo.
La última vez que me había llamado había sido para el día del amigo y yo estaba
tan ocupado con lo del Juicio que no le di mucha pelota, conociéndolo a Lorenzo
sabía que, seguramente, estaba ofendido.
—Bien,
¿y vos? Vení, pasá o querés que vayamos a tomar algo a un bar. Hay uno muy
bueno acá a dos cuadra, ¿vamos? Porque con Clara y los chicos en casa no se
puede hablar tranquilos —me dijo y yo le dije que sí, que era mejor ir a un
bar.
—¡Dale!
Salir a caminar un rato y tomar un poco de aire nos va a hacer bien. Así nos
ponemos al día, nos distendemos y nos tomamos unos drinks.
Estaba
decidido a pedirle un gran favor y pensé que sería mejor si lo hacíamos en
compañía de unos tragos. Caminamos un rato recordando personas y viejas
historias, era lo que hacíamos cada vez que nos veíamos. Cuando llegamos, nos
sentamos y pedimos una cerveza, Lorenzo me volvió a preguntar cómo estaba;
seguramente ya se había imaginado que le iba a pedir algo importante.
—¡Estoy
bien! Vine a verte porque necesito un favor —le dije sin rodeos, y ahí nomás le
pregunté— ¿Todavía tenés el Jeep que
era de tu tío? Porque necesito un vehículo para ir hasta Ciudad del Este a
seguir una pista, y creo que el tuyo es especial para realizarlo…
—¿En
qué andás metido ahora que tenés que ir hasta Paraguay en mi Jeep?
—¡No,
nada raro, eh! Estoy escribiendo un libro sobre el Juicio a los tripulantes de
la Sojisticus, ¿te acordás que te
conté que lo estaba siguiendo para una revista? Ahora pienso continuar
investigando, para que se pueda esclarecer el caso de la desaparición de
Gastaldi. ¿No te parece que es confuso lo que contaron los astronautas?
—¿Y
qué tiene que ver Ciudad del Este en todo esto? —me interrumpió Lorenzo de
pronto—, porque, que yo sepa, todo sucedió en el Paraná a la altura de Rosario
y después en Entre Ríos, donde los tuvieron encerrados durante unos cuantos
días para que se recuperaran. Para mí que también los adoctrinaron, para
asegurarse de que dirían lo que tenían que decir. Nadie pudo haberse tragado
las pavadas que contaron, ¿no te parece?
Lorenzo
había heredado hacía unos años un Willys CJ-3B, una verdadera reliquia del siglo XX. Un vehículo
todoterreno como ya no se hacen más. Él lo había adaptado para que funcionara con
biocombustible y con cuatro baterías nucleares concentradas (esas nuevas, que
son del tamaño de una pila y almacenan unos cuantos kilowatts como para mover
un avión pequeño o un helicóptero), pero —salvo la
vez que se fue a recorrer la Patagonia—, nunca lo
sacaba del garaje porque era difícil andar por la ciudad con semejante máquina.
Entonces le conté todo: el itinerario de mi
viaje; mi intención de pasar por la base de Paraná para ver dónde estuvieron
alojados Herrera y Correa después del rescate; la intrigante historia de Ricardo
Bogado (que iría a rastrearlo en la redacción del Diario Las nuevas vanguardias), el
gigante y el sobre; las fotos de los insólitos detalles de la obra de Cándido
López; las fojas del Expediente Nº 23.463/5
que mencionaban algunas operaciones secretas de la INCOC; las
palabras de Herrera sobre el hermano del Teniente Correa: “Héctor perdió la vida en una extraña misión
que se desarrolló en la Triple Frontera…”. Hasta le recité, a continuación
y de memoria, el verso de la Ilíada que decía: “…ojeó
las hileras y vio en seguida al Atrida, que despojaba de la armadura a Euforbo,
y a éste tendido en el suelo y vertiendo sangre por la herida…” y que yo había recordado cuando vi las
fotografías y reconocí en la primera de ellas al Crisóstomo que despojaba de
sus armas a un soldado argentino, que vertía su sangre caído en el suelo.
Y, además, que el epitafio en la tumba del hermano de Correa rezaba: “Frente a la
agresión enemiga, el soldado Héctor Correa defendió los estandartes de la
democracia y la libertad”. Por último, hablé sin parar de lo que
era un Aleph; de Mansilla, su Excursión a
los indios ranqueles y de la batalla de Curupaytí; del manco Paz y de otros
mancos de la oscura historia-política de
la Argentina.
Lorenzo me miraba
atónito. “Estás obsesionado con todo esto”, me dijo después y luego agregó,
abriendo grande los ojos y haciendo una mueca rara con la boca: “¿Estás yendo
al psicólogo, o ya lo dejaste?”. Nos reímos un rato. Cuando quiere es muy
divertido Lorenzo.
—¿Te acordás del manco piadoso
que rezaba en la campaña? Era el Luke
Skywalker bonaerense —agregó después irónicamente—. Hay muchos que
cambiaron de mano con el paso del tiempo y otros, como éste, perdieron la mano
de verdad. Eso sí, a ninguno le sucedió por meterla en la lata…
—Yo pensé lo mismo,
¡mirá si nos conoceremos, eh! —le dije alegre y volví a preguntarle por el Jeep—. ¿Entonces, me vas a prestar a Willy’s? —así llamaba, cariñosamente,
Lorenzo, a su vehículo. Sabía que no sería fácil que me lo prestara. Su cara,
mientras le preguntaba, me lo decía. Cuando mencionaba a Willy’s, abandonaba el humor y se ponía serio.
—Dejame que lo piense
unos días, dale. Sabés lo que significa Willy’s para mí.
Entonces comprendí, le
dije que lo entendía y que esperaría su respuesta sin ponerme ansioso. Él me lo
agradeció con júbilo.
Para distendernos y
cambiar de tema —por otro que también me interesaba—, aproveché para hablarle
de Samanta. Le conté que la había visto hacía unos días en el Museo y que
estaba muy linda. Le hablé sobre el culito contoneándose por los pasillos, y
que cuando me despidió en la sala y se marchó, no pude dejar de mirárselo; era
fantástico, redondito como una manzana.
—¡Che, no me acordaba de
que tu primita estuviera tan fuerte!
—Lo que pasa, ¿viste?,
es que desde que se separó del marido hace un año, se puso más linda que nunca,
empezó a salir de nuevo con las amigas, se operó las tetas y se tuneó un poco. ¿Y por qué no le
preguntaste a ella por las fotos de la pintura?, mirá que ella es una experta
en esas cosas de arte argentino —me dijo Lorenzo y yo no pude evitar sentirme
un poco boludo.
—Sí, lo sé, pero me avivé después, cuando
recordé cómo la había conocido, y no me animé a llamarla de nuevo para
molestarla —le contesté con cierta vergüenza.
—Si querés un día de
estos hacemos un asado en casa y la invito a Samanta. Cenamos de a cuatro, como
en los viejos tiempos.
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