martes, 2 de agosto de 2016

De vuelta

Una vez en casa reaccioné, parecía que había estado viviendo una pesadilla, una larga y extraña pesadilla que llegaba a su fin. Fue ahí cuando me avivé de que no le había preguntado nada a Bogado o Crisóstomo, todas las dudas que me habían desvelado el último tiempo se habían evaporado en el sótano oscuro y me quedé sin palabras. Acepté dócilmente las explicaciones de aquel hombre extraño sin chistar.
Al día siguiente pasé por un lavadero de autos para darle otro baño a Willy’s. Después fui a ver a Lorenzo para devolvérselo y contarle mi travesía por el litoral. Lo encontré en su casa, baldeando la vereda, y se puso muy contento cuando me vio, mejor dicho cuando comprobó que el Jeep estaba en buen estado.

—¿Y, cómo te fue? —me preguntó sin dejar de mirar el vehículo, buscaba rayones o abolladuras en la chapa.

—Bien, todo bien. No vas a poder creer todo lo que me pasó —tenía una necesidad imperiosa por contarle a alguien lo que me había pasado.

Entonces le conté todo con lujo de detalles. Él me miraba atónito, creo que no me creyó lo del sueño y tampoco lo de la piel de Ricardo Bogado. En verdad, creo que no me creyó nada, porque me instó a tomarme unas vacaciones y me volvió a decir, como en la vez anterior, “Estás obsesionado con todo esto” y luego agregó, abriendo grande los ojos y haciendo una mueca rara con la boca:

—¿Estás yendo al psicólogo, o ya lo dejaste?, ¿hablás de esto con él? —me preguntó insistente y preocupado, pero sin dejar de reírse—. Mirá que ya arreglé una cena con Samanta, no me hagas quedar mal con mi primita. No le vas a comer el coco con todas tus fantasías fantásticas. Clara la estuvo pinchando el otro día, cuando se quedaron solas en la cocina, y le parece que tiene onda con vos. Cuando le preguntó qué le parecías, se enrojeció y dijo que le caes bien. Ahora tuvo que viajar por trabajo a México, pero cuando vuelva en quince días nos juntamos a cenar, quizás te comés un lindo postrecito y te convertís en El tipo que entabló una relación con la bestia Samanta —dijo para reírse de mi historia.

Nos despedimos afectuosamente como siempre. Lorenzo me recomendó no asistir al encuentro en la puerta de la ex CONAE. “Rompé el anónimo en cuanto te llegue y si intentan comunicarse con vos por otro medio, hacete el boludo. No parece serio todo esto que me contás; haceme caso, no te metas en quilombos”.
A pesar de las advertencias de mi amigo y de las dudas que me asaltaban, a la semana recibí el mensaje del encuentro con alegría y ansiedad. El lunes a la medianoche, me tocaron el timbre y pasaron un papel doblado por debajo de mi puerta; cuando abrí ya no había nadie, sólo pude ver una sombra que se perdía doblando la esquina. El mensaje decía:  

“El día miércoles a las quince horas lo esperamos en Avenida Paseo Colón 751. Tenemos información de suma importancia para ofrecerle sobre el caso Gastaldi. No nos falle. Los Infuriating”.

Me llamó la atención que no fuera anónimo, sino que estaba firmado por los Infuriating, como dice Gastaldi en Las Crónicas de Gándara que los llamaban los gringos de la INCOC a los rebeldes sublevados.
El día indicado madrugué. Me levanté tempranísimo, estuve toda la noche dando vueltas en la cama y a las cinco decidí levantarme. Puse la pava, me preparé unos mates y repasé todo el material que había reunido del caso, incluyendo mis observaciones del viaje a la zona del litoral, que ya había pasado prolijamente en un cuaderno.
Una hora antes, luego de almorzar, salí de mi casa rumbo al bajo. Tomé por Independencia, iba a caminar hasta Paseo Colón. Dos cuadras antes de llegar —faltaban sólo cinco minutos para que se cumpliera la hora señalada—, noté algo extraño, había mucho movimiento de fuerzas de seguridad, un despliegue inaudito: un cordón policial me impidió continuar, habían vallado todo el perímetro.
Intenté ingresar a la zona de la recova, pero fue inútil, a los pocos minutos comenzaron los disparos; los helicópteros zumbaban por el aire cruzando el cielo a toda velocidad, había francotiradores apostados en todas las ventanas de los edificios y hasta dos tanquetas estacionadas en medio de la Avenida Independencia. La balacera se extendió más de media hora, las ráfagas de ametralladoras y las detonaciones cubrieron el área de humo y el olor a pólvora pululaba en el aire irrespirable.     
El secuestro fracasó —supuestamente habrían sido vendidos por una fuente que nunca se reveló—, los habían emboscado. A la hora, el lugar estaba llenó de ambulancias, bomberos y Medios periodísticos. Los médicos forenses de la policía retiraron los cadáveres del lugar del hecho, aparentemente uno de los secuestradores había escapado.
Ese mismo día, en la tirada vespertina de un diario porteño se podía leer el siguiente titular:

Vuelven los guerrilleros. Un comando revolucionario intentó, hoy por la tarde en pleno centro porteño, secuestrar a un alto funcionario del Gobierno Nacional. Los cuatro terroristas, con el rostro completamente encapuchado, fueron emboscados por la policía local, con ayuda de los servicios de inteligencia de la INCOC. Tres de ellos resultaron muertos. El cuarto todavía se encuentra prófugo”.

A los dos días se dieron a conocer los nombres de los terroristas muertos en el enfrentamiento: Pedro Ramón Alves, paraguayo de 45 años de edad; Felipe Fierro, argentino de 55 años y Raimundo Friendrich, argentino de 35. Como lo imaginaba, Ricardo Bogado había logrado escapar. Nunca se mencionó que “el alto funcionario del Gobierno Nacional” era el Brigadier Gómez Herrera y mucho menos las causas de su secuestro fallido. Tampoco se dijo que Friendrich era científico y que había trabajado en la VSVE con Gastaldi. En menos de una semana nadie se acordaba del episodio.

Unos meses después, en un neuropsiquiátrico de Zona Sur logré entrevistar a Horacio Núñez, uno de los policías que había participado del operativo. Había perdido una mano en la contienda y se lo notaba muy asustado, se sobresaltaba con el menor ruido. 

—Lo que vi allí no puedo explicarlo con exactitud, ya no sé qué fue real de toda aquella locura. Los médicos dicen que ya se me va a pasar, que es cuestión de tiempo —dijo por fin. Por momentos tenía que pedirle que hablara más fuerte, su voz era débil, parecía que hablaba bajito para que no lo escucharan—. Además, mis superiores me prohibieron que hablara con nadie sobre el tema. Hay secreto de sumario, usted sabe…

—Perdón, no quiero robarle mucho tiempo, tampoco es mi intención que usted me cuente algo que no pueda o no quiera contarme. Sólo quiero información porque yo he perdido a un amigo de la Fuerza en aquel tiroteo y nunca hemos tenido una explicación sobre lo sucedido. Sabré entenderlo, cuando usted sienta que es suficiente, me retiraré y no volveré a molestarlo nunca más —le mentí a Núñez para tranquilizarlo.

—Está bien, se lo voy a contar rápido y con la menor cantidad de detalles posibles, espero que le sirva para esclarecer la muerte de su amigo —dijo luego de muchos rodeos. Me costó lograr que hablara, pero finalmente lo hizo—. En pleno operativo notamos que uno de los subversivos se comportaba extraño. En un determinado momento dejó de cubrirse con las columnas de la recova, se quitó una especie de máscara de goma y, erguido como un héroe, comenzó a lanzar un rayo amarillo de sus ojos. Todo lo que era alcanzado por aquella radiación se desintegraba en el acto, incluidos el hombre que intentaban secuestrar, un helicóptero y como diez policías. La escopeta recortada de uno de ellos se disparó cuando cayó en el suelo (ya sin la mano que la sostenía) y me voló parte del brazo. Luego, con dificultad porque me estaba desangrando, vi que el tipo extraño comprobó que sus compañeros yacían muertos en el suelo y desapareció sin dejar rastros…

Salí extrañado del lugar. Según este hombre, Gómez Herrera había muerto en la reyerta. Ni el Gobierno ni los Medios hablaron de su muerte, tampoco de los diez policías desintegrados y mucho menos de los rayos amarillos que lanzó Crisóstomo de sus ojos. Después, más tranquilo, cuando repasé la historia, sentí una especie de alivio: la muerte de Herrera complicaba el regreso de la INCOC a Gándara.


Nunca, aunque en más de una oportunidad se me cruzó por la cabeza, intenté contactar al Teniente Correa. Sospecho que él sabía que Bogado era Crisóstomo y que también estaba al tanto del secuestro del Brigadier. Pero, como muchas otras cosas que creía saber y luego me di cuenta de que estaba equivocado, no puedo decir a ciencia cierta que fuera así.    
Esperé un tiempo, bastante. No sé por qué tenía una vaga corazonada de que Tulio Ojeda o Ricardo Bogado intentarían hacer contacto conmigo. Hasta hoy no he tenido novedades.

Tal vez fui demasiado lejos en mis cavilaciones. Todo me parecía una pista, una pieza de un rompecabezas inabarcable que me propuse armar. Mi libro nunca vio la luz, casi lo he abandonado; sólo tengo muchos cuadernos y carpetas azules, de esas con folios para organizar las hojas. Todavía sigo sin poder escribir una sola hipótesis firme y algunas conclusiones sobre el caso.                     

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