Una vez en casa
reaccioné, parecía que había estado viviendo una pesadilla, una larga y extraña
pesadilla que llegaba a su fin. Fue ahí cuando me avivé de que no le había
preguntado nada a Bogado o Crisóstomo, todas las dudas que me habían desvelado
el último tiempo se habían evaporado en el sótano oscuro y me quedé sin
palabras. Acepté dócilmente las explicaciones de aquel hombre extraño sin
chistar.
Al día siguiente pasé
por un lavadero de autos para darle otro baño a Willy’s. Después fui a ver a Lorenzo para devolvérselo y contarle
mi travesía por el litoral. Lo encontré en su casa, baldeando la vereda, y se
puso muy contento cuando me vio, mejor dicho cuando comprobó que el Jeep estaba en buen estado.
—¿Y, cómo te fue? —me
preguntó sin dejar de mirar el vehículo, buscaba rayones o abolladuras en la
chapa.
—Bien, todo bien. No
vas a poder creer todo lo que me pasó —tenía una necesidad imperiosa por
contarle a alguien lo que me había pasado.
Entonces le conté todo
con lujo de detalles. Él me miraba atónito, creo que no me creyó lo del sueño y
tampoco lo de la piel de Ricardo Bogado. En verdad, creo que no me creyó nada,
porque me instó a tomarme unas vacaciones y me volvió a decir, como en la vez
anterior, “Estás obsesionado con todo esto” y luego agregó, abriendo grande los
ojos y haciendo una mueca rara con la boca:
—¿Estás yendo al
psicólogo, o ya lo dejaste?, ¿hablás de esto con él? —me preguntó insistente y
preocupado, pero sin dejar de reírse—. Mirá que ya arreglé una cena con
Samanta, no me hagas quedar mal con mi primita. No le vas a comer el coco con
todas tus fantasías fantásticas. Clara la estuvo pinchando el otro día, cuando
se quedaron solas en la cocina, y le parece que tiene onda con vos. Cuando le
preguntó qué le parecías, se enrojeció y dijo que le caes bien. Ahora tuvo que
viajar por trabajo a México, pero cuando vuelva en quince días nos juntamos a cenar,
quizás te comés un lindo postrecito y te convertís en El tipo que entabló una relación con la bestia Samanta —dijo para
reírse de mi historia.
Nos despedimos
afectuosamente como siempre. Lorenzo me recomendó no asistir al encuentro en la
puerta de la ex CONAE. “Rompé el anónimo en cuanto te llegue y si intentan
comunicarse con vos por otro medio, hacete el boludo. No parece serio todo esto
que me contás; haceme caso, no te metas en quilombos”.
A pesar de las
advertencias de mi amigo y de las dudas que me asaltaban, a la semana recibí el
mensaje del encuentro con alegría y ansiedad. El lunes a la medianoche, me
tocaron el timbre y pasaron un papel doblado por debajo de mi puerta; cuando
abrí ya no había nadie, sólo pude ver una sombra que se perdía doblando la
esquina. El mensaje decía:
“El
día miércoles a las quince horas lo esperamos en Avenida Paseo Colón 751.
Tenemos información de suma importancia para ofrecerle sobre el caso Gastaldi.
No nos falle. Los
Infuriating”.
Me llamó la atención
que no fuera anónimo, sino que estaba firmado por los Infuriating, como dice Gastaldi en Las Crónicas de Gándara que los llamaban los gringos de la INCOC a
los rebeldes sublevados.
El día indicado
madrugué. Me levanté tempranísimo, estuve toda la noche dando vueltas en la
cama y a las cinco decidí levantarme. Puse la pava, me preparé unos mates y
repasé todo el material que había reunido del caso, incluyendo mis
observaciones del viaje a la zona del litoral, que ya había pasado prolijamente
en un cuaderno.
Una hora antes, luego
de almorzar, salí de mi casa rumbo al bajo. Tomé por Independencia, iba a
caminar hasta Paseo Colón. Dos cuadras antes de llegar —faltaban sólo cinco
minutos para que se cumpliera la hora señalada—, noté algo extraño, había mucho
movimiento de fuerzas de seguridad, un despliegue inaudito: un cordón policial
me impidió continuar, habían vallado todo el perímetro.
Intenté ingresar a la
zona de la recova, pero fue inútil, a los pocos minutos comenzaron los disparos;
los helicópteros zumbaban por el aire cruzando el cielo a toda velocidad, había
francotiradores apostados en todas las ventanas de los edificios y hasta dos
tanquetas estacionadas en medio de la Avenida Independencia. La balacera se
extendió más de media hora, las ráfagas de ametralladoras y las detonaciones
cubrieron el área de humo y el olor a pólvora pululaba en el aire irrespirable.
El secuestro fracasó —supuestamente
habrían sido vendidos por una fuente que nunca se reveló—, los habían
emboscado. A la hora, el lugar estaba llenó de ambulancias, bomberos y Medios
periodísticos. Los médicos forenses de la policía retiraron los cadáveres del
lugar del hecho, aparentemente uno de los secuestradores había escapado.
Ese mismo día, en la
tirada vespertina de un diario porteño se podía leer el siguiente titular:
“Vuelven los guerrilleros. Un comando
revolucionario intentó, hoy por la tarde en pleno centro porteño, secuestrar a
un alto funcionario del Gobierno Nacional. Los cuatro terroristas, con el
rostro completamente encapuchado, fueron emboscados por la policía local, con
ayuda de los servicios de inteligencia de la INCOC. Tres de ellos resultaron
muertos. El cuarto todavía se encuentra prófugo”.
A los dos días se
dieron a conocer los nombres de los terroristas muertos en el enfrentamiento: Pedro
Ramón Alves, paraguayo de 45 años de edad; Felipe Fierro, argentino de 55 años
y Raimundo Friendrich, argentino de 35. Como lo imaginaba, Ricardo Bogado había
logrado escapar. Nunca se mencionó que “el alto funcionario del Gobierno
Nacional” era el Brigadier Gómez Herrera y mucho menos las causas de su
secuestro fallido. Tampoco se dijo que Friendrich era científico y que había
trabajado en la VSVE con Gastaldi. En
menos de una semana nadie se acordaba del episodio.
Unos meses después, en
un neuropsiquiátrico de Zona Sur logré entrevistar a Horacio Núñez, uno de los
policías que había participado del operativo. Había perdido una mano en la
contienda y se lo notaba muy asustado, se sobresaltaba con el menor ruido.
—Lo que vi allí no
puedo explicarlo con exactitud, ya no sé qué fue real de toda aquella locura.
Los médicos dicen que ya se me va a pasar, que es cuestión de tiempo —dijo por
fin. Por momentos tenía que pedirle que hablara más fuerte, su voz era débil,
parecía que hablaba bajito para que no lo escucharan—. Además, mis superiores
me prohibieron que hablara con nadie sobre el tema. Hay secreto de sumario,
usted sabe…
—Perdón, no quiero
robarle mucho tiempo, tampoco es mi intención que usted me cuente algo que no
pueda o no quiera contarme. Sólo quiero información porque yo he perdido a un
amigo de la Fuerza en aquel tiroteo y nunca hemos tenido una explicación sobre
lo sucedido. Sabré entenderlo, cuando usted sienta que es suficiente, me
retiraré y no volveré a molestarlo nunca más —le mentí a Núñez para
tranquilizarlo.
—Está bien, se lo voy a
contar rápido y con la menor cantidad de detalles posibles, espero que le sirva
para esclarecer la muerte de su amigo —dijo luego de muchos rodeos. Me costó
lograr que hablara, pero finalmente lo hizo—. En pleno operativo notamos que uno
de los subversivos se comportaba extraño. En un determinado momento dejó de
cubrirse con las columnas de la recova, se quitó una especie de máscara de goma
y, erguido como un héroe, comenzó a lanzar
un rayo amarillo de sus ojos. Todo lo que era alcanzado por aquella radiación se
desintegraba en el acto, incluidos el hombre que intentaban secuestrar, un
helicóptero y como diez policías. La escopeta recortada de uno de ellos se
disparó cuando cayó en el suelo (ya sin la mano que la sostenía) y me voló
parte del brazo. Luego, con dificultad porque me estaba desangrando, vi que el
tipo extraño comprobó que sus compañeros yacían muertos en el suelo y
desapareció sin dejar rastros…
Salí
extrañado del lugar. Según este hombre, Gómez Herrera había muerto en la reyerta.
Ni el Gobierno ni los Medios hablaron de su muerte, tampoco de los diez
policías desintegrados y mucho menos de los rayos amarillos que lanzó Crisóstomo
de sus ojos. Después, más tranquilo, cuando repasé la historia, sentí una
especie de alivio: la muerte de Herrera complicaba el regreso de la INCOC a Gándara.
Nunca,
aunque en más de una oportunidad se me cruzó por la cabeza, intenté contactar al
Teniente Correa. Sospecho que él sabía que Bogado era Crisóstomo y que también estaba
al tanto del secuestro del Brigadier. Pero, como muchas otras cosas que creía
saber y luego me di cuenta de que estaba equivocado,
no puedo decir a
ciencia cierta que fuera así.
Esperé
un tiempo, bastante. No sé por qué tenía una vaga corazonada de que Tulio Ojeda
o Ricardo Bogado intentarían hacer contacto conmigo. Hasta hoy no he tenido
novedades.
Tal vez fui demasiado
lejos en mis cavilaciones. Todo me parecía una pista, una pieza de un
rompecabezas inabarcable que me propuse armar. Mi libro nunca vio la luz, casi lo he abandonado; sólo
tengo muchos cuadernos y carpetas azules, de esas con folios para organizar las
hojas. Todavía
sigo sin poder escribir una sola hipótesis firme y algunas conclusiones sobre
el caso.
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