El interrogatorio de
Correa se extendió más de lo estipulado, en total fueron tres jornadas
completas. Luego fue el turno del Brigadier
Álvaro Gómez Herrera. Llegó al recinto a las 8:45, para comenzar su
interrogatorio a las 9:00. El Brigadier vestía su mejor uniforme, tenía unas
alas en las solapas, además de muchas estrellas y medallas. Se acercó
ceremonioso al estrado y extendió su mano. El Secretario del Comité le acercó
la Constitución Nacional para que jurara decir la verdad.
—¿No me ofrecerán, también,
como a todo buen cristiano, la Santa Biblia para jurar? —Herrera se dirigió desafiante
al Presidente—. Sepan que, en última instancia, sólo el Señor juzgará mis
actos.
—Brigadier,
haga el favor de permanecer en silencio, hasta que este Tribunal le indique lo
contrario —le contestó rápidamente el Presidente—. Esto no se trata de una
cuestión de fe, este tribunal pertenece al Estado Nacional Argentino que, desde
sus inicios, es laico. Brigadier,
esto se trata de la Verdad. Es su compromiso responder con ella, ya sea desde
su fe, desde su deber como militar o ciudadano, o desde la perspectiva que su
espíritu le dicte. A partir de ahora está, usted, bajo juramento.
Estaba claro que el comité había aprendido
de la experiencia con Correa, y está vez tomaría la iniciativa, aunque,
también, todos sabían que Herrera no hablaría tanto y que la presencia de la
familia de Gastaldi con sus abogados —después del primer testimonio— complicaba
aún más las cosas.
Finalmente, Herrera comprendió, hizo
silenció y se sentó en la butaca que le estaba destinada.
—Brigadier,
las pruebas de cómo se originó el conflicto fueron chequeadas. Contrastamos el
registro de las cámaras de seguridad con el testimonio del Teniente Feliciano
Correa y son coherentes; si usted tiene algo más para agregar al respecto, lo
invitamos a que lo haga; si no, le pedimos que comience su relato a partir de
que la nave comenzó a fallar —sostuvo por primera vez el Vicepresidente del
Comité.
—Parece ser lo único
coherente en el testimonio del Teniente —dijo sonriente el Brigadier
Herrera—. Quiero que se deje constancias en las actas de este honorable Tribunal
que las Fuerzas Armadas advirtieron, en su momento, el riesgo de llevar
personal civil en una misión de esta envergadura. Todos sabían que Gastaldi era
un inepto… —los gritos se apoderaron de la sala. El Presidente se tuvo que
parar para pedir silencio a los gritos—. Está bien —agregó, finalmente,
Herrera—. Daré mi testimonio, pero, al igual que mi subalterno, pediré por
parte de este Excelentísimo Tribunal, el permiso para no ser interrumpido.
Señores, al final contestaré todas sus preguntas y las de todos aquellos
argentinos que quieran preguntarle a este patriota acerca de sus acciones en
cumplimiento del deber.
Un léxico añejo componía sus palabras.
Todos lo observábamos atónitos, era capaz de decir cualquier cosa, cualquier
barbaridad con total impunidad. Lo de Correa había sido confuso, pero lo de
Herrera era completamente inverosímil, por lo anacrónico de su discurso.
—Gastaldi no se murió…
desapareció…
—Brigadier,
recuerde que está bajo juramento, tenga cuidado con lo que va a decirnos…
—… Señor Presidente,
creo estar utilizando un registro correcto, acorde con este Tribunal. Sí, ha
escuchado bien: “desapareció”.
—Tiene razón, nadie le
señalará la forma en que debe usted hablar, pero no hace falta que engorde su
retórica con ironías y sarcasmos. Le solicitamos que cuente lo que vio y que
mida el léxico sensible que está utilizando.
El recinto se convirtió en una clase de
lingüística, donde el bien decir y los buenos modales para hacerlo comenzaron a
incomodar a muchos de los presentes. La esposa de Gastaldi se desmayó y
tuvieron que entrar unos paramédicos a intentar reanimarla, tenían un
resucitador con un pequeño equipo electrógeno. Recuerdo que le dije a un colega
que estaba a mi lado, “Espero que no tengan que utilizarlo”. Finalmente, no fue
necesario, le aplicaron una inyección y se la llevaron en una camilla;
“necesita descansar”, dijo, a los pocos minutos, el vocero presidencial a los
periodistas que cubrían el área externa del recinto, y el Presidente del
Tribunal, nos leyó un parte médico antes de retomar la declaración de Gómez
Herrera.
—Correa ya dijo, con su
rústica lengua, lo que sucedió, instantáneamente, después del desperfecto
técnico. Entramos en una dimensión paralela, un no lugar, un no tiempo, un Aleph
como el que describió el poeta nacional: “…el lugar donde están todos los
lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos…”, en este caso, en lugar de
orbe, yo diría universo, o cosmos o, más precisamente, infinito. Porque, lo juro por Dios y por la Patria, lo que nos
sucedió allá arriba fue exactamente eso, un agujero donde todos los mundos
posibles e imposibles se reúnen en uno solo. Por un momento permanecimos
callados, todos. Se nos heló la sangre, la temperatura había descendido
aceleradamente. De pronto, me encontré solo. Grité una y otra vez los nombres
de mi tripulación, pero nadie me respondió. La oscuridad era casi total, no se
veía a un metro de donde me encontraba. Fui tanteando la pared lateral hasta la
cabina central, intenté reanudar la comunicación con ustedes pero era en vano,
no funcionaba ningún equipo, todos se habían detenido. No había energía en la
nave. Estaba tan consternado que me persigné y recé un Padre Nuestro de
rodillas frente al panel central, como si se tratara de un altar sagrado.
Afuera estaba el espectáculo más maravilloso que vieron mis ojos. El Universo
todo, en una pantalla rectangular de dos metros de largo. Lo demás es casi
imposible de contar, salvo que siga el ejemplo de mi subalterno Correa, e
intente, frente a todos ustedes, narrar una obra dramática, pero las letras no
son mi fuerte y tampoco el de Correa, porque nosotros somos militares y los
militares son hombres de acción. Esa, aunque ustedes no lo crean, fue la última
vez que vi a Gastaldi.
Nos habíamos equivocado todos, Herrera
también tenía ganas de hablar. Con estos dos testimonios, el de Correa primero
y el de Herrera después, peligraban todas las negociaciones diplomáticas y
económicas de la Argentina con la Intergalactic
Confederation of Countries (INCOC). Ninguno de sus integrantes creería
estas historias.
—A Correa lo volví a
ver después de cinco meses o más. Hasta mi reloj pulsera se había detenido. No
había forma de medir el tiempo. Como les adelanté, armé un altar en el
parabrisas de la nave, o panel central. El alimento comenzaba a escasear, me
encontraba solo y esperaba. El cielo es eterno. Creí. Creí que Él vendría hasta
mí, entonces yo me arrodillaría ante su magnitud y le besaría sus pies gigantes
como los de una estatua colosal, el David,
por ejemplo. ¿Saben lo que se siente? Estaba solo frente a la Creación constante que es el Universo.
Eso es algo que pocos han visto. Experimenté algo similar la primera vez que
maté a alguien. Entonces aparecieron. Al principio pensé que eran ángeles o
almas buenas que me enviaba Él para probarme. Pero no, rápidamente me di cuenta
de que eran criaturas materiales, concretas, cuando una quiso morderme el pie
izquierdo. Al verlas me arrodillé y clamé al Todopoderoso en señal de
bienvenida, estando mis piernas sin posibilidad de defensa, dada mi posición de
rezo, una de ellas, la más grande, se lanzó como una rata a su presa. Un día
escuché ruidos en los camarotes de la tripulación y con mucha precaución caminé
hasta acercarme a la escotilla de entrada. Observé, cuidadosamente, esperando
encontrarme con una de esas criaturas que se habían convertido en mis enemigos
y en mi fuente de alimento, pero no, lo vi a Correa; se estaba masturbando
frente al espejo. Ustedes no se habrán creído la historia de la mantis. Correa
se masturbaba como un gran gorila, la barba y sus cabellos negros y duros le habían
crecido considerablemente. La mantis era él, en una versión más primitiva, se
veía como sus antepasados más cercanos, un escenario no muy distinto al que habrán
encontrado los conquistadores europeos al llegar a estas tierras salvajes. La
mantis religiosa es un lindo bichito, la gente rústica, que trabaja en los
campos de mi familia, las llama tatadiós y las utilizan para sacarse los piojos
y las pulgas, se ponen el tatadiós en la cabeza y el bichito les va comiendo
todos los parásitos. Recuerdo que en algunos lugares los largaban, en gran
número, en los galpones donde almacenaban los cereales, lo hacían para que se
comieran los gorgojos y otras plagas. ¿Saben lo que se siente? —preguntó
después y se quedó mirando la nada, como ido.
—Brigadier,
Brigadier,
¿se encuentra bien? —le gritaba el Presidente, pero Herrera no volvía. Seguía
con la mirada perdida. Cuando los miembros del Comité ya debatían si suspender
la sesión, Gómez Herrera agregó:
—Hace mucho tuve en mi
batallón un conscripto correntino… Toribio Ibaur, un buen soldado, ¡patriota
como pocos! El correntino los llamaba mamboretá.
Porque, según él, en guaraní significa: ¿Dónde está tu tierra?... “¿Dónde está
mi tierra?”, recuerdo que me preguntó el Teniente Correa y yo lo miré como sólo
pueden ver los virtuosos de espíritu y me arrodillé frente a él y le abracé las
piernas. Dios había querido que nos volviéramos a reunir. Correa era más hábil
que yo para atrapar a esas alimañas que eran toda nuestra fuente de alimento. Teníamos buenas charlas los dos,
mientras nos comíamos a esas cosas horrendas, aunque, debo reconocer, que eran
bastante sabrosas: las fuimos preparando de varias formas, pero la mejor era asadas
y, también tomábamos un licor que preparaba Correa, haciendo fermentar un
líquido verde que les exprimía. Una mañana, es decir, cuando nos despertábamos
de un sueño, notamos que un moho extrañamente verde había comenzado a formarse
en las escotillas principales, era como una especie de alga que flotaba en el
aire. A partir de allí comprobamos dos cosas: una) que con un poco de oxígeno,
aunque sea en una nave perdida en el espacio, la vida da sus frutos, todos los
organismos buscan su subsistencia; dos) que teníamos un vegetal extraterrestre
para acompañar la carne de los extraterrestres. Toribio era rubio como Febo,
los otros soldados lo cargaban, cuando se acercaba le cantaban “¡Febo asoma…!”
y reían a carcajadas. El correntino también tocaba el
acordeón y entonaba unos chamamés a puro sapukái…
Al
igual que con Correa, la audiencia estaba empezando a fastidiarse de las
incoherencias que refería Herrera. Lo peor de todo era que, al igual que
Correa, parecía convencido de lo que decía. El que se irritó primero fue el
Vicepresidente. Era la parte de las autoridades máximas
del Comité que representaba al Ejecutivo Nacional, se trataba del Ministro
de Relaciones Exteriores, Comercio Internacional y Culto, los
otros integrantes eran el Presidente de la Corte Suprema de Justicia y El Jefe del Estado Mayor
General de la Fuerza Aérea.
—Brigadier, por favor, intente ajustar su relato a lo que
sucedió allá arriba, a ninguno de los presentes nos interesa la historia de su
soldado preferido. Por favor, sin detalles externos, no quiero volver a
interrumpir su discurso. Gracias.
—…“¡Febo
asoma…!”, le cantaban y se reían a coro —continuó diciendo Herrera, como si no hubiera escuchado las
palabras del Canciller—.
Pronto nos dimos cuenta de que estábamos en guerra contra organismos
extraterrestres. Por un lado nos servían de alimento, pero por otro se iban
apoderando rápidamente de la nave. Por suerte tenía ahora al Teniente Correa,
sin subalternos no hay guerra. Hacíamos guardia para dormir, porque no sabíamos
si esas criaturas nos devorarían por la noche; a las primeras, verdes y
lampiñas, se les habían sumado luego unas rojas y peludas, un poco más grandes
que las anteriores, y otras más pequeñas, similares a insectos que, por suerte,
sólo comían el moho extrañamente verde que había comenzado a formarse en las
escotillas principales. Era como una especie de alga que flotaba en el aire y
se adhería con facilidad al óxido que se formaba gradualmente en las escotillas
principales de la Sojisticus AR-1.
Desde la experiencia con el biocombustible, que se le ocurrió a unos sabios
después de haber visto, varias veces, la película Volver al futuro, sabemos que con desechos orgánicos podemos crear
energía. Comenzamos a tener desechos. Un día me desperté exaltado y corrí hasta
el generador central. Las reservas eran mínimas. En unos pocos días nos
quedaríamos sin energía. Retrocedí unos pasos alarmado y luego me di vuelta y
corrí con todas mis fuerzas desde el lugar donde me encontraba hasta el
laboratorio. Inspeccioné las instalaciones y llamé a los gritos a Correa, pero,
como la mayor parte del tiempo, estaba por ahí hablando con su amigo invisible,
así que desistí de su ayuda y me puse a trabajar solo. Primero trasladé los
desechos orgánicos hasta el laboratorio y algunas criaturas que Correa había
cazado y mantenía vivas en unas jaulas-trampas que había fabricado con las
algas. Él y su amigo se dieron cuenta
de que esos vegetales pasaban, progresivamente, por tres estados cuando se
estaban secando: uno) el estado que conocemos de cualquier otro vegetal,
perdida de coloración, fragilidad; dos) en unos días, pasaba a tener una
consistencia similar a la del carbón; tres) finalmente, se solidificaba aún
más, hasta convertirse en una especie de metal muy resistente… —dijo y se
detuvo exhausto. No se había detenido ni un solo segundo, ni siquiera para
beber un trago de agua. Entonces se paró, enérgico, de la silla y, una vez de
pie, continuó su discurso—. Se trataba de una cuestión de primera necesidad,
sin energía no sé qué hubiera sido de nosotros; las temperaturas en el espacio
son extremas, recuerdo que pensé, con cierta tristeza: “El Doctor Gastaldi me
hubiera servido en un momento así”.
Cayó
sentado en la silla y luego rodó por el suelo. Toda la audiencia quedó pasmada,
nadie podía creer lo que estaban viendo. Herrera se desmayó en medio de la sala
y una vez en el suelo, su cara adoptó la expresión de una persona atormentada y
con su cuerpo en posición fetal, abrazó sus piernas y se quedó allí, solo. De
nuevo aparecieron los paramédicos con sus valijitas resucitadoras. Entraron
corriendo y a los gritos empujaron a los periodistas y curiosos que se habían
levantado de sus butacas para poder ver mejor y se agolpaban en el pasillo, impidiéndoles
el paso. La esposa de Herrera, católica fiel, rezaba un rosario llorando; su
abogado se acercó hasta él, se agachó para chequear si respiraba. El Presidente
del Comité declaró, casi automáticamente, mientras los médicos atendían a
Herrera, un receso de la sesión hasta el día siguiente, pero aclaró que sólo
sería posible “si la salud del Brigadier le permite seguir compareciendo ante
este Tribunal”.
Los
periodistas tardamos en irnos del lugar, la mayoría nos quedamos tomando merca
y cerveza en un bar cercano. No nos queríamos (o no nos podíamos) perder las
primicias. Las apuestas fueron variadas, pero la mayoría apostamos a que
Herrera no podría continuar su declaración al día siguiente. Y así sucedió.
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