Feliciano
Correa I
—Teniente,
¿puede decirnos, con la mayor precisión posible, qué fue lo que pasó allá
arriba? —dijo el Presidente del Comité, en medio de un silencio total.
—Creo
que sí; pero por favor, señor Presidente y miembros del Comité, me gustaría que
me dejaran contar mi historia sin interrupciones; al final contestaré todas las
preguntas —dijo Correa, luego suspiró y comenzó su testimonio—: Habíamos despegado con
normalidad. Como todos ustedes saben, tardaríamos unas catorce horas en arribar
a la estación marciana. Una vez que salimos de la atmosfera y la nave se
estabilizó, Gastaldi preparó unos mates, esto debe estar registrado por las
cámaras, porque todavía teníamos transmisión con la base. Cuando estábamos
cerca de la órbita, un movimiento brusco de la nave hizo que el agua del termo cayera
sobre los comandos… a partir de allí todo se volvió confuso, perdimos
comunicación con ustedes, los aparatos quedaron obsoletos. Repentinamente, nos
encontramos navegando con rumbo incierto. De pronto, no había nada: vacío… miraba
eso, no sé si se le puede llamar
horizonte, era un espacio viscoso que se expandía más allá: Eternidad, pensé
por una milésima de segundo. Aunque tampoco sé que es la… En un determinado
momento, me encontré solo y lo sentí en lo más profundo de mi ser, ya no
estaban mis compañeros. No había nada, nada. ¿Pueden imaginar lo que vi? Creo
que no. Miré una vez más por la escotilla: una ráfaga de fuego cruzaba un campo
de lucecitas titilantes, supuse que serían las estrellas o quizás algún cometa.
Después, como arte de magia o de la palabra, estaba en tierra, pisaba el suelo,
era duro y fértil. En esa lo veo por primera vez a Crisóstomo (todavía lo llamo
así). Tenía el mismo aspecto que tiene ahora: encorvado, barbudo, pensante. Él
no reparó en mí, buscaba algo en la tierra dura y fértil. Intenté no asustarlo,
recién ahí me percaté que el cielo estaba verdoso: era de un verde limo,
horrible légamo pastoso, como el que se forma en algunas acequias de agua
estancada. Lo extraño fue que todo esto me sucedió sin salir de la cápsula, nunca
hicimos contacto con otro planeta, satélite o astro, nunca. La nave quedó
boyando en el espacio a unos tres mil millones de años luz de la Tierra, al
menos eso era lo que calculaban los aparatos manuales de medición. Al principio creí que estaba loco, me miré
varias veces en el espejo, pero el espejo ya no estaba más, en su lugar había
nada, nadaaaaa. Crisóstomo seguía mirando el suelo, pateaba el polvo seco y
levantaba polvareda, formando un velo terroso a su alrededor. Desde el lugar en
el que me encontraba parecía un ser humano: era alto y delgado, muy delgado. Intenté
hacer contacto, debo confesarlo, me sentí un poco estúpido intentando hablar
con alguien que…
—¿Usted
quiere que creamos estas patrañas? ¿Por quiénes nos ha tomado, Teniente?
—interrumpió ofuscado el General Ternieri, uno de los miembros del Comité.
—…estaba ahí, pero parecía no estarlo. Era
alto y delgado. Bah, todavía lo es, porque no me ha dejado de seguir todavía.
Estaba allí zapateando —creo que tenía un poncho rojo— y levantaba polvareda.
Correa siguió hablando un buen rato, sin
interrupciones. Transpiraba y tenía los ojos inyectados en sangre, parecía no
sentirse muy bien: tomaba agua y se secaba la cara con un pañuelo blanco que se
iba poniendo negro por el sudor. Correa insistía en secárselo todo el tiempo.
Los integrantes del Comité miraban y escuchaban atónitos el relato del Teniente
Correa. Aún no lograban entender bien qué era lo que había sucedido; en
realidad, todavía nadie sabe a ciencia cierta qué fue lo que pasó.
Por ratos, Correa miraba a su diestra,
como esperando la aprobación de alguien. Medía sus palabras. Era cauto. En
ocasiones dudaba en decir algo, pero luego, cuando obtenía la aprobación del
espacio en blanco que había a su derecha, tartamudeaba un poco y continuaba su
relato. Era el relato de alguien desesperado.
—Creo,
creo que ustedes no comprenden. Lo que vivimos allá arriba —dijo señalando el
cielo con el dedo índice— creo que ustedes no lo comprenden. Es difícil de
explicar con la pobreza de las palabras. Hay cosas que no recuerdo, o recuerdo
muy mal —se secaba la transpiración y tomaba un sorbo de agua—. Creo, creo que
ustedes no comprenden, ni van a comprender nunca.
—Teniente,
usted no es nadie para juzgar lo que vamos a comprender y lo que no —lo
interrumpió el Presidente del Comité—. Ahora, por favor, continúe su relato sin
juicios de valor sobre este tribunal. Intente ir al grano, sin interrupciones,
como usted lo solicitó al comienzo de la sesión. Díganos, este ser que dice que
lo persigue, ¿es real? ¿Se encuentra en esta sala?
—Son
preguntas que me niego a contestar. Pero continuaré mi relato, como me lo
solicita —dijo, Correa, un poco más tranquilo—. El lugar era pequeño; de todas
formas, caminé un largo trecho sin llegar a tocar ninguna de las paredes de la
nave, ya creo haber dicho que no me encontraba en la Sojisticus
AR-1, ni
junto a su tripulación. Tampoco se veía dónde terminaba el horizonte, el cielo
seguía verde, pero con vetas azules y amarillas. Entonces, me volví a cruzar
con Crisóstomo. Estaba masticando un pedazo de carne roja y me ofrecía un poco.
Yo negaba con la cabeza, pero él insistía, se tornaba un poco fastidioso. Me
miraba fijo y me ofrecía un trozo de carne cruda y roja. Pobre, estaba todo
manchado de sangre, la sangre le chorreaba por la barba, como si se tratara de
un hombre de las cavernas, así era su aspecto. Tenía ganas de saciar instintos,
deseos primales. Él no era un animal, era otra cosa. Pero, en cambio ahora, se
parece más a un hombre civilizado. Se enoja cuando le digo que es un hombre
occidental, un cosmopolita. En ese momento, lo bauticé y dije el Sermón pentecostés de San Crisóstomo,
porque era el único salmo que me sabía; entonces, llegué a la parte donde se
mencionan las costumbres de los escotos; y en ese momento, él preguntó (como
pudo) qué eran las mujeres. Yo intenté explicarle y él me escuchó atento. De a poco
desistió, y dejó de insistir con la carne, ya no me la ofrecía; la había dejado
en el suelo, y la tierra, dura y fértil, se la tragó y cambió de color y de
textura: era más suave y blanca; blanca como nieve, como la nieve que cubre el
suelo en invierno y tapa todas las acequias de las calles. Recuerdo haber
caminado mucho por ese desierto blanco, sólo Crisóstomo me seguía. Ahora podía
hablar, decía palabras sueltas, inconexas. Pero aprendía rápido. La tierra era
más suave y blanca como la nieve que cubre el suelo en invierno…
—¿Usted
quiere que creamos estas patrañas? ¿Por quiénes nos ha tomado, Teniente? —interrumpió nuevamente ofuscado
el General Ternieri.
—…tapa
todas las acequias de las calles. Recuerdo haber caminado durante mucho tiempo
por ese desierto blanco. Cruzamos una especie de valle. Unos montículos de
tierra verde se elevaban a una altura de tres o cuatro metros. Al llegar a una
quebrada donde terminaba el valle, apareció una luna enorme en el cielo. Nunca
había visto algo parecido, todo era distinto a lo que jamás había siquiera
imaginado. De pronto escuché un grito; me di vuelta, estaba, no sé cómo, de
nuevo en la nave. Era el Brigadier Gómez Herrera; lo vi chapoteando en la
sangre que expulsaba el cuerpo ya sin vida de Gastaldi. Creo que habían pasado
poco más de tres meses desde el despegue. El Brigadier masticaba un pedazo de
carne roja y, cada tanto, me ofrecía un trozo. Yo negaba con la cabeza, pero él
insistía. Me miraba fijo y me ofrecía un trozo de carne cruda y roja. Tenía
todo el cuerpo manchado de sangre, la sangre le chorreaba por las mejillas. Me
dio miedo y retrocedí unos pasos, buscando la compañía de Crisóstomo, pero ya
no se encontraba a mi lado. El Brigadier se acercó y pude ver sus lágrimas.
Lloraba como un niño y decía “No fue mi intención. Sólo Quería matar a esas
criaturas que están por todos lados”. Yo no había visto nada más que a Crisóstomo,
no sabía de qué criaturas hablaba, hasta que vi a una agazapada junto al
cadáver, royéndole el cráneo. Era un espectáculo lamentable. El Brigadier me
explicó que intentaba atrapar a una para comérsela, pero que de pronto se
encontró comiéndose a Gastaldi. “Es decir, —dijo luego— ya estaba muerto, lo
golpeé con un extintor del cuarto de máquinas, pensando que golpeaba a uno de
esos seres. Pero luego me percaté de que se trataba de Gastaldi; y como ya
estaba muerto y yo no aguantaba más el hambre, decidí comerlo”. Lloraba y
gritaba enloquecido, parecía no perdonarse lo que había hecho. Luego de un buen
rato, logré tranquilizarlo. Dejó el trozo de Gastaldi en el suelo y se
acuclilló con la cara entre las rodillas. Después de charlar y serenarnos,
decidimos carnear a Gastaldi, guardamos parte en el freezer y separamos algunos
cortes para preparar un asado. También juntamos la sangre en un balde, recuerdo
que al día siguiente preparamos unos embutidos. En la cena reapareció
Crisóstomo —Correa tomó un trago largo de agua, de tanto hablar se le había
formado una espuma blanca en las comisuras de la boca— y se lo presenté al Brigadier,
primero lo miró con desconfianza e hizo un gesto de desprecio con la cabeza.
Pero luego siguió comiendo. Invité a Crisóstomo a que tomara asiento y cenara
con nosotros, sé que al Brigadier no le gustó la idea, pero continuó comiendo y
no dijo nada…
Se hizo un silencio muy extenso en la sala.
Todos, atónitos, miramos al Teniente. Nadie podía aceptar lo que estaba
diciendo: se habían comido a un miembro de la tripulación, y Correa lo contaba
con, además de las palabras, ademanes espeluznantes, demasiado gráficos.
Contaba, ahora, con una fluidez tal, que se excitaba con cada detalle, y los
gestos se convertían en una especie de “dígalo con mímica”, pero además de las
mímicas, con todo tipo de sistemas de signos, que iban exagerándose, de a poco,
hasta convertirse en obscenidad.
—Todo
el día era de noche, nunca sabíamos, a ciencia cierta, en qué momento
estábamos. Los relojes no funcionaban. Al principio, intentamos calcular las
horas que transcurrieron desde la última vez que habían funcionado (eran las
tres con cincuenta y siete segundos). Esta situación posibilitó que, en un
momento que ahora es indeterminado… digamos, unas treinta horas…
—¡Antes,
Teniente, nos había dicho que pasaron meses! —le gritó Ternieri, totalmente
enajenado de rabia.
—…como
decía, unas treinta horas. Cuando las provisiones comenzaron a escasear,
comíamos una vez al día (bah, como si a esa medida de tiempo que manejábamos,
se le pudiera llamar día). Elegimos, de común acuerdo, que fuera la cena. De
postre había morfina. Sabíamos que ustedes no irían por nosotros. Imagínense la
tensión con la que vivíamos. Cuando llegaba la cena tratábamos de no perder el
vínculo que nos unía con la realidad. Charlábamos. Nos contábamos cosas de
nuestras vidas. El Brigadier no sabía que yo era de Santa Rita. Cuando se lo
conté, me miró con mala cara y me dijo “¿Dónde carajos queda eso?”. Igual, yo
ya estoy acostumbrado a que nadie conozca mi pueblo:
la ciudad más cercana queda a 250 kilómetros. Tres pequeñas poblaciones
comparten su desolación en la zona: Santa Rita, Ordóñez y el pueblo más
importante de los tres que es Gral. Lamolleja. Es el más importante porque
tiene una estación de tren, ahora abandonada. Los primeros días, mantuvimos
cierta distancia, todavía manteníamos la relación de Brigadier / Teniente, pero
luego, cuando empezamos a decirnos cosas, nos sentimos más cercanos. Debo
confesar que cuando el Brigadier lo aceptó a Crisóstomo todo fue mejor. Teníamos buenas charlas
los tres, mientras nos comíamos de a poco a Gastaldi (lo fuimos preparando de varias
formas, pero la mejor era asado) y tomábamos un licor que preparaba Crisóstomo,
haciendo fermentar un líquido verde que les exprimía a las criaturas, ésas que
el Brigadier había confundido con Gastaldi —dijo Correa y sonrió cómplice
mirando nuevamente a su derecha.
Algo
en Correa había cambiado, su testimonio atravesó momentos realmente tensos.
Pero ahora se había soltado, estaba desatado. El relato le había infundado
coraje. Imagino que, con el tiempo, algunos
dirán que estaban casi seguros de que Correa no iba hablar de lo que había
pasado allá arriba —un grupo de periodistas, seguramente, lo relacionará con el
episodio de los mineros chilenos, ocurrido en el año 2010— porque el gobierno,
para que él y Gómez Herrera no hablaran de lo ocurrido, los habría intimidado,
por no decir amenazado, otros, por el contrario, hablarán de “Épica del espacio”.
Lo cierto es que, aquella mañana, Correa habló largo y tendido.
—Yo
sé lo que están pensando todos ustedes en este preciso instante —dijo Correa,
desafiando nuevamente al Tribunal—, que estoy loco, que sólo he estado diciendo
mentiras, pero ustedes no entienden lo que sucedió allá arriba y por más que yo
lo repita hasta el infinito, nunca encontraré las palabras exactas para
describirlo, mejor dicho, para transmitírselos a ustedes, tal cual lo viví yo.
—Todos
sabemos
que ha sido un infierno, pero es éste, un calvario que le ha significado, a
todo nuestro país, sin distinciones, una resurrección del coraje, de la fuerza,
del anhelo —lo interrumpió, eufórico,
el Presidente.
—(¿Está
usted tratando de adularme, Señor Presidente?) —murmuró Correa con una
carraspera, pero sólo unos pocos pudimos oírlo—. Un día lo encontré a Crisóstomo
aislado en un rincón de la nave. El Brigadier estaba en otro compartimento,
había ido hasta el generador central a chequear manualmente la reserva de
energía —esta era una tarea que, turnándonos, realizábamos día por medio. Se
trataba de una cuestión de primera necesidad, sin energía no sé qué hubiera
sido de nosotros; las temperaturas en el espacio son extremas. Como el Brigadier
no se encontraba, me acerqué a Crisóstomo y le pregunté qué le pasaba. Él dudó
en decírmelo; pero, finalmente, se decidió a hacerlo. Su manera de hablar había
avanzado mucho en los últimos tiempos, podía realizar discursos complejos, como
el que estamos teniendo nosotros en este recinto, ¡ya era todo un lenguaraz!
“El Brigadier es malo”, soltó de pronto. “Yo sé lo que le pasó a Gastaldi. Ché, en verdad, ¿vos viste alguna de
esas criaturas que describió Gómez Herrera? Porque yo no he visto más que
cucarachas que ustedes trajeron de la tierra. Gastaldi murió por otra cosa…”,
yo lo escuchaba atento y negaba con la cabeza, “…Sí, Correa, este milico se
trae una astucia bajo el brazo”. “¿Qué astucia?”, le pregunté desorientado.
“Gastaldi le molestaba. Era científico, no era militar. Aunque la misión tiene
jerarquías, sólo son válidas con su cumplimiento, y ustedes han dejado de cumplirla
hace rato.” De pronto me percaté, estábamos otra vez en el desierto, pero esta
vez vi, a unos cien metros de donde nos encontrábamos (flotando, a penas, unos
milímetros del suelo), la nave aterrizada en un valle vacío. Lo miré
sorprendido, Crisóstomo cargaba en cada mano dos bidones de agua vacíos. La
tierra había vuelto a ser dura y fértil, ya no estaba más la nieve que cubre el
suelo en invierno y tapa todas las acequias de las calles…
Todos
nos quedamos absortos, pero varios notamos, en algunos casos los roces y, en
otros, la complicidad, en las miradas que se cruzaron los integrantes militares
y civiles que componían el Comité.
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