—Señores del Gobierno,
permítanme que les diga, a ustedes y a toda la audiencia, que hemos conquistado
una nueva e importante porción de tierra para ensanchar nuestro territorio
nacional, sólo hay que volver a reclamarlo, asentarse en él…
Así comenzó su discurso
en la tercera sesión el Brigadier, contradiciendo sus dos testimonios
anteriores, cuando aseguró, en más de una oportunidad —igual que Correa en su
primer testimonio: “Lo
extraño fue que todo esto nos sucedió sin salir de la nave, nunca hicimos
contacto con otro planeta, satélite o astro, nunca”—,
que no habían hecho contacto con otro planeta.
—…
como hicieron nuestros antepasados europeos y nuestros padres políticos
norteamericanos, esos que soñaron e idolatraron nuestros hombres de pro, como
lo fueron Sarmiento y Alberdi. ¿Acaso no es nuestra respetada constitución del
’53 un homenaje a su homóloga de 1787? Muchos de ustedes estarán pensando que
me contradigo. Ya sé que antes me abstuve de hablarles de esto. Pero lo cierto
es que sigo con la convicción de que no estuvimos en ningún otro plantea o
exoplaneta. Estuvimos, en verdad, en uno de sus satélites, semejante a nuestra
Luna; con la diferencia de que este satélite es diez veces más grande que
nuestra Luna. Unos días antes de nuestro regreso, la nave se movió unos
kilómetros, gracias al combustible que yo había logrado producir en el
laboratorio, y pudimos aterrizar en el satélite de un gran exoplaneta, desde
allí pude observarlo y comprobar que es apto para la vida humana. Desde un
principio supe que la
aparición de la Virgen en las estrellas, los estigmas que me aparecieron cuando
la nave naufragó por el espacio, mi devoción ciega y mi desinteresada tarea por
aliviar los dolores del alma del Teniente Correa, que estaba poseído por el
demonio y hablaba con él como un esquizofrénico, eran suficientes señales de
que estábamos recibiendo una ayuda milagrosa. Regresamos porque Dios le dio un
leve soplido a la nave y esa fuerza permitió que la Sojisticus AR-1 atravesara la Vía Láctea a toda máquina. Mi
combustible no fue suficiente para hacer el viaje de regreso, por eso creo que recibimos
una ayuda extra. Utilizando el Agujero de gusano que Dios puso a nuestra disposición y grandes
cantidades de combustible, logramos volver a la Vía Láctea aproximadamente en
un día; antes de llegar, desde la distancia, reconocí con claridad la espiral
barrada, su núcleo galáctico activo y el brillo inconfundible del Sol. “Debimos
estar en Andrómeda o en la galaxia del Triangulo”, le dije a Correa. Él se
encogió de hombros, como si no entendiera lo que le decía. Hervía de fiebre y
deliraba cada vez más: hablaba solo y gesticulaba como un cocainómano. Temí por
su salud. Por suerte, cuando aterrizamos, fuimos rescatados al instante por el
equipo especial de la INCOC y de la Fuerza Aérea Argentina, quienes lo
socorrieron de inmediato y sin pérdidas de tiempo, lo trasladaron a la base de
la IIª Brigada Aérea de Paraná, en la provincia de Entre Ríos,
donde recibió todos los cuidados médicos para reponerse con prontitud.
Herrera se mostró muy astuto
y decidido en su último testimonio. Parecía haberse recuperado del todo de la
dolencia que lo había asaltado en la primera indagatoria. Hablaba fluido y
calmo. “Che, este ya arregló algo con los de la INCOC”, me dijo mi colega
paraguayo, aquel que me hizo conocer al simpático animalito llamado coatí. “Puede ser…”, le dije y agregué
“¿Qué habrá sido lo que arregló?”. El otro hizo un gesto que no pude descifrar
y continuamos escuchando.
—Por eso no entiendo
las cosas que, según me contaron, dijo en su indagatoria…
Herrera estaba
incomunicado, no sabía lo que había declarado Correa; entonces aclaró que le
habían contado. ¿Quién o quiénes le habían contado?, al Tribunal parecía no
importarle ya. Al igual que el Teniente, Herrera habló casi sin interrupciones.
“Este sí que es más traicionero que una yarará. Esto ya está todo cocinado”,
agregó al rato mi colega. “Sí, este sí que es un zorro, frío y calculador”, le
dije, recordando la relación que yo había hecho del coatí (“mamífero carnicero parecido al zorro”) con Correa.
—…, mentiras sobre el
trato que recibí después del aterrizaje. Todos fuimos muy cordiales, sobre todo
los soldados de la INCOC. Como les decía, encontramos un exoplaneta análogo al
nuestro. Creo que las criaturas, que aparecieron en la nave, fueron plantadas
allí por alguna forma de vida inteligente, proveniente de aquel planeta.
“Debemos estar en Andrómeda o en la galaxia del Triangulo”, le dije a Correa.
Él se encogió de hombros, como si no entendiera nada de lo que le estaba
diciendo. “Claro, es un subalterno, no tiene por qué entender”, recuerdo que
pensé.
Parecía haberse
recuperado del todo de la dolencia que lo había asaltado en la primera
indagatoria. Hablaba fluido y calmo. Ya no había ni rastros del posible ACV, por el cual el Dr. Estanislao Araya, en la segunda sesión,
aconsejaba (en una
nota que entregó aquel día y que figura en el Expediente) al Comité tomar
algunos recaudos para con su paciente.
—A
las pocas horas, le ordené al Teniente Correa que saliera de la nave, en el
vehículo de reconocimiento y con su traje espacial, para realizar una breve
expedición por el satélite, que bauticé, en esa misma oportunidad, con el
nombre de Ops 1, ya que noté, con cierta
simpatía, que no era el único satélite que poseía el exoplaneta, pero sí el más
grande de los tres. Por suerte, el telescopio de la Sojisticus funcionaba con normalidad; pude tomar varias imágenes de
los otros satélites y del planeta, al que también bauticé con un nombre: Nueva Argentina. Lamentablemente, con el
aterrizaje se borraron todos los archivos de la computadora, incluyendo las
imágenes que habíamos tomado con el telescopio. Gigantescas auroras polares
hicieron, un día de los pocos que estuvimos en Ops 1, un espectáculo fabuloso para nuestros ojos. El Teniente se
detuvo, embelesado, a observar por una de las ventanillas de la nave; y, por
supuesto, lo sorprendí una vez más hablando solo. Sus ojos oscuros se
iluminaron hasta parecer blancos, por los destellos de las auroras, que se
reflejaban con gran intensidad lumínica en los cristales de las escotillas. No
tenía por qué entender lo que sucedía, es un subalterno, un soldado, su pobre
existencia no lograba comprender dónde se encontraba; entonces intentaba
arraigarse con fuerza a lo conocido. Yo creo que por eso inventó a un par, para
poder conversar y no perder su identidad. Correa salió de la Sojisticus con mucho temor, pero pudo
realizar la misión con gran éxito. Por su valentía, sugiero al Estado Mayor
General de la Fuerza Aérea lo recompense por su heroicidad, con un escalafón o
dos, además de recibir la medalla al mérito. Lo que vio Correa allí fue
maravilloso. Cuando regresó (increíblemente, las cámaras del vehículo habían
tomado varias tomas de los paisajes), vimos la filmación en la computadora de
la nave (imágenes que también se perdieron en el aterrizaje). Ops 1 se veía con claridad. Y lo que
vimos fue maravilloso. Correa decía haber visto la imagen de la Virgen en la
luminiscencia de las auroras, debo confesar que yo también intuí su imagen
entre un grupo de estrellas que observé un día con el telescopio. Sí, las
criaturas, que aparecieron en la nave, fueron plantadas allí por alguna forma
de vida inteligente, proveniente de Nueva
Argentina. Como ya les dije, nos
dimos cuenta de que estábamos en guerra contra organismos extraterrestres que intentaban
tomar el control de la nave. Por suerte contaba con la presencia del Teniente
Correa, porque sin subalternos no hay guerra. Hacíamos guardia para dormir, no
sabíamos si esas criaturas nos devorarían por la noche. A las primeras, verdes
y lampiñas, se les habían sumado luego unas rojas y peludas, un poco más
grandes que las anteriores, y otras más pequeñas, similares a insectos que, por
suerte, sólo comían el moho extrañamente verde que había comenzado a formarse
en las escotillas principales. Hacíamos guardia para dormir. ¿Ya les conté que
el muy cretino había hecho un catálogo de las especies que habían aparecido en
la Sojisticus? Las describió de
acuerdo a sus características y les puso un nombre. Las
auroras, en los polos de aquel lejano planeta, se reflejaban con gran
intensidad lumínica en los cristales de las escotillas, un espectáculo único. Algunos
tonos de colores eran completamente nuevos para mí; creo haber experimentado
algo similar a lo que habrán sentido los primeros cortesanos y religiosos que
vieron por primera vez la paleta de Leonardo. A las más grandes, con pintitas amarillas y rayas
rojas en el lomo, las llamaba “Pikachú”;
a las que eran verdes, más pequeñas y parecidas a un simio, “Simiesku”; las últimas del catálogo,
verdes también, pero más rechonchas, eran “Aberdeenanhulk”.
Volvía a describir el
catálogo de Correa como si nunca antes lo hubiera mencionado. Parecía
haberse recuperado del todo de la dolencia que lo había asaltado en la primera
indagatoria y hablaba fluido y calmo, el cuerpo y las facciones relajadas, los
miembros superiores hacían pequeños círculos cuando se refería a las auroras,
cuando hablaba de otras cosas también permanecían relajados al costado del
cuerpo o, por momentos apoyaba la cara en las manos; creo que lo hacía para
ocultar su sonrisa
nefasta dibujada en la cara, una sonrisa de victoria.
Claramente, había logrado arreglar su situación. “¿Para vos qué arregló?”, le
pregunté en el receso a un colega de la televisión local. No supo contestarme
con palabras, pero me mostró un gesto que fue más que convincente: hizo la
venia y golpeó con fuerza los tacos de sus zapatos; luego, formó un círculo
juntando las puntas de los dedos índice y pulgar de la mano izquierda y pasó el
índice de la derecha por el centro.
—La misión fue todo un
éxito, por eso me gustaría contarles lo que me dijo el Teniente Correa[1] y lo que
vi yo con mis propios ojos de la expedición a Ops 1. Vi centelleantes estrellas fugaces que cruzaban el cielo, lo
juro por María Emilia, mi esposa, y mis hijas, un cielo plomizo y ceniciento
que era eterno, como la clemencia. Gastaldi no apareció más, lo esperamos, juro
también por Dios y por la Patria, esta tierra que vamos a engrandecer con el
descubrimiento y conquista de la Nueva
Argentina.
Parecía haberse
recuperado del todo de la dolencia que lo había asaltado en la primera
indagatoria. Hablaba fluido y calmo. Ya no había ni rastros del posible ACV, declarado
por el Dr.
Estanislao Araya al comienzo de la segunda sesión indagatoria. “¿Para
vos qué arregló?”, le pregunté en el receso a un colega de la televisión local.
Me respondió con la venia y un gesto obsceno. Ahora, volvía a aparecer, después
de mucho relato conativo y emocional, el Dr. Carlos Gastaldi. Herrera volvía a
hacer referencia a la desaparición mágica y misteriosa.
Gastaldi era un tipo
querido en el ambiente científico y político de la época. Se había hecho famoso
cuando salvó a una colonia de pingüinos y lobos marinos en el sur de la
Patagonia. Sus métodos de clonación e inseminación artificial fueron un éxito
para impedir la extinción definitiva de los simpáticos animalitos. Luego llegó
su mayor logro, para entonces, ya era
todo un experto en manipulación genética de alimentos; desarrollaba, como
director general, una investigación en el INTA conocida como “Vida Sintética Vegetal y Embrionaria (VSVE)”.
El proyecto —casi completamente financiado por la INCOC— consistía en encerrar vida
vegetal (supersemillas) y animal (superembriones) en diminutas cápsulas o
comprimidos, para que fueran fáciles de transportar en grandes cantidades,
obteniendo los mejores resultados en cuanto a la calidad y cantidad de
especímenes que lograban desarrollarse hasta su adultez sin ningún problema
genético o de otro tipo. En tan sólo cuatro años de arduas investigaciones, el
equipo del Dr. Gastaldi había logrado excelentes resultados.
Me corrijo; con este
último testimonio del Brigadier no parecían peligrar las negociaciones
diplomáticas y económicas de la Argentina con la INCOC. Sus integrantes no sólo
creyeron esta historia, sino que también le ofrecieron algún tipo de acuerdo a
Gómez Herrera y por ende, al Gobierno Argentino.
“¡Qué
poca memoria que tiene la gente!”, pensé durante el receso, ninguno de mis
colegas recordaba el tratado firmado con la INCOC en una de las últimas sesiones
de la ONU (antes de que quedaran adheridas sus funciones y objetivos
definitivamente a la INCOC). Cuatro años antes del despegue de la Sojisticus AR-1, cuando recién comenzaban
las investigaciones del proyecto VSVE, con Gastaldi a la cabeza, se firmó un
acuerdo, ratificado por la mayoría de los países del mundo, incluido el
nuestro, por el cual todo territorio descubierto en el espacio exterior, con
posibilidades de desarrollar vida en él, quedaba automáticamente bajo el
dominio y control de la INCOC, sin excepciones. Ellos se harían
cargo de todo: gobierno, explotación económica de sus recursos naturales,
población, infraestructura, etc. Con este acuerdo internacional, que aún seguía
en vigencia, la entusiasmada promesa de Herrera quedaba sin efecto.
Busqué
la plaza que había encontrado la vez anterior, cuando —también a las 12:45
horas— el Tribunal propuso hacer un receso de una hora y media para almorzar y
tomar un poco de aire. No tuve suerte. Me aburrí después de dar algunas vueltas
por el barrio, finalmente me senté en un banco, el único que encontré, a la
sombra, en uno de esos pasajes peatonales que abundan en el microcentro
porteño. Lo que sí repetí del anterior receso fue el sándwich de milanesa
completo, que otra vez estaba muy bueno: una milanesa gigante con doble
rebozado, dos rodajas de tomate, tres fetas de jamón cocido y tres de queso de
máquina, fundido al pan rallado debido al calor de la carne. Me senté en el
banco de cemento frío y disfrute del almuerzo. La sequía del Río de la Plata
cambió definitivamente la fisonomía de la Ciudad. El río hoy está seco, el
fango es tierra dura e infértil. A mí me parece que es una venganza, la
venganza del río por darle siempre la espalda, nunca lo aceptaron al pobre.
Desde su sequía, hace unos cinco años, el clima es mucho más hostil en Buenos
Aires, el verano pasado se registraron temperaturas cercanas a los cincuenta
grados. Según Correa, Herrera había mencionado que lo extrañaba: “¡Pobre el Río
de la Plata, quién pudiera volver a surcar sus aguas!”.
Después
de almorzar, repasé algunos datos que tenía en una carpeta azul, de esas con folios
para organizar las hojas. Esta sólo era una parte de toda la información que
había estado reuniendo en los últimos meses, desde la aparición de la Sojisticus en el río Paraná. El resto lo
tenía en mi casa. “Con todo el material, una vez terminado el juicio, voy a
escribir un libro de investigación sobre lo actuado en la causa”, pensé aquel
día y hoy lo estoy escribiendo. Es una tarea tan ardua, porque se dijeron
tantas cosas y tan variadas, que a veces creo que no voy a terminar nunca.
Hurgué entre mis
papeles. Saqué un artículo al azar, el titular era el siguiente: “El Brigadier
Gómez Herrera habría prestado falso testimonio debido a su impotencia sexual”,
abajo un subtítulo aclaraba: “Una importante fuente aseguró que, en los informes psiquiátricos realizados
por peritos de la INCOC, se relaciona el sueño de Herrera —narrado por el
Teniente Correa— con una supuesta imposibilidad patológica para realizar el
coito, la cual le habría provocado un trastorno afectivo bipolar que lo llevó a
mentir compulsivamente”. Me reí un buen rato, el artículo no parecía ser muy
serio. Los Medios dijeron cualquier cosa para confundir el trasfondo de los
acontecimientos ocurridos en torno a la muerte del Dr. Gastaldi y de los
arreglos diplomáticos entre nuestro país y la INCOC. Se publicaron infinidad de
falacias —a mi entender—, con tal de
lograr que la gente creyera cualquier cosa al respecto. Un diario muy
importante de la ciudad de Buenos Aires publicó una nota sobre un supuesto
“crimen pasional”. Decían que Herrera estaría enamorado del Dr. Gastaldi y ante
los reiterados rechazos, el Brigadier decidió terminar con su agonía amorosa,
matando al científico de su tripulación, porque sentía más simpatía por el
Teniente Correa. Los más osados arriesgaron que el Brigadier Herrera los habría
sorprendido teniendo relaciones sexuales (más precisamente una felación), “…situación
que produjo el arrebato pasional de Herrera, que terminó con un terrible
desenlace”. Ninguna de las hipótesis parecía responder la gran incógnita: ¿Qué
pasó realmente con el Dr. Carlos Gastaldi?
Unos
meses después del juicio (para ser exactos, casi dos) los Medios dejaron de
hablar sobre el tema, y la opinión pública, rápidamente, olvidó la cuestión por
completo. Recuerdo que se comenzó a hablar de un rebrote de la pandemia de Gripe Troyana; la novedosa enfermedad
tenía la destacada particularidad de contagiar a seres humanos a través de Internet.
Se trataba de un virus informático, catalogado como de infección residente, que
no sólo atacaba a las computadoras sino también a los usuarios que las
utilizaban. Por esta controversial epidemia, que ya se extendía más de seis
meses, había decidido utilizar —a la vieja usanza— una carpeta de folios para
reunir el material y no mi laptop
nueva. Me fastidié mucho al principio, porque casi no la había podido usar
desde que la compré, pero luego me acostumbré al papel y me sentí atraído.
Recordé los viejos libros que había decidido guardar
en un baúl unos años antes, cuando se dejaron de imprimir estos objetos mágicos.
Los e-book eran ahora los dueños del mercado editorial, mercado que se tuvo que
reinventar a sí mismo, como había sucedido unos años antes con las compañías
disqueras. Pensé en rescatar algún libro del baúl cuando regresara a mi casa
para volver a leerlo. Mi esposa siempre insistía en que debería hacerlos plata;
desde hacía ya algún tiempo, existía un gran mercado negro de fetichistas que
pagaban buenas sumas de dinero por los libros viejos, sobre todo si eran
primeras ediciones y tenían una antigüedad mayor a los cincuenta años. Por
suerte no le hice caso y ahora podía volver sobre las páginas de mis libros,
recorrerlas una vez más. Como no le había hecho caso en esto y en otras tantas
cosas, Karina me abandonó una tarde de verano y nunca más volví a saber de
ella. Tampoco me preocupé demasiado por reencontrarla.
Observé detenidamente el paisaje urbano
mientras devoraba mi sándwich de milanesa. “La sequía del Río de la Plata
cambió definitivamente la fisonomía de la Ciudad”, pensé y continué pensando.
El río hoy continúa seco, el fango es tierra dura e infértil. Tras su sequía se
encontraron, en algunas zonas cercanas a la costa argentina y uruguaya del río,
verdaderas alfombras de restos óseos humanos y animales. Los restos humanos eran,
en su mayoría, de las últimas tres décadas del siglo XX y otros,
los menos, de tiempos inmemoriales, tan inmemoriales como el mismo río. Era
parte de la venganza: mostrarnos, una vez más y con dureza, una herida que no
se cerraba nunca en la memoria de muchos argentinos. El paisaje era desolador.
En un principio se pensó en sembrar —como es costumbre en la región pampena— el
río seco; pero luego se desistió, porque el suelo estaba tan adusto que ni
siquiera quedó agua en las napas para utilizarla en sistemas de riego. Tendrían
que transportar millones de litros de agua y eso era muy, pero muy costoso e
inapropiado, porque deberían vaciar otro río, lago o laguna, dejando así a otro
pueblo o ciudad sin su recurso natural. Esta empresa no tenía otro sentido más
que restituir el ego herido de los porteños, acontecimiento que no tardaron en
aprovechar el resto de las provincias “unidas”; sobre todo las ciudades
portuarias del sur de la provincia de Buenos Aires y de la Patagonia, ya que
con la pérdida del Río de la Plata también se perdió la posibilidad de salida
al mar de otras ciudades como Rosario. La sequía del río, finalmente, terminó
con la hegemonía política y económica que habían atesorado durante siglos los
habitantes de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Observé detenidamente
el paisaje urbano. Daba la sensación de que una cruenta guerra había tenido
lugar en ella. Las baldosas de las veredas estaban levantadas, los baches en
las calles semejaban cráteres abiertos por la caída de proyectiles explosivos
desde las alturas, todo estaba abandonado desde la fatídica tragedia que azotó
a la gran polis del Plata. Poca gente por las calles. Ya no era lo que fue,
cuna del progreso de la Argentina, lugar de empleo asegurado. Ya no había
trabajo para nadie, era espantoso. ¡Daba pena la pobre!
Consulté mi reloj, la hora del almuerzo había
terminado hacía unos diez minutos. Me tomé lo último de gaseosa que quedaba en
la botellita y apagué mi cuarto cigarrillo. Aceleré el paso en dirección al
juzgado. Llegué corriendo a la sala, Herrera ya había comenzado a
hablar. Pedí permiso, lo más silenciosamente que pude, y logré sentarme en la
silla que tenía reservada. Mi colega paraguayo me miró y me sonrió cómplice.
Luego me enteré de que él también había llegado una vez comenzada la sesión,
unos tres minutos antes que yo.
—Las centelleantes
estrellas, que fueron tomadas con claridad por las cámaras del vehículo de
reconocimiento, titilaban increíblemente en el espacio. El suelo era arenoso y
seco, las huellas del Teniente quedaban, tras sus pasos, marcadas e inmóviles
en el polvo satelital. Correa, a pesar de sus arrebatos esquizofrénicos, fue
muy valiente. Le dije que llevara la bandera para plantarla en Ops 1. Él obedeció sin chistar, se calzó
el traje y tomó con sus dos manos la caja con la bandera, reglamentariamente
doblada. Lo saludé con la venia y me devolvió el saludo. Luego miró hacia su
costado derecho, buscando la aprobación, entiendo yo que de su amigo
imaginario, y subió al vehículo, se abrochó el cinturón de seguridad y cerró
las escotillas. “Suerte, Teniente”, le dije y me lo agradeció con un gesto amistoso.
Ops 2 era un poco más grande que el 3, pero más pequeño que el 1. En un momento quise bautizar a los
otros dos satélites con otros nombres: para 2
pensé Tlön o Trön, ya no lo recuerdo con exactitud; porque, finalmente desistí
de realizar el bautismo y los seguí llamando Ops 1, 2 y 3. La bandera quedó preciosa, flameando
en aquel suelo desierto. “¿Ve que no hay nadie con usted?”, le dije a Correa
cuando volvió, para convencerlo de que Crisóstomo no había salido en la
filmación, porque él había ido solo a realizar la misión en el satélite, nadie
más estaba en el video que habían registrado las cámaras. Comenzó a reírse a
carcajadas y me atemorizó. “Usted no lo ve porque lo niega, porque no lo
tolera, nunca le agradó su presencia; pero él está ahí en el video, a mi lado.
Claro que yo lo veo… Y ahora también lo veo, está aquí, con nosotros”, me
respondió Correa y señaló un lugar vacío a su derecha…
Hablaba fluido y calmo,
el cuerpo y las facciones relajadas; por ratos se llevaba las manos a la cara,
lo hacía para ocultar una
sonrisa nefasta. Una sonrisa de victoria. Era evidente
que ya tenía todo resuelto. “¿Qué habrá arreglado con la INCOC?”, me volví a
preguntar. Tenía que ser algo jugoso. Con el arreglo que había conseguido, ya
no parecían peligrar las negociaciones diplomáticas y económicas entre la
Argentina y la INCOC.
—… Le di la razón,
total no le hacía mal a nadie; lo importante era la misión que había sido un éxito.
Correa logró tomar algunas muestras muy satisfactorias de minerales y metales
preciosos, entre los que se encuentran algunas pepitas de oro y aproximadamente
una onza de plata. Nueva Argentina
estaba allí, deslumbrante. Aunque su atmósfera era espesa, se podía ver su
geografía con bastante claridad, es un planeta gigantesco: grandes cordilleras
se extienden al sur y al oeste, formando cadenas montañosas de más de diez mil
kilómetros de extensión. Los océanos, también extensos, son azules y algunos de
tonos rojos, como sangre o licuado de frutillas. “¿Qué sucedía en ese
momento?”, le dije al Teniente, porque yo sólo veía la pared del hangar donde
había dejado estacionado el vehículo. Él sólo decía incoherencias, como la
teoría del caos que le había explicado Crisóstomo: “En el
sentido del caos se resuelven todas las incógnitas del ser…”, me dijo algo así,
se había puesto metafísico. Yo lo dejé hablar porque ya no me importaba, sólo
quería volver a la Tierra para traerles las novedades de mi descubrimiento. El
último día en Ops 1 faenamos a la
última de aquellas criaturas. Era una pequeña del tamaño de un cordero; todas
las demás, las que habíamos criado en la habitación de Gastaldi, que hacía las
veces de establo, las utilicé para hacer el biocombustible en el laboratorio.
No desperdicié nada de aquellas pobres bestias, todo (cuero, pelos, huesos,
sangre, etc.) me sirvió para desarrollar la fórmula del combustible. Si en
aquel satélite había metales preciosos, imagínense lo que habrá en el
exoplaneta; teniendo en cuenta sus dimensiones, recursos naturales sin fin…
Parecía haberse
recuperado del todo de la dolencia que lo había asaltado en la primera
indagatoria y hablaba fluido y calmo, el cuerpo y las facciones relajadas; por
ratos se llevaba las manos a la cara, lo hacía para ocultar su sonrisa nefasta.
Entre los papeles que revisé en el almuerzo, recordé un artículo interesante
que hablaba sobre la reacción de los colegas de Gastaldi, sus discípulos y
compañeros del proyecto VSVE. Los científicos guardaron silencio, ni siquiera
se acercaron a ofrecer su testimonio acerca de la persona de Gastaldi o de la naturaleza
del proyecto. Según la fuente que revisé, el Tribunal los habría invitado
especialmente a las sesiones; pero ellos se excusaron, alegando que estaban
saturados de trabajo que no podían postergar. Era llamativo que VSVE, a pesar
de la pérdida de su director y principal mentor, no se haya cerrado. No sólo no
se cerró sino que además se había incrementado, en lo que iba del año, un
ciento por ciento el presupuesto que destinaba la INCOC para que continuara
desarrollándose. Ahora estaba a cargo el Dr. Brandon Smith, un científico
norteamericano que había viajado a la estación Taurus-Marte 1 en dos oportunidades.
—… las posibilidades
son más que óptimas para extender nuestras fronteras y las de todo el planeta
Tierra. La raza humana no se extinguiría jamás si pudiéramos ir saltando de
planeta en planeta, una vez que los vayamos agotando en recursos y espacio. Nueva Argentina está allá, esperándonos.
Señores del Tribunal y representantes del Gobierno, ¿dejaremos pasar esta
oportunidad? No tengo mucho más para decirles. La Historia nos ha demostrado
que somos una raza guerrera, conquistadora, depredadora…
Cada tanto se llevaba
las manos a la cara, lo hacía para ocultar su sonrisa nefasta. Desde afuera
comenzaron a llegar gritos y clamores, en un principio apagados, pero a medida
que pasaban las horas se iban acrecentando. En la puerta de los tribunales se
había agolpado un grupo de personas para reclamar por Justicia y Verdad.
Organismos de derechos humanos y partidos de izquierda marcharon desde el
Congreso hasta las inmediaciones del Juzgado, en reclamo de Justicia para el
Dr. Carlos Gastaldi. Cuando vieron que llegaba la última sesión y todavía no se
sabía nada concreto sobre el científico y que además todo indicaba que la INCOC
estaba detrás, decidieron organizar una manifestación.
—Y es ese nuestro
destino y fin último. Quiero que este país, que soñaron, Grande, nuestros abuelos, cumpla su destino y ocupe el lugar que
siempre tuvo reservado; y que por culpa de los tilingos y de la chusma y sus
intereses populacheros, como los que gritan ahora sandeces allí afuera —lo dijo
señalando hacía la calle, donde se encontraban los manifestantes—, nunca hemos
logrado. Señores, el futuro llegó hace
rato. Es momento de dejar atrás la Barbarie y abrazar, de una vez y para
siempre, la Civilización y su progreso. Basta de los resentimientos egoístas de
antaño. La Patria nos lo demanda.
El estruendo se
escuchó, por onda expansiva, desde la puerta. Atravesó los pasillos y llegó
hasta la sala. Los manifestantes eran violentamente reprimidos por la policía.
Pronto todo el recinto quedó en tinieblas, el humo de los gases lacrimógenos y
de las detonaciones de balas de goma inundó todo el edificio. La policía
contuvo la movilización con vallas y camiones hidrantes, pero los manifestantes
no cedían: “¿Qué
pasó con el Dr. Carlos Gastaldi?”, decían los carteles con grandes letras rojas.
Muchos tenían remeras blancas con un estampado laser: “¿Dónde está Carlos
Gastaldi?”. Seguramente, entre los manifestantes se encontraría la esposa de
Gastaldi, también el hombre que le arrojó un tomatazo en la cara a Correa y la
mujer gorda que había insultado a Herrera en la segunda sesión. En medio del
bullicio, Herrera seguía hablando, ahora lo hacía a los gritos, porque era
imposible hacerlo de otra manera, ya sea por las voces que crecían afuera o por
la euforia con que el Brigadier llegaba al final de su discurso.
—¡Viva la Patria,
carajo, viva la Patria, carajo, viva la Patria, carajo!
—¿Alguien
quiere hacerle alguna pregunta al Brigadier? —dijo, también a los gritos y en
medio de la neblina provocada por el humo, el Presidente del Tribunal—. Bueno,
entonces damos por cerrada la sesión —agregó, inmediatamente, sin permitir que
nadie osara levantar la mano para hacer una pregunta, aunque eso hubiera sido
muy difícil, ya que todos tosíamos sin parar y nos cubríamos las vías
respiratorias con pañuelos—. Recuerden que este Tribunal debatirá, en los
próximos días, los hechos que se han narrado para dictar un veredicto —dijo
finalmente.
Así
terminó su testimonio el Brigadier Gómez Herrera. Por seguridad, nos hicieron
salir por atrás, por una puerta de emergencia. Caminamos en fila por un largo pasillo
angosto, similar a los túneles que, según Herrera, había encontrado el Teniente
Correa en el satélite Ops 1.
Caminamos uno detrás del otro, porque no entrábamos de otra manera por el
pasillo. Lo hicimos en silencio, no sé qué les pasaría a los demás, pero a mí
me había embargado un sentimiento de indignación, provocado por las últimas
palabras de Herrera.
De
pronto sentí náuseas y mareos. Un ordenanza del Juzgado se acercó hasta donde
me encontraba porque me vio muy pálido y me preguntó si me sentía bien. “¿Se
siente bien?”, me dijo y mi colega, el paraguayo, que venía caminando detrás de
mí, me atajó para que no me cayera. El suelo comenzó a moverse y me desvanecí.
Cuando
desperté me encontraba en una camilla, estaba en un pequeño consultorio de una
sala de primeros auxilios que había en el edificio. Me habían trasladado allí
porque perdí el conocimiento. Una gran franja de tiempo se me borró
completamente de la memoria, al punto de no recordar nada. Me incorporé y me
senté en la camilla, sentí un olor espantoso, en el suelo había un balde lleno
de vómito, pedacitos de milanesa flotaban en el líquido repulsivo.
De
pronto se abrió la puerta que estaba a un costado de la camilla y entró un
hombre con delantal de médico. “¿Se encuentra mejor?”, me dijo, y yo miré de
reojo el balde pestilente. Él comprendió y luego agregó: “Sí, es suyo. Estuvo
vomitando un buen rato, hasta que se quedó dormido”. “Perdón. Es que… lo que
dijo aquel hombre en la sala me causó tal asco que de repente no pude contener
las náuseas”, le dije avergonzado. “No se preocupe, puede pasar. Su amigo lo ha
esperado al pie del cañón”. Yo lo miré sorprendido, ya que me encontraba solo
cubriendo el Juicio, no había ido con ningún amigo. “Mientras ustedes hablan,
voy a llamar al personal de limpieza para que se deshagan de eso…”, dijo
señalando el balde.
Cuando
salió, abrió la puerta, enérgicamente, y entró mi supuesto amigo. Al principio
lo miré sin reconocerlo: “¿De dónde lo conozco?, pensé. Pero luego de mirarlo
unos segundos con atención, lo reconocí: era el paraguayo. “Nos diste un susto
grande”, me dijo. Era morocho y de profundos ojos verdes, tenía el pelo largo y
oscuro como la noche, recogido en una cola de caballo, y la cara picada de
viruela. “Gracias por preocuparte”, le dije sonriente. “De nada. Soy Ricardo
Bogado, corresponsal internacional para el Diario
Las nuevas vanguardias de Ciudad del Este”, agregó, con una sonrisa
amistosa, extendiéndome la mano.
[1] Este relato,
igual que el del Teniente Correa, ganó su propia autonomía; por ese motivo lo
transcribo aparte, al final de la indagatoria, sin las intervenciones de
Herrera.
(Nota del Narrador).
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