Apenas
salí, me pregunté: “¿Podríamos vivir en tinieblas?”. Era la noche eterna, pero
el paisaje sumamente desértico, como si fuera en algún momento del día abrasado
por un sol poderoso. Tomé muchas muestras, sobre todo de los suelos. Luego de
atravesar una extensa sabana, donde, por momentos, el terreno mostraba algunas
ondulaciones (médanos gigantescos, planicies y bajos cerros rocosos), desde la
cima de uno de aquellos médanos, el más alto que había atravesado hasta ese
momento, divisé un inmenso lago de aguas mansas. Llegué al lago y me detuve
unos metros antes de la orilla. Según el escaneo de la computadora, era de
azufre líquido. El agua amarillenta e incandescente, como un geiser, emitía
unos gases sulfúricos que formaban una espesa neblina al ras de la superficie.
Bajé del vehículo de reconocimiento y me acerqué a la costa. Para mi asombro,
reconocí que nadaban, en aquel líquido espeso y pestilente, unos gusanos y
otras especies larvarias. Tomé varias muestras con el brazo robótico del
vehículo de reconocimiento y continué mi viaje. “¿Cómo puede haber oxígeno en
este planeta? ¿Cómo puedo respirar sin la escafandra de mi traje espacial?”, me
pregunté anonadado. Después de andar, aproximadamente, unas veintitrés horas,
me detuve en una inmensa quebrada que, por la erosión constante de los fuertes
vientos, poseía unos canales escindidos en las rocas; me servirían de refugio.
Decidí acampar ahí, para descansar un rato y comer algo. Primero pensé en
estacionar el vehículo de reconocimiento cerca de las rocas para dormir en él,
pero luego lo medité un poco más y, como un homenaje al Coronel Mansilla, dormí
a la intemperie, observando parte del cielo estrellado y cóncavo.
Cuando
desperté, noté un cambio en el cielo; era de un gris plomizo y sin estrellas.
Observé durante la excursión tres cambios de estado del cielo: 1) Cristalino,
de tonos azulados, todos los tonos del azul, hasta llegar al celeste, similar a
nuestros cielos antes de la Gran Polución que se produjo dos años antes de
nuestra partida, y que oscureció, considerablemente, el firmamento de las principales
ciudades terrestres. 2) Como ya les conté, de un gris plomizo, profundo y
espeso; por momentos, entre el gris, se podían observar unas pintitas amarillas.
3) Bordó sangre, o borravino, cubierto de estrellas y satélites, como cuando es
de noche en la Tierra.
Hacía
mucho frío, sentí que me congelaba, tenía escarcha en la nariz. Intenté hacer
un fuego. Estaba a punto de cometer un sacrilegio contra la Patria: quemar la
bandera rociándola con un poco del combustible orgánico que había estado
produciendo en el laboratorio. Pero me concentré y pude mover, apenas, un poco
la cabeza y descubrir, a unos treinta metros de distancia, unas siluetas que
parecían unos árboles robustos. Nada me iba a detener. Me arrastré hasta el
vehículo, porque las piernas no me respondían; luego de un gran esfuerzo, lo
alcancé. Encendí la calefacción y cuando ya estaba recuperado, me dirigí al
bosque que había divisado. Fue maravilloso. Eran una especie de árboles de gran
tamaño, gruesas ramas, bien secas y duras. No puedo afirmar si eran árboles,
pero se les parecían. Corté, con la motosierra del brazo robótico del vehículo,
una cantidad razonable de leña para hacer un buen fuego. La conduje hasta las
cuevas, la rocié con un poco de combustible y ya, obtuve una gran fogata. Rápidamente
puse a asar unas tiras de asado de criatura: las “Aberdeenanhulk”, como las llama usted, Teniente.
El fuego (o el olor a
carne quemada) atrajo a unas alimañas que habitan estas tierras desérticas y
pantanosas. Noté que unos ojitos parpadeaban en la oscuridad, a unos escasos
metros de donde me encontraba. Acaricié, por las dudas, la carabina que tenía a
mi lado pero no fue necesario usarla. Las chuletas salieron exquisitas, un
manjar. Los ojos continuaron allí, observándome un buen rato. Por momentos
tenía la impresión de que eran miradas humanas, por la expresividad cuando
parpadeaban. No podía verlas, sólo estaban sus ojitos en la oscuridad,
mirándome comer, calentarme al lado del fogón. En un momento me cansé y les
grité que se acercaran, pero creo que se asustaron, porque los ojitos dejaron
de titilar y desaparecieron.
Caminé un tramo entre
las rocas, me hice una antorcha para iluminar el camino, entonces observé algo
maravilloso: encontré una piedra en forma de lápida con una especie de inscripción.
La tumba parecía tener muchos años, ya que no había allí tierra removida, ni
siquiera dura. Sólo había piedra gruesa; y la lápida parecía ser parte de la
roca, pero no. Mirándola bien se veían unas inscripciones jeroglíficas talladas
en la piedra, y en la base, una marca de soldadura con algo similar a un
cemento muy resistente.
De pronto, un viento
fuerte apagó la antorcha y quedé a oscuras, fui tanteando la piedra hasta
regresar a mi refugio, donde todavía ardían unos leños que me alumbraron, por
suerte, los últimos metros. Cuando llegué, noté sin sorpresa que se habían
robado los restos del asado. Imaginé que los ojitos que brillaban en la
oscuridad eran los responsables del robo. Grité, puteé y maldije fuerte, para
que me escucharan, para que aquellas criaturas se incomodaran y temieran. No sé
si lo logré, pero no volví a toparme con ellas.
“Creo en lo que
viene”, me dije y agarré en dirección a la tumba, pero ya no por los túneles,
porque el vehículo no pasaría por los estrechos pasillos, sino por el valle
donde crecían aquellos árboles. Atravesé el bosque que no era muy extenso, en
total serían unos cincuenta kilómetros. Parecía petrificado y no vi ni un
rastro de vida en todo el recorrido, aunque en las copas altas de algunos
árboles, observé algo similar a nidos o chozas, pero todos estaban vacíos,
abandonados. Saliendo de allí, me tropecé con un gigantesco glaciar de litio; tenía
unos diez kilómetros de extensión (algo imposible en la Tierra). Estuve atento
para pasar al sistema anfibio en caso de que se quebrara el suelo, pero eso no
sucedió. El suelo de litio era duro, tenía una capa de gran espesor. La
computadora no lo podía calcular con exactitud, pero era grueso. El termómetro
de temperatura externa marcaba unos veinte grados Celsius. Esto me sorprendió,
porque pensé que debería hacer mucho frío afuera, para que el litio estuviera
congelado. Para comprobar que la medición del termómetro era correcta, bajé la
ventanilla y saqué mi brazo izquierdo afuera; efectivamente, la temperatura era
agradable. Increíblemente, los valores de radiactividad eran normales. El
vehículo los toleraba bien, pero no me animé a bajar de él, no sé si yo los
hubiera tolerado.
Cuando atravesé el
glaciar, comenzó otro desierto, pero distinto del que había atravesado el día
anterior. Este era otra cosa, lo surcaba, por el centro, un ancho río seco que
utilicé de ruta; era tan ancho que en algunos tramos no se podían ver las
orillas. Después de recorrer algunos cuantos kilómetros por el río, decidí
subir por una de sus márgenes. Quería acampar y no lo haría adentro de un río.
“No vaya a ser cosa de que te despiertes justo hoy”, le dije y sentí nostalgia.
Recordé que nuestro río hoy está seco y el fango es tierra dura. ¡Pobre el Río
de la Plata, se lo extraña! Ustedes, seguramente, no hubieran sentido lo mismo
que yo. Usted, Teniente, porque no es de Buenos Aires. Y vos, engendro, no
sabés ni de qué estoy hablando. Una vez que organicé el campamento para poder
descansar un rato, prendí otra fogata con algunos troncos que me habían sobrado
de la vez anterior y me dispuse a hacer el asado. Mientras veía el fuego, hipnotizado, pensé en
María Emilia. Mi esposa, católica fiel y devota, seguramente, todos los días
debe rezarme un rosario llorando, pidiéndole que no me desampare a la Virgen de
Lourdes. Aquel día lo supe con mayor precisión, porque si me concentraba en su
recuerdo, podía escuchar sus labios, el leve roce que hacen al susurrar sus
oraciones. La podía escuchar y ver; veía sus delicadas manos recorriendo el
teclado del piano, su pelo rubio y rizado. Saqué de mi billetera una fotografía
de nuestra boda, ¡siempre la llevo conmigo! Yo todavía con el uniforme de
cadete; ella, tan angelical, con su pelo rubio y su piel levemente bronceada.
No sabía nada de la maldad, no tenía idea de las cosas feas del mundo miserable
en el que vivimos.
Salí, por un momento,
de mi sopor cuando levanté la vista y me pareció ver, a cierta distancia, una
luz que titilaba. “La luz mala”, pensé y me sonreí. Seguramente, ustedes dos
creen en la luz mala, ¿no? “Tal vez, un rayo globular o un fuego fatuo”, me
dije, y continué observando la fogata y recordando. Las brasas, con esta leña
extraña, no eran de color rojo, sino amarillo patito, era un amarillo muy
intenso, casi fosforescente.
Nuestras familias se
conocían de toda la vida. Eran importantes productores, pero siempre, o al
menos desde que yo tengo uso de razón, vivieron en la Ciudad. Sólo en
vacaciones íbamos al campo. Yo tenía un caballo allá, y se llamaba Polaco;
alguna vez lo vi con las crines arremolinadas, en una playa de Creta en el
crepúsculo y desde aquel día aprendí a quererlo más que nunca. Era fuerte,
corría ligero cuando le gritaba: “¡Vamos, Polaquito, vamos!” y los músculos se
le contraían todos a la vez y sudaba que daba miedo. Parecía corcel de mito, el
pelo le brillaba, yo le pasaba un cepillo todas las mañanas, mientras le daba
un buen desayuno con alfalfa, él sabía cuánto lo quería. Jamás tenía que
golpearlo, nunca se empacaba. Se paraba firme y bien erguido, mirándome para invitarme
a que lo monte. La mayoría de nuestros antepasados, además de productores,
fueron también militares y políticos. Mi padre y el de ella habían hecho juntos
el Liceo.
Me fue venciendo el
sueño y dormité un rato, no sé con exactitud cuánto. Soñé con Gastaldi, que estaba
vivo y había vuelto, no se entiende cómo, a la tierra. En la caja —donde yo
guardo la bandera— también llevaba mi corazón. La abría frente a los de la INCOC (mi sangre había maculado la
sedosa tela) y les proponía clonarme. Ellos aceptaban y me emulaban en un
laboratorio de Massachusetts. Mi clon tomaba mi lugar y se metía en la cama con
María Emilia, la toqueteaba con fruición y ella se dejaba; claro, pobrecita, no
sabía que no era yo. Lo veía todo, pero no podía salir del espejo, me encontraba
encerrado en el espejo y veía cómo mi clon penetraba a mi mujer, la chupaba y
ella gozaba. La podía escuchar y ver; veía sus delicadas manos recorriendo la
espalda de mi falso yo. Su pelo rubio y rizado y su piel suave levemente
sudados por la excitación. El clon llegaba a mi casa con mi uniforme y mis
estrellas. Montaban una farsa sobre nuestro regreso. Correa, a usted también lo
clonaban, era espantoso. En la televisión transmitían el regreso con éxito de
la Sojisticus: “Han vuelto nuestros héroes
del espacio”; “Luego de una larga travesía regresan a casa”; “Vivieron un infierno, pero es éste,
un calvario que le ha significado, a todo nuestro país, sin distinciones, una
resurrección del coraje, de la fuerza, de la voluntad, de la fe”. María Emilia
hacía zapping y no sé cansaba de escuchar los elogios que recibía su esposo.
“Si supieras que no soy yo…”, le gritaba desde el otro lado, pero ella no me
oía, era en vano. Mientras se amaban, a mi otro yo le brotaban en la cara unos
ojos tan repugnantes como los tuyos, Crisóstomo. Entonces, yo me daba cuenta de
que él me veía y se estaba burlando de mí: la montaba mirando fijo el espejo, y
los ojos, de tan grandes, le saltaban de las órbitas. Había algo en esos ojos sin
iris, en las pequeñas pupilas, en sus gigantescos globos oculares, algo atávico
que no puedo explicar.
Desperté exaltado.
Estaba sudando, hacía mucho calor. El realismo del sueño me había perturbado
mucho. Una luna enorme se veía gigante en el cielo bordó-sangre, e irradiaba
una luz mortecina, pero caliente como el fuego más abrasador. Entonces sucedió
lo inexplicable, se presentó ante mí, a unos cincuenta metros del campamento,
algo que antes del asado y del sueño no había visto, una fortaleza circular e
imponente.
En un primer momento
pensé que era un espejismo, como esos que suceden en las zonas desérticas de la
Tierra; me restregué los ojos y me pellizqué.
“¿Sigo soñando?, ¿sigo soñando?”, me pregunté dos o tres veces. Luego, cuando
me acerqué —lo fui haciendo de a poco, con cautela y temor—, comprobé, con
mucho asombro, que eran los vestigios de una antigua y poderosa civilización;
una obra de ingeniería única, como mis ojos nunca vieron y, probablemente, no
verán nunca más.
Una verja circular
cercaba toda la circunferencia de las ruinas; estaba construida con un material
muy resistente, parecía acrílico, pero no lo era, era una especie de cristal
grueso y macizo. Parado frente a ellas me sentí más pequeño que una hormiga. La
reja tendría unos cinco metros de altura y, como ya les dije, era de un
material parecido al cristal, pero cuando empujé la puerta para pasar al
primero de los templos, sentí que no pesaba nada; sólo con el roce de mis dedos,
cedió. Seguramente, se hubiera abierto de un soplido. “Le hubiera susurrado tu
nombre, María Emilia”, pensé mientras subía la primera escalinata. En las
grietas de las rocas se formaba un moho rojo, una especie de raíz que se
adhería al ras de la piedra. “Estoy en otro mundo. ¿Qué es esto?, ¿quiénes lo
construyeron?”, divagaba. Ya no les puedo decir, con certeza, qué vi allí. “Tu
pelo rubio y rizado, tus ojos profundamente verdes, tus zapatillas de tela, tu
piel suave, tus largas piernas, turgentes senos”, volví a pensar en María
Emilia.
Eran importantes
productores, pero siempre, o al menos desde que yo tengo uso de razón, vivieron
en la Ciudad. La mayoría, además de productores, fueron importantes militares y
políticos. Mi padre y el de ella habían hecho juntos el Liceo. Y luego hicieron
juntos sus carreras en la Fuerza Aérea. Compartieron algunas misiones de
relevancia. Nuestras madres pronto se hicieron amigas, se veían en reuniones de
caridad que organizaban en la iglesia y a veces iban al teatro o al cine. Sólo
en vacaciones íbamos al campo. Yo tenía un caballo allá, y se llamaba Polaco.
¡Estamos en otro
mundo, señores! Increíble, lo que vi fue increíble, y ustedes se lo perdieron. No
me mire así, Teniente; si quisiera podría juzgarlo aquí mismo, por desacato a
la autoridá de un superior. Usted
desobedeció mis órdenes en más de una oportunidad, no se haga el otario.
Un altar se elevaba
en el centro de la sala principal. Estaba tan consternado
que me persigné y recé un Padre Nuestro de rodillas. En las paredes casi
transparentes, colgaban unas pantallas inactivas de gran tamaño. El altar era
una torre circular labrada con imágenes e inscripciones extrañas. A los
costados había —lo que yo imaginé— como dos tumbas, mucho más lujosas que la
anterior, la que había encontrado en el túnel. Miren lo que anoté, la de la derecha
tenía la siguiente inscripción en el centro: “Ξ к 観 бю
ъ≈ ◊見□ √¤¬ķα ●ỳж る”. La de la
izquierda decía esto: “>`¯°þx ∏◊ n±隶 ‰‡ω Њ ū小篆”. Parecen
garabatos, ¿no?, pero estoy seguro de que significan algo. Primero, oré en
silencio; luego grité con todas mis fuerzas a Dios. Le exigí una explicación,
pero no obtuve respuesta. En
las grietas de las rocas se formaba más moho rojo, era como una especie de raíz
que se adhería al ras de la piedra transparente del templo. El altar tenía como
base una fuente donde se podía leer, claramente, en letras pequeñas: “INCOC: The expression of the future”.
Lo
demás no tiene mucha importancia. Acampé en las ruinas y volvió el sueño: María
Emilia y mi clon organizaban
reuniones de caridad en la iglesia. Él daba charlas de fe y contaba su
experiencia en el espacio, un supuesto encuentro con Dios, la aparición de la
Virgen en las estrellas, los estigmas que le aparecieron cuando la nave
naufragó por el espacio, su devoción ciega y su desinteresada tarea por aliviar
sus dolores del alma, Teniente. Decía que usted estaba poseído por el demonio y
que hablaba con él, todo el día, como un esquizofrénico. Y lo más insólito de
todo: “Regresamos porque Dios le dio un leve soplido a la nave y esa fuerza
permitió que la Sojisticus atravesara
la Vía Láctea a toda máquina”. Las charlas también eran en la televisión, todos
los Medios querían tener la primicia de reportear al Brigadier, héroe del
espacio. Se presentaba con un rosario grande colgado del cuello y miraba el
cielo cada vez que pronunciaba la palabra “Dios”. María Emilia estaba siempre a
su lado, embelesada por las palabras de un impostor, su pelo rubio y rizado, su
piel suave, sus largas piernas, sus turgentes senos. Daría todo lo que soy por
volver a poseerla. De sólo pensar en aquella pesadilla, se me turba el alma.
¿Ella será capaz de engañarme? Cuando ya éramos novios, íbamos al campo de mi
familia. Yo y mi Polaquito, que corría como y contra el viento, atravesábamos
todo el sendero de trigo, la realidad y la locura más radical; y ella allí,
esperándome en la máxima excitación femenina. ¿Será capaz de engañarme?
Desperté un poco
aturdido. Tras un desayuno rápido: unas tiritas de charqui duro como una piedra, seguí investigando el complejo
circular. En el fondo de un patio trasero, comenzaba otra gran escalinata, más
alta que la anterior. Conducía al segundo templo. Era parecido al anterior,
nada más que aquí todo era mucho más grande. Estaba tan
consternado que me persigné y recé un Padre Nuestro de rodillas. La sala principal era monstruosa
en sus dimensiones y se accedía a ella por una escalera, similar a la de la
Biblioteca Laurenciana: un río de lava solidificado formaba, en caída, los
amplios escalones. Los materiales eran iguales a los del primer templo. También,
las paredes transparentes, las pantallas inactivas a los costados, otras tumbas
parecidas a las anteriores pero con distintas inscripciones, el altar acabado
en una fuente circular. A diferencia del templo anterior, había, en la pared
del fondo, unos murales con imágenes que
representaban escenas extrañas. La imagen, que para mí era claramente de San Juan de Antioquia, estaba representando un acontecimiento protagónico en
el centro: “De su boca de oro” característica, surgía una espada de plata y,
como un buen pastor, conducía hasta el templo a un rebaño de criaturas de las
más extrañas y variadas por un gran desierto. En la hoja de la espada se leía
en letras góticas y doradas: “Dominus
noster imperator”.
Salí corriendo desesperado y confundido de las
ruinas, y regresé al vehículo. Cuando me volví para buscar agua, los templos desaparecieron,
fue como si se los hubiera tragado el desierto. Al rato de reflexionar y patear
la arena para ver si reaparecían las gigantescas edificaciones, retomé el
camino de regreso. El GPS del vehículo de reconocimiento comenzó a fallar y me
perdí en medio de la nada; ingresé en una zona que no se parecía a nada de lo
que había visto antes: una nube espesa de polvo. Por suerte, soy buen baquiano
y pude regresar siguiendo las rastrilladas que había dejado el vehículo a la
ida.
Mientras estuve perdido, volví a recordarla: Cuando
la conocí, ella
era, sin dudas, la expresión más lograda de la belleza. Sus rizos rubios, su
piel bronceada, sus ojos profundamente verdes, sus zapatillas de tela haciendo
juego con su pollerita corta. ¡Qué bonita que era!, tan dulcemente tímida.
Tenía una forma muy cómica de correrse los cabellos de la cara, me causaba
mucha gracia. Y sus delicadas manos recorriendo el teclado del piano, un
encanto. No sabía nada de la maldad, no tenía idea de las cosas feas del mundo
miserable en el que vivimos, pero igual
yo se lo perdoné por ser tan linda.
Eso fue lo que pasó en mi viaje por Gándara, como
la llama usted a esta tierra, aunque yo preferiría llamarla Nueva Argentina. Se los juro, tienen que
creerme, por favor. Lamentablemente, las cámaras del vehículo no funcionaron,
creí que estaban grabando todo, pero no. De regreso intenté ver la filmación y
comprobé, con asombro y mucha decepción, que no salió nada. Sólo se grabó una gran
nube de polvo y unas rocas que no dicen nada. Pero, de todas maneras, quizás
podamos ver la grabación, ¿qué les parece? Tal vez, aunque sea, podemos
corroborar los distintos tipos de cielos que apunté o acaso, con un zoom
importante y con mucha suerte, podamos ver el bosque que les describí. Si
quieren, también, podemos volver allá, los tres juntos, para que ustedes puedan
comprobarlo. Soy un hombre de palabra. Teniente, ¿por quién me ha tomado? No se
rían, se los juro, fue verdad, es la pura verdad. Qué me han dado para tomar,
malditos; qué me han hecho, monstruos, maniáticos, los maldigo…
Según
el Teniente Feliciano Correa, así concluyó la historia del Brigadier Álvaro Gómez
Herrera. Después de contarles la travesía por los desiertos del exoplaneta,
estaba tan exhausto por el licor y el relato de su viaje, que se quedó dormido
en la silla: tenía la cabeza hacia abajo, mirando el suelo, y un hilo de baba
le caía de la boca y se le acumulaba sobre el uniforme.
Con
el tiempo, se dijo que lo de la caja con el corazón era verdad. Pero que en
lugar del corazón, Herrera había traído el cerebro del Dr. Carlos Gastaldi en
una cajita que les había entregado a los soldados de la INCOC, cuando fueron
rescatados en el río Paraná. Esta información tampoco figura en los registros
del Juicio que el Gobierno dio a conocer. Algunos llegaron a decir que, además,
el Dr. Gastaldi fue clonado en un
laboratorio de Massachusetts o de Arkansas porque pretendían que el clon
pudiera descifrar unas anotaciones que hizo Gastaldi antes de morir, vitales
para saber la ubicación exacta del exoplaneta y otros datos de suma importancia
para comenzar una nueva misión. Supuestamente, la INCOC ha desarrollado una nueva técnica de clonación, por
medio de la cual, a partir de un conjunto de células cerebrales específicas,
pueden clonar a un Sujeto completo, física y emocionalmente. Recuperando, de
esta manera, recuerdos y gran parte de la capacidad intelectual del original.
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