Correa,
contrariamente a lo que pensábamos todos, volvió después de lo estipulado por
el Comité, a dar su testimonio. Estaba cambiado, más delgado. La pérdida de
peso le sobresaltaba, aún más, sus ojos rasgados. Había logrado pasar las
pruebas de los psiquiatras. ¿Qué les habrá dicho? Esos estudios, igual que los
que le realizaron a la nave, nunca se publicaron. Todos notamos con claridad y
sin asombro que Correa estaba cambiado, estaba débil y congestionado, no
parecía ser el mismo de antes.
—No
recuerdo mucho lo que pasó allá arriba. Creía recordar, pero no. No recuerdo
nada. Crisóstomo me ha dicho que no debo recordar más, porque ninguno de
ustedes me va a creer…
La
mujer del Dr. Gastaldi había decidido, después de su recaída en la sesión anterior,
no asistir, al menos a la última declaración de Correa, y prefirió ver la
indagatoria por televisión.
—…
Me comí a un hombre. Un tiempo después (no recuerdo cuánto, quizás unos tres
meses) del asado que había preparado el Brigadier, estuvimos listos para
volver. Tenía una libreta donde anotaba algunas impresiones y reflexiones. Me
vendría bien ahora, porque en ella anoté muchos detalles sobre la experiencia.
Pero han decidido, ustedes, señores del tribunal inquisidor, que se la llevaran
los yanquis, y luego estos gringos vienen a decirme cómo y qué debo decir.
Ya
nadie le decía nada. Ternieri permaneció en silencio, por ratos lo sorprendí
con una sonrisa nefasta dibujada en la cara. Se extrañaban sus intervenciones
tan elaboradas: “¿Usted quiere que creamos estas patrañas? ¿Por quiénes nos ha
tomado, Teniente?”. Débil y congestionado. La situación de Correa era delicada,
estaba entre las cuerdas, pero todavía quería dar batalla, tenía ganas de decir
su punto de vista; tal vez con la ayuda de Crisóstomo, tal vez con su propia
conciencia, eso ya no importaba. Correa tenía más cosas para decir y todos las
queríamos oír.
—… “Oíd mortales el
grito sagrado…” —gritó de pronto—, le enseñé a Crisóstomo el Himno Nacional
—agregó luego, más tranquilo—. Intentaba explicarle cómo es el fútbol y en un
momento me encontré enseñándole el Himno. Lo miré fijo y le conté cuando le
cortaron las piernas al Diego en el Mundial del ’94. Él me preguntó cómo podía
contarle esa historia si yo no había nacido. Me la contó mi papá y además vi
las películas Héroes y Héroes otra vez, le dije. La efedrina
—sacó la caja de un antigripal y se puso a leer el prospecto—: “…es un
simpaticomimético con actividad alfa-mimética predominante en la relación a la
actividad beta, un descongestivo sistemático, que actúa sobre los receptores
alfa-adrenérgicos de la mucosa del tracto respiratorio y produce
vasoconstricción”.
Pidió un vaso de agua
a un ordenanza que estaba parado a su derecha y cuando se lo trajo, se lo
agradeció muy cordial e insistentemente. Luego se llevó, con mucha calma, una
pastilla a la boca y se bebió el vaso completo, de un tirón.
—La noche eterna en
aquel exoplaneta se perdía extraña en las sierras áridas, millones de estrellas
nos ofrecían una luz tenue, nos quedamos dormidos. Yo, con el termo entre las
piernas. Crisóstomo, a mi lado, con el mate en la mano. Encontré un poco de
yerba entre las cosas de Gastaldi y estuve unos días enseñándole a Crisóstomo a
tomar mate. Al principio hacía arcadas, pero luego se acostumbró al sabor y a
los efectos de la yerba. Cuando despertamos estábamos congelados, hacía un frío
terrible. No sentía las piernas. Me sobresalté cuando sorprendí al Brigadier,
intentaba, con una jeringa muy grande, robarme un poco más de sangre para
seguir experimentando en el laboratorio. En una semana le había entregado,
amistosamente, casi un litro de sangre; pero no conforme con eso, ahora me
robaba sangre mientras dormía. “¿Qué hacés?”, le dije y estuve a punto de
putearlo o lo que es peor, de darle una “ñapi
en la jeta”, como le dije luego a Crisóstomo. Pero me contuve, era mi
superior, no podía faltarle el respeto, tampoco iba a dejarme hacer cualquier
cosa. Yo no quería terminar como el Dr. Gastaldi. No me dejaría comer por nada
del mundo. ¿Qué mundo?, ¿éste o aquél?
Ahora
lanzaba, como si fueran trompadas al aire, preguntas retóricas. La pérdida de
peso le sobresaltaba, aún más, sus ojos rasgados, su tez oscura. Estaba débil y
congestionado, no parecía ser el mismo de antes, por momentos daba pena.
—Las crónicas de Gándara, así llamaba a mi cuaderno, porque había
bautizado al planeta con ese nombre, Gándara.
A Crisóstomo le gustó la idea. El Brigadier ya se había enterado de que nos
encontrábamos aterrizados en un exoplaneta, pero evitaba el tema, lo negaba.
Seguramente, también lo negará cuando sea interrogado. Hay muchas cosas que
negará, yo ya lo sé. Sé que intentará dejarme en ridículo.
—Por favor, Teniente
Correa, intente evitar los juicios de valor sobre el Brigadier Gómez Herrera
—le señaló, sólo por compromiso, el Presidente del Comité, porque el resto de
la sesión casi no lo interrumpirían.
Tomó un poco de aire y
otro vaso de agua. Luego se quedó en silencio por un largo rato. En silencio,
se le exageró un tic nervioso que había adquirido recientemente: parpadeaba muy
seguido y cada tres parpadeos, imperceptiblemente, estiraba la boca hacia atrás
y hacia arriba, mostrando los dientes, como una sonrisa forzada. “Parece un coatí asustado”, me comentó un
corresponsal paraguayo que estaba sentado a mi lado, yo asentí con la cabeza y
le dije “Sí, está acabado”. Anoté el diálogo con mi colega en mi libretita
negra, subrayé la palabra coatí. Llegué
a mi casa y la busqué en internet: guaraní,
mamífero carnicero parecido al zorro. Cuando encontré el significado, no lo
relacioné con Correa, le faltaba astucia para parecerse a un zorro pero, como
nunca había visto un coatí, no le di
más vueltas al asunto y creí en las palabras de mi colega, que me habían parecido
sinceras cuando me lo dijo.
—Perdón —dijo de
pronto—, estoy un poco achumado,
deben ser las pastillas con efedrina que estoy tomando para el resfrío. Durante
los dos años que pasamos en Gándara
nunca nos enfermamos. Es increíble, porque allá arriba, por momentos, hacía un
frío que calaba bien hondo los huesos. En la Sojisticus teníamos morfina. Un par de veces, por las noches, nos inyectamos un poco para soportar el frío,
los dolores del alma, la soledad. “¿Cómo es el cielo en el otro extremo de Gándara?”, le pregunté una de esas
noches a Crisóstomo. Él me observó detenidamente, estaba tan drogado como yo.
Dijo: “Es cristalino, de tonos azulados, todos los tonos del azul, hasta llegar
al celeste”. “Nuestra bandera es celeste y blanca”, le conté y luego le mostré
una bandera argentina que llevábamos bordada en la manga derecha de nuestro
uniforme y otra que flameaba sobre la Sojisticus.
Antes de regresar, el Brigadier Herrera la descolgó, la ató a una vara de acero
y la clavó en suelo gandareño…,
“Señores del Gobierno,
hemos conquistado una nueva e importante porción de tierra para ensanchar
nuestro territorio nacional, sólo hay que volver a reclamarlo, asentarse en él”,
diría un mes después el Brigadier Gómez Herrera en su indagatoria.
—… bajo su cielo de
tonos azulados. De
postre hubo morfina. Sabíamos que ustedes no irían por nosotros. Imagínense la
tensión con la que vivíamos. Cuando llegaba la cena tratábamos de no perder el
vínculo que nos unía con la realidad. Charlábamos. Nos contábamos cosas de
nuestras vidas. “¿Teniente, cree que Gastaldi era buena persona?”, me preguntó
un día el Brigadier. Yo no supe que responderle. A Gastaldi lo conocí un año
antes del viaje, nunca antes lo había visto en mi vida. Lo vi por primera vez
en el Área Material Quilmes, más conocida como la IMPA, allí realizamos el
entrenamiento para el viaje. Consistía en mucho ejercicio físico; pruebas de inteligencia:
ejercicios de física, química, matemáticas, y unas setenta y dos horas
semanales de simulacros de vuelo, en un simulador que fue construido
especialmente para la misión. Seudosojisticus
0, lo llamábamos con Gastaldi. Herrera nunca participaba de nuestras
bromas, desde el principio fue el superior al mando. En las pruebas físicas
siempre bastardeaba a Gastaldi porque no era bueno haciendo ejercicio físico; es
verdad, era algo torpe, pero le salían muy bien las pruebas de inteligencia. Creo
que a Herrera le molestaba eso. Se desquitaba de la superioridad de Gastaldi
para las cuentas en el simulador de vuelos, tenía muchas horas de práctica,
aunque volar un avión no era exactamente igual que volar la Sojisticus, Herrera lo hacía muy bien. En el campo de deportes y en el gimnasio, yo
era el que más se destacaba, porque era el más joven de la tripulación. Pero el
Brigadier, a veces, organizaba las rutinas de entrenamiento y nos daba las
órdenes. “Gastaldi, usted tiene menos reacción que una babosa”, le gritaba Herrera
al doctor. Después me enteré de que se conocían de mucho antes; se habían conocido,
algunos en la Base decían que en una reunión de Estado; otros, en una cacería
de tiburones. Una noche el Brigadier estaba pasado de morfina y licor y me dijo
que a él no le gustaba el agua. “Yo soy como un ave, Teniente. El agua no es
para mí, a mí me gusta estar arriba, en el aire, volar, llegar lejos. El mar
tiene sus límites, en cambio el cielo es infinito, nunca se toca el fondo”. Sus
experimentos no dieron buenos resultados, para lo único que sirvieron fue para
engordar a los animales y vegetales que habían copado la nave. “Estamos en
guerra”, me gritó una noche y lo obligó a Crisóstomo a que haga un mapa del
exoplaneta. Quería saber de dónde provenían esas criaturas. Nos había escuchado
hablar, a Crisóstomo y a mí, de la región central y quería conocerla. “Dale, dibujá, mierda”, le gritaba y
Crisóstomo lo miraba con paciencia, no le decía nada, sólo lo miraba, tampoco
agarraba el lápiz. Pero después de un rato de insistirle, tomó el lápiz y
garabateó un mapa. Dibujó unas montañas altas y kilómetros de desierto. Señaló,
con una cruz, una cueva en una de las montañas, por donde, según él, se
ingresaba, descendiendo por una gruta, a la zona central del planeta. “Allí
es”, le decía y señalaba el mapa. “Trescientos kilómetros hasta la primera
precordillera, luego unos cien kilómetros al norte, donde se encuentran los
macizos rocosos más altos, ahí se encuentra la cueva de…”, pensó qué nombre
darle y dijo: “…Montesinos”. Luego me
miró cómplice y agregó: “El descenso debe ser lento, ya que la gruta es muy
angosta, sólo cabe un cuerpo a la vez”. Cuando nos despertamos, el Brigadier
preparaba su equipo para salir a hacer un examen del terreno. El
vehículo de reconocimiento estaba atorado en el transbordador, tuvo que bajar manualmente
la compuerta de emergencia para liberarlo. El vehículo estaba preparado para transitar
terrenos áridos y difíciles y hacer dos mil kilómetros. Herrera quería llegar
hasta la cueva y descender por la gruta. Descolgó la Bandera argentina de la Sojisticus, la dobló cuidadosamente, la
guardó en una caja y luego buscó una vara de metal que ató al portaequipajes
del vehículo de reconocimiento. “¿Vienen conmigo?”, nos preguntó. “No”, le
dijimos con la cabeza, ya ni siquiera le hablábamos. Creo que después de
aquella noche, casi no volvimos a hablar. Cuando se fue, entramos al
laboratorio, teníamos la entrada prohibida. Lo que vimos allí es algo
repugnante que no puedo traducir en palabras, Herrera se había convertido en un
monstruo desalmado, una suerte de Mengele o doctor Moreau. Nunca podré sacarme
de la cabeza lo que vi allí, era espeluznante. Les dimos una muerte digna a
todas aquellas criaturas y procuramos llenar los tanques vacíos de combustible,
ya que Herrera sólo había logrado unos pocos litros, deficientes para conseguir
el despegue. El combustible que utilizamos para regresar fue una fórmula que
ideó Crisóstomo: acrecentando la gradación alcohólica de su licor, consiguió una
especie de gas butano muy espeso. El Brigadier estuvo ausente una semana. Después
de unos días de su regreso, supimos qué pasó, dónde había estado. Pero
sospechábamos que no había encontrado la cueva, ni nada. En realidad lo
sabíamos, porque Crisóstomo me contó que dibujó cualquier cosa como mapa, las
distancias eran imprecisas y la cueva, claro, no existía, sino que se descendía
a la región central por una gruta marina, que quedaba a cinco mil quinientos
kilómetros de donde nos encontrábamos, no en una alta cordillera sino en un
golfo de gran calado.
“Señores del Gobierno,
hemos conquistado una nueva e importante porción de tierra…”, diría un mes
después el Brigadier Gómez Herrera en su indagatoria.
La
pérdida de peso le sobresaltaba, aún más, sus ojos rasgados, su tez oscura.
Estaba débil y congestionado. Pero ahora estaba siendo más preciso al hablar,
no se contradecía. Por primera vez en los tres interrogatorios, se estaba
soltando, por fin lo dejaban hablar, decir todo lo que tenía para contar con
lujo de detalles. Su relato era cada vez más inverosímil pero, también,
apasionante.
—… Trajo de nuevo la
bandera, pero la dejó doblada en la caja hasta el día en que regresamos. Ese
día la sacó con mucho cuidado, la desplegó sobre la mesa, la ató fuerte en un
extremo de la vara de metal y, antes del despegue, la clavó en el suelo árido
de Gándara. La bandera flameaba contenta en la atmósfera de tonos azulados de
aquel planeta lejano. La vimos flamear un buen rato desde la nave y la
saludamos, felices, con las dos manos. “Chau, bandera, chau”, le decíamos y la
saludábamos, con nostalgia, con temor y felicidad. Seguramente, todos ustedes
se preguntarán, en este preciso momento, ¿cómo hicimos para regresar? ¿Cómo
pudimos hacerlo si las
naves humanas, a gatas, llegan hasta Marte? ¿Teníamos el suficiente combustible
para poder hacerlo?
Ahora,
volvía a lanzar, como si fueran trompadas al aire, preguntas retóricas. La
pérdida de peso le sobresaltaba, aún más, sus ojos rasgados, su tez oscura.
De nuevo exageraba su tic nervioso que había adquirido recientemente: parpadeaba
muy seguido y cada tres parpadeos, imperceptiblemente, estiraba la boca hacia
atrás y hacia arriba, mostrando los dientes, como una sonrisa forzada.
A
las 12:45 horas, El Tribunal propuso hacer un receso de una hora y media para
almorzar y tomar un poco de aire. Salí rápido de la sala, no quería cruzarme
con nadie de los Medios. Seguramente, propondrían ir a algún bar aledaño a
tomar unas cervezas, a fumar como condenados a muerte y a pegarse un sartenazo
en el baño, cada quince minutos. Hablarían, sin parar, del rating, de fútbol,
de mujeres y de hombres, del clima, etc.
Compré
un sándwich de milanesa completo y una gaseosa y luego caminé sin un rumbo
preciso. Llegué a una plaza pequeña que me resultaba familiar y me senté bajo
un árbol robusto que resistía el cemento de la ciudad, que lo iba acorralando
de a poco. Efectivamente, yo ya había estado allí en otra oportunidad. Dos años
antes, después de entregar un trabajo en una editorial de la zona, caminé,
también sin rumbo, y llegué hasta aquí. La plaza era más grande, había más
verde y otros cuatro árboles, tan robustos como el que seguía resistiéndose. Crucé
la puerta de la reja que rodeaba la plaza; pasé la vista, con cierto desgano,
para elegir un buen lugar y me senté a tomar la gaseosa y comer el sándwich. Abrí
el sachetcito que te daban con la vianda, y le agregué una escasa cantidad de
kétchup por arriba; aunque debo confesar que estaba muy bueno: una milanesa
gigante con doble rebozado, dos rodajas de tomate, tres fetas de jamón cocido y
tres de queso de máquina, fundido al pan rallado debido al calor de la carne.
Hice
un repaso mental, ayudado por mis notas y papeles, para recordar el día del
aterrizaje forzoso en el río Paraná. “Correa hará, seguramente, referencia al
episodio”, pensé. Ese día me interesaba sobremanera, porque de lo sucedido en
el espacio no existen, por el momento, hipótesis firmes, pero sobre lo sucedido
aquí, en la tierra, se puede investigar más para llegar a algunas verdades.
“Habría
aterrizado un ovni en el río Paraná”, leí en una nota que tenía en la libretita
negra. Fue la primera información que se conoció sobre el hecho, lo había dicho
un locutor de una radio de Rosario y, a los pocos minutos, Crónica TV mostraba
una de sus famosas placas: “Aterrizó una nave extraterrestre en el río Paraná,
marcianos toman isla cerca de Rosario”. Un satélite de la INCOC había captado a la Sojisticus dos días antes de que entrara
en la atmósfera. El Área estuvo cerrada casi desde el comienzo. Ningún Medio
nacional o internacional tuvo acceso a la zona vallada.
El
satélite no había podido captar imágenes, sólo se sabía que un cuerpo pequeño,
que no parecía ser un meteorito, en dos días entraría a la atmósfera terrestre
a gran velocidad, e impactaría en el río. “¡Por fin llegó el día! El sueño de
la INCOC
se hace realidad”, publicó un periódico francés un día antes del hecho. “¿Por
qué la INCOC dio a conocer este caso bochornoso?”, decía uno
ruso, unas semanas después, cuando ya había comenzado el juicio. “Hubiera sido
mejor que nos dijeran que realmente habían encontrado extraterrestres. Aunque
estos dos son bastante marcianos”, anoté en el margen de la hoja del diario.
¿Qué
nos oculta la INCOC con el papelón del Teniente Correa y del Brigadier
Gómez Herrera? ¿Qué pasó con el Dr. Carlos Gastaldi?; ¿en verdad se lo habían
comido como yo comía aquel sándwich de milanesa completo en una plaza que
siempre encuentro por azar, en esta ciudad asfixiante, cuando necesito tomar
aire, caminar y pensar? ¿Lo mataron y se lo comieron? ¿Qué hay de aquellas
criaturas que ambos describieron?
Terminé
el sándwich, saqué un cigarrillo y fumé tranquilo, observando la hierba rala
crecer. La reja tenía una altura de dos metros, más o menos; una planta se
enredaba en ella y cubría todo el sector lateral. El frente estaba lampiño. Era
esa hora de la tarde, cuando el sol está bien en lo alto y quema. Por suerte
estaba bajo aquel árbol robusto que me daba sombra. Hacía dos meses que había
caído la nave en el río. Me detuve en las raíces: un numeroso ejército de hormigas
trasladaba medio cadáver de una cucaracha y dos de unos grillos, hacia el
hormiguero. Era impresionante ver cómo los sujetaban para arrastrarlos. Dos
días después del aterrizaje, un pescador de la zona le contó, a un pequeño
periódico santafesino, que había visto una criatura extraña nadando en el río.
Los Medios masivos no dijeron ni “mu” sobre el asunto; a principios de este
mes, un día antes de que comenzara el testimonio de Correa, apareció, en un
periódico online extranjero, otro relato de un pescador sobre criaturas
extrañas avistadas en el río. Levanté la mirada cuando las hormigas ya habían
introducido completamente el cadáver de la cucaracha y ahora iban por el
primero de los grillos; miré mi reloj, la audiencia se reanudaría en cinco
minutos. Cerré mis apuntes, me incorporé, tiré los restos de mi vianda en el
tacho de basura que estaba en la puerta de la plaza y aceleré el paso en
dirección al juzgado. Cuando llegué, Correa ya había comenzado a hablar. Pedí
permiso, lo más silenciosamente que pude, y me senté en la silla que tenía
reservada porque cubría el Juicio para un importante magazine internacional. Correa continuaba su relato cada vez con
más dispersiones, comentarios superfluos y divagaciones.
—… Crisóstomo hacía días que estaba
muy concentrado. “La puta madre, justo en el agua vamos a caer”, gritó el Brigadier
cuando caímos al río. La cápsula se sumergió unos setenta metros hasta el
fondo, y salió expulsada con furia hacia arriba. Luego, flotó en las aguas
dulces del río, por una media hora, hasta que fuimos rescatados por los
soldados de la INCOC. “Los gringos siempre entrometiéndose con el
destino de la Patria”, agregó el Brigadier y luego continuó “Ya nadie recuerda
las gestas patrióticas”. Desde chico siempre tuve sueños muy extraños,
premonitorios. Cuando desperté estaba en un cuarto oscuro, creo que era de
noche. Mientras intentaba incorporarme en la cama, entró un enfermero
trayéndome un cóctel de medicamentos y calmantes; entonces lo vi con una
jeringa tratando de extraerme sangre, me sobresalté un poco e intenté
golpearlo, recordé la escena en Gándara, vi a Herrera en aquel pobre hombre e
intenté defenderme con todas mis fuerzas. Tuvieron que venir dos enfermeros más
para sujetarme. Entre los tres, lograron doblegarme para extraerme la sangre,
luego me inyectaron un calmante y me hicieron tragar toda la medicación. Volví
al sueño. Cuando se abrió la escotilla principal y pudimos salir de la cápsula,
unos treinta hombres armados hasta los dientes nos apuntaban con armas de todos
los calibres, desde tres barcos que nos rodeaban. El calor incandescente del
chasis de la Sojisticus, en contacto
con el agua, la había condensado y se produjo un vapor que no me permitía ver
bien, pero de todas maneras, confirmo, señores, que vi a unos treinta hombres
bien armados apuntándonos. Toqué el agua cuando dos soldados intentaron
sujetarme con fuerza, para conducirme a uno de los botes, rocé el agua con la
punta de los dedos y luego se me sumergieron los pies. El agua estaba fría,
pero por suerte, la humedad del aire había aclimatado un poco mi cuerpo y el
contraste no fue tanto. “¿Te da miedo ir a la Tierra?”, le pregunté a
Crisóstomo, hacía días que estaba muy concentrado, reflexivo. “¿Y vos, mi Teniente,
tiene miedo de quedarse a vivir en Gándara?”, me respondió él con otra
pregunta. Todavía no lo sé, no sé si tuve miedo allá, si simplemente me
acostumbré o qué. Le temía más al Brigadier. “¿Teniente, creés que Gastaldi era
buena persona?”, me preguntó luego, y la pregunta me recordó las palabras de
Herrera. “No lo sé tampoco. No parecía lo contrario. Creo que no lo conocí lo
suficiente”. Esa fue mi respuesta.
“Aterrizó
una nave extraterrestre en el río Paraná, marcianos toman isla cerca de
Rosario”. “Vi algo que se movía ondulante en los juncos de la orilla”, de
pronto volvían a mí algunas de las citas y anotaciones que había retenido
durante el almuerzo. Abrí mi libretita negra y tomé nota de la definición que
dio Correa de los Agujeros de gusano,
me pareció muy atinada, pero ininteligible.
—“Estoy pensando la forma de salir
de aquí. Tenemos que llegar hasta el Agujero
de gusano que los trajo. Hay riesgos, bastante altos, de no lograrlo.
Podría conducirnos a cualquier parte”, dijo después. Yo lo miré atónito, no
sabía que eso era posible. Había escuchado hablar de
esos gusanos en las clases de
entrenamiento, pero las hipótesis científicas descartaron, hace ya algún
tiempo, la posibilidad de utilizarlos como puentes espaciales para acortar
distancias siderales, porque dicen que “las otras dimensiones espaciales estarían
contractadas o compactadas a escalas subatómicas, por lo que es imposible
aprovechar estas dimensiones espaciales extras para viajes en el espacio-tiempo”.
En el sueño estaba parado en el desierto de Gándara, solo, absolutamente solo.
La tierra seca se abría de pronto y salían bocas gigantes que intentaban
tragarme. Adentro de las bocas podía ver un paraíso. El paraíso que me
describió Crisóstomo. La región
interior central.
“¿Las hipótesis
científicas descartaron la posibilidad de utilizarlos como puentes espaciales
para acortar distancias siderales, las otras dimensiones espaciales estarían
contractadas o compactadas a escalas subatómicas, por lo que es imposible
aprovechar estas dimensiones espaciales extras para viajes en el
espacio-tiempo?”. La escribí así, con signos de pregunta, tenía que informarme
sobre estos gusanos, nunca antes
había oído hablar de ellos.
—De
pronto se acercó el Brigadier e hicimos silencio. “¿Dónde está tu tierra?”, le
preguntó irónicamente, a Crisóstomo. Él miró el cielo, moviendo las manitas, señalando hacia arriba, rezando a
su manera. Porque todas las criaturas pertenecen a Dios. Yo miré
al Brigadier con odio y él lo notó. Crisóstomo le respondió “De acá, ahora creo
que soy de acá, de Gándara, como llama el Teniente a esta tierra”. Herrera dio
media vuelta y se fue. No esperaba la respuesta de Crisóstomo. Creía que él era
una marioneta mía, que yo lo manipulaba a mi antojo, pero eso no es cierto.
Crisóstomo siempre fue independiente. No sabíamos dónde fue cuando estuvo
ausente. “Deberíamos indagarlo un poco”, me dijo Crisóstomo. Yo lo miré y
asentí con la cabeza. “Tenemos que darle del licor nuevo que estuviste preparando”. No me dejan ir, veo la estrecha gruta marina en el golfo de gran
calado, el cielo es cristalino, de
tonos azulados, todos los tonos del azul, hasta llegar al celeste como el de nuestra
bandera. ¿Qué mundo? Por fin, una de las bocas me tragaba, del otro lado
observé confuso, siguiendo con la vista las rastrilladas que surcaban la
pampa en todas las direcciones: kilómetros y kilómetros de selvas
con profunda vegetación, océanos de agua dulce y salada y uno de los mejores
oxígenos de toda esta galaxia, como había afirmado Crisóstomo. También había
especies animales, vegetales y minerales de las más variadas. Eso soñé.
“Gringos de mierda, ustedes siempre entrometiéndose con el destino de mi
Patria, ¿ya se olvidaron de las gestas patrióticas, cuando los corrimos con
agua o aceite hirviendo, o en la Vuelta de Obligado?”, les gritaba el Brigadier
a los soldados de la INCOC, cuando intentaron sujetarlo para llevarlo hasta el
bote.
Entonces
se hizo un silencio. Correa exageró una vez más su tic nervioso (parpadeaba muy
seguido y cada tres parpadeos, imperceptiblemente, estiraba la boca hacia atrás
y hacia arriba, mostrando los dientes, como una sonrisa forzada), y le lanzó
una mirada fulminante a Ternieri. El General miraba para otro lado y se pasaba
un pañuelo por la frente. “¿Qué va a decir ahora?”, pensé. Todos sabíamos que
Ternieri había participado activamente en el operativo de rescate, por eso
formaba parte del Tribunal. Él había escoltado, en un PIPER PA-31, a Correa y Gómez
Herrera, desde el río hasta la base de la IIª Brigada Aérea de Paraná, en la provincia de Entre Ríos, donde se
les realizaron las primeras pruebas médicas a los astronautas argentinos.
—…
Eufórico, golpeó a uno de un puñetazo. Otro le puso una pistola automática en
la cabeza y le dijo “Came on, move”.
Finalmente, luego de unos minutos de tensión, en los que el Brigadier sintió el
metal frío en la sien y la sangre hirviéndole por las venas, tuvo que
intervenir un alto Oficial de la Fuerza Aérea Argentina, que Gómez Herrera
reconoció rápidamente, para que no recibiera una paliza; ya lo habían rodeado y
lo sujetaban de los brazos, se disponían a golpearlo. En realidad, lo golpearon
con fuerza en el rostro una o dos veces. Esa noche, bajo los efectos del licor
de Crisóstomo, el Brigadier se soltó y se fue de boca. Dijo muchas cosas, y
entre ellas, por suerte, porque era lo que queríamos oír, nos narró la historia
de su viaje por Gándara.
La
congestión de Correa había desaparecido, la medicación comenzaba a hacerle
efecto. Ahora se lo veía más robustecido y joven. Había en la pared, frente a
él, unos grandes vitrales que reflejaban, sobre su cuerpo, una luz ocre, y le
desdibujaba las facciones del rostro. Quizás ese efecto me hizo verlo más
robusto y joven. Una fuerza sobrenatural, la luz, lo envolvía en un aura llameante,
una especie de campo magnético. Así, protegido por la luminosidad tenue del
ocaso, comenzó el relato sobre la excursión del Brigadier Gómez Herrera por los
desiertos del lejano exoplaneta[1].
—…
“Son puras patrañas”, me dijo Crisóstomo cuando nos encontramos solos. Herrera
se había quedado dormido en la silla; tenía la cabeza hacia abajo, mirando el
suelo y un hilo de baba le caía de la boca y se acumulaba sobre su uniforme.
“¿Sabés una cosa mi Teniente? Yo tampoco sé cómo era Gastaldi, porque no lo
conocí. Pero escuché cuando le decía al Brigadier No me mate, por favor, no me mate, y el otro le sacudía con todo:
tenía el extintor con las dos manos alzadas y lo dejaba caer con fuerza,
primero sobre los brazos de Gastaldi que intentaba cubrirse; luego sobre la
cabeza y el rostro. Usted también lo vio, ¿no, Teniente?”, me decía Crisóstomo
y yo le rehuía la mirada; no quería recordar la escena, pero sí, lo había visto
todo. Yo sé que Herrera lo negará completamente, pero él no tuvo piedad con el
Dr. Gastaldi, las criaturas no tuvieron nada que ver en todo esto, tampoco
nuestra separación después del salto espacio-temporal en el Agujero de gusano. “¿Cuánto hace de nuestro
regreso?”, le pregunté una mañana a mi enfermero. Él se encogió de hombros. He
perdido la capacidad que tienen los hombres para calcular el tiempo. Cuando era
chico lo sabía de sólo mirar el cielo. Esas cosas se saben en el campo…
En
silencio, volvió a hacer la mueca de la que ya les hablé: parpadeaba muy
seguido y cada tres parpadeos, imperceptiblemente, estiraba la boca hacia atrás
y hacia arriba, mostrando los dientes, como una risa nerviosa. Desde el fondo
de la sala, su padre sollozaba, tenía las manos detrás del cuerpo, ocultas.
Después, hablando con un fotógrafo amigo que se encontraba en la sala, me dijo
que él vio que el padre de Correa cruzaba los dedos detrás del cuerpo. Su hijo
menor, cada tanto le secaba las lágrimas con la mano y lo palmeaba con suavidad
en la espalda o en el hombro.
—…
son los gajes del oficio de cualquier paisano, pero yo los he perdido. El sueño
terminaba así: una de las bocas me tragaba. Del otro lado, al final de la
rastrillada, había kilómetros y kilómetros de profunda vegetación; océanos de
agua dulce y salada, donde nadaban peces rayados y cuadriculados. En el cielo y
sobre los árboles, aves salvajes de exótico plumaje. Quietos o en movimiento,
cazando, pastando, grandes y pequeños mamíferos, réptiles y otras especies. El
enfermero corrió las cortinas, para que entrara un poco de luz. Necesitaba,
como algunos lagartos, calentar mi piel por unos minutos. No he vuelto a mi
vida anterior y no creo volver a ella. Utilizando el Agujero de gusano y grandes cantidades de combustible, logramos
volver a la Vía láctea, aproximadamente, en dos días; antes de llegar, a la
distancia reconocimos la espiral barrada, su núcleo galáctico activo. “Debimos
estar en Andrómeda o en la galaxia del Triangulo”, me dijo Herrera. Yo me
encogí de hombros.
—¿Alguien
quiere hacerle algunas preguntas al Teniente? —dijo sin ganas el Presidente del
Tribunal—. Bueno, entonces damos por cerrada la sesión —agregó, inmediatamente,
sin permitir que nadie osara levantar la mano para hacer una pregunta—. Recuerden
que continuaremos en tres días con la indagatoria al Brigadier Gómez Herrera.
Los esperamos a partir de las ocho horas del día lunes. Gracias.
—Permítame,
Sr. Presidente, una última aclaración —dijo de pronto Correa—. Algunos me
preguntaron en la primera sesión si Crisóstomo estaba conmigo en la sala. La
respuesta es que no. Él nunca vino a la Tierra, prefirió quedarse en Gándara. A
veces se comunica conmigo telepáticamente o en sueños… —El Presidente lo detuvo
al instante, no permitiría, de ninguna manera, que Correa siguiera hablando.
“Gracias, Teniente, su indagatoria ya ha terminado”, dijo y todos comenzamos a
retirarnos lentamente del recinto.
Así
finalizó su testimonio el Teniente Correa. La indagatoria duró doce horas en
total. Correa no se calló nada. Volvió a declarar su inocencia e incriminó
nuevamente al Brigadier Gómez Herrera por la muerte del Dr. Carlos Gastaldi; y
no tuvo tapujos para acusar gravemente a la INCOC y a la Fuerza Aérea por sus
métodos persuasivos en el operativo de “rescate”. Cuando terminó, hizo la mueca
por última vez: parpadeó muy seguido y cada tres parpadeos, imperceptiblemente,
estiró la boca hacia atrás y hacia arriba, mostrando los dientes, como sonriendo
nervioso. Después fue trasladado por unos oficiales hasta un vehículo de la
Fuerza Aérea que lo esperaba afuera del recinto; continuaría incomunicado hasta
saber el veredicto del Tribunal, todavía no se sabía bien cuáles eran los
cargos, la investigación era muy turbia, había más incógnitas que certezas. Mientras
tanto, ¿dónde estaba la Sojisticus AR-1?
¿Qué pasó con el Dr. Carlos Gastaldi? ¿Qué juicio era éste sin pruebas? ¿La INCOC
ocultaba algo, por eso habían secuestrado toda la evidencia? ¿Qué había detrás
de los testimonios de los pescadores rosarinos, que aseguraban haber visto
criaturas extrañas en el río Paraná? ¿Qué pasaría con los acusados?
El viernes debía irme con un grupo compuesto por camarógrafo,
fotógrafo y productor para Santa Fe, a rastrillar la zona del río donde los
pescadores aseguraban haber visto a las criaturas extrañas. Cubrimos desde
exteriores un móvil para un programa especial que emitió un canal porteño. No
encontramos absolutamente nada raro: salí como un tarado en la tele con el
micrófono en la mano, interrogué a algunos lugareños, hicimos algunas tomas con
el río y la vegetación de fondo, pero no dimos con los seres extraños. De todas
maneras, fue una travesía fantástica que prometo contarles en otra oportunidad.
El domingo estaría nuevamente en Buenos Aires, porque el lunes tenía que
cubrir, desde muy temprano, el primer testimonio del Brigadier.
[1] Este relato del
Teniente, dentro de su testimonio, ganó su propia autonomía; por ese motivo lo
transcribo aparte al final de la indagatoria, sin las intervenciones de Correa. (Nota del
Narrador).
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