martes, 10 de mayo de 2016

Feliciano Correa III

Correa, contrariamente a lo que pensábamos todos, volvió después de lo estipulado por el Comité, a dar su testimonio. Estaba cambiado, más delgado. La pérdida de peso le sobresaltaba, aún más, sus ojos rasgados. Había logrado pasar las pruebas de los psiquiatras. ¿Qué les habrá dicho? Esos estudios, igual que los que le realizaron a la nave, nunca se publicaron. Todos notamos con claridad y sin asombro que Correa estaba cambiado, estaba débil y congestionado, no parecía ser el mismo de antes.
—No recuerdo mucho lo que pasó allá arriba. Creía recordar, pero no. No recuerdo nada. Crisóstomo me ha dicho que no debo recordar más, porque ninguno de ustedes me va a creer…
La mujer del Dr. Gastaldi había decidido, después de su recaída en la sesión anterior, no asistir, al menos a la última declaración de Correa, y prefirió ver la indagatoria por televisión.   
—… Me comí a un hombre. Un tiempo después (no recuerdo cuánto, quizás unos tres meses) del asado que había preparado el Brigadier, estuvimos listos para volver. Tenía una libreta donde anotaba algunas impresiones y reflexiones. Me vendría bien ahora, porque en ella anoté muchos detalles sobre la experiencia. Pero han decidido, ustedes, señores del tribunal inquisidor, que se la llevaran los yanquis, y luego estos gringos vienen a decirme cómo y qué debo decir.
Ya nadie le decía nada. Ternieri permaneció en silencio, por ratos lo sorprendí con una sonrisa nefasta dibujada en la cara. Se extrañaban sus intervenciones tan elaboradas: “¿Usted quiere que creamos estas patrañas? ¿Por quiénes nos ha tomado, Teniente?”. Débil y congestionado. La situación de Correa era delicada, estaba entre las cuerdas, pero todavía quería dar batalla, tenía ganas de decir su punto de vista; tal vez con la ayuda de Crisóstomo, tal vez con su propia conciencia, eso ya no importaba. Correa tenía más cosas para decir y todos las queríamos oír.        
—… “Oíd mortales el grito sagrado…” —gritó de pronto—, le enseñé a Crisóstomo el Himno Nacional —agregó luego, más tranquilo—. Intentaba explicarle cómo es el fútbol y en un momento me encontré enseñándole el Himno. Lo miré fijo y le conté cuando le cortaron las piernas al Diego en el Mundial del ’94. Él me preguntó cómo podía contarle esa historia si yo no había nacido. Me la contó mi papá y además vi las películas Héroes y Héroes otra vez, le dije. La efedrina —sacó la caja de un antigripal y se puso a leer el prospecto—: “…es un simpaticomimético con actividad alfa-mimética predominante en la relación a la actividad beta, un descongestivo sistemático, que actúa sobre los receptores alfa-adrenérgicos de la mucosa del tracto respiratorio y produce vasoconstricción”.
Pidió un vaso de agua a un ordenanza que estaba parado a su derecha y cuando se lo trajo, se lo agradeció muy cordial e insistentemente. Luego se llevó, con mucha calma, una pastilla a la boca y se bebió el vaso completo, de un tirón.     
—La noche eterna en aquel exoplaneta se perdía extraña en las sierras áridas, millones de estrellas nos ofrecían una luz tenue, nos quedamos dormidos. Yo, con el termo entre las piernas. Crisóstomo, a mi lado, con el mate en la mano. Encontré un poco de yerba entre las cosas de Gastaldi y estuve unos días enseñándole a Crisóstomo a tomar mate. Al principio hacía arcadas, pero luego se acostumbró al sabor y a los efectos de la yerba. Cuando despertamos estábamos congelados, hacía un frío terrible. No sentía las piernas. Me sobresalté cuando sorprendí al Brigadier, intentaba, con una jeringa muy grande, robarme un poco más de sangre para seguir experimentando en el laboratorio. En una semana le había entregado, amistosamente, casi un litro de sangre; pero no conforme con eso, ahora me robaba sangre mientras dormía. “¿Qué hacés?”, le dije y estuve a punto de putearlo o lo que es peor, de darle una “ñapi en la jeta”, como le dije luego a Crisóstomo. Pero me contuve, era mi superior, no podía faltarle el respeto, tampoco iba a dejarme hacer cualquier cosa. Yo no quería terminar como el Dr. Gastaldi. No me dejaría comer por nada del mundo. ¿Qué mundo?, ¿éste o aquél?          
Ahora lanzaba, como si fueran trompadas al aire, preguntas retóricas. La pérdida de peso le sobresaltaba, aún más, sus ojos rasgados, su tez oscura. Estaba débil y congestionado, no parecía ser el mismo de antes, por momentos daba pena. 
Las crónicas de Gándara, así llamaba a mi cuaderno, porque había bautizado al planeta con ese nombre, Gándara. A Crisóstomo le gustó la idea. El Brigadier ya se había enterado de que nos encontrábamos aterrizados en un exoplaneta, pero evitaba el tema, lo negaba. Seguramente, también lo negará cuando sea interrogado. Hay muchas cosas que negará, yo ya lo sé. Sé que intentará dejarme en ridículo.
—Por favor, Teniente Correa, intente evitar los juicios de valor sobre el Brigadier Gómez Herrera —le señaló, sólo por compromiso, el Presidente del Comité, porque el resto de la sesión casi no lo interrumpirían.   
Tomó un poco de aire y otro vaso de agua. Luego se quedó en silencio por un largo rato. En silencio, se le exageró un tic nervioso que había adquirido recientemente: parpadeaba muy seguido y cada tres parpadeos, imperceptiblemente, estiraba la boca hacia atrás y hacia arriba, mostrando los dientes, como una sonrisa forzada. “Parece un coatí asustado”, me comentó un corresponsal paraguayo que estaba sentado a mi lado, yo asentí con la cabeza y le dije “Sí, está acabado”. Anoté el diálogo con mi colega en mi libretita negra, subrayé la palabra coatí. Llegué a mi casa y la busqué en internet: guaraní, mamífero carnicero parecido al zorro. Cuando encontré el significado, no lo relacioné con Correa, le faltaba astucia para parecerse a un zorro pero, como nunca había visto un coatí, no le di más vueltas al asunto y creí en las palabras de mi colega, que me habían parecido sinceras cuando me lo dijo.        
—Perdón —dijo de pronto—, estoy un poco achumado, deben ser las pastillas con efedrina que estoy tomando para el resfrío. Durante los dos años que pasamos en Gándara nunca nos enfermamos. Es increíble, porque allá arriba, por momentos, hacía un frío que calaba bien hondo los huesos. En la Sojisticus teníamos morfina. Un par de veces, por las noches,  nos inyectamos un poco para soportar el frío, los dolores del alma, la soledad. “¿Cómo es el cielo en el otro extremo de Gándara?”, le pregunté una de esas noches a Crisóstomo. Él me observó detenidamente, estaba tan drogado como yo. Dijo: “Es cristalino, de tonos azulados, todos los tonos del azul, hasta llegar al celeste”. “Nuestra bandera es celeste y blanca”, le conté y luego le mostré una bandera argentina que llevábamos bordada en la manga derecha de nuestro uniforme y otra que flameaba sobre la Sojisticus. Antes de regresar, el Brigadier Herrera la descolgó, la ató a una vara de acero y la clavó en suelo gandareño…,
“Señores del Gobierno, hemos conquistado una nueva e importante porción de tierra para ensanchar nuestro territorio nacional, sólo hay que volver a reclamarlo, asentarse en él”, diría un mes después el Brigadier Gómez Herrera en su indagatoria.        
—… bajo su cielo de tonos azulados. De postre hubo morfina. Sabíamos que ustedes no irían por nosotros. Imagínense la tensión con la que vivíamos. Cuando llegaba la cena tratábamos de no perder el vínculo que nos unía con la realidad. Charlábamos. Nos contábamos cosas de nuestras vidas. “¿Teniente, cree que Gastaldi era buena persona?”, me preguntó un día el Brigadier. Yo no supe que responderle. A Gastaldi lo conocí un año antes del viaje, nunca antes lo había visto en mi vida. Lo vi por primera vez en el Área Material Quilmes, más conocida como la IMPA, allí realizamos el entrenamiento para el viaje. Consistía en mucho ejercicio físico; pruebas de inteligencia: ejercicios de física, química, matemáticas, y unas setenta y dos horas semanales de simulacros de vuelo, en un simulador que fue construido especialmente para la misión. Seudosojisticus 0, lo llamábamos con Gastaldi. Herrera nunca participaba de nuestras bromas, desde el principio fue el superior al mando. En las pruebas físicas siempre bastardeaba a Gastaldi porque no era bueno haciendo ejercicio físico; es verdad, era algo torpe, pero le salían muy bien las pruebas de inteligencia. Creo que a Herrera le molestaba eso. Se desquitaba de la superioridad de Gastaldi para las cuentas en el simulador de vuelos, tenía muchas horas de práctica, aunque volar un avión no era exactamente igual que volar la Sojisticus, Herrera lo hacía muy bien.  En el campo de deportes y en el gimnasio, yo era el que más se destacaba, porque era el más joven de la tripulación. Pero el Brigadier, a veces, organizaba las rutinas de entrenamiento y nos daba las órdenes. “Gastaldi, usted tiene menos reacción que una babosa”, le gritaba Herrera al doctor. Después me enteré de que se conocían de mucho antes; se habían conocido, algunos en la Base decían que en una reunión de Estado; otros, en una cacería de tiburones. Una noche el Brigadier estaba pasado de morfina y licor y me dijo que a él no le gustaba el agua. “Yo soy como un ave, Teniente. El agua no es para mí, a mí me gusta estar arriba, en el aire, volar, llegar lejos. El mar tiene sus límites, en cambio el cielo es infinito, nunca se toca el fondo”. Sus experimentos no dieron buenos resultados, para lo único que sirvieron fue para engordar a los animales y vegetales que habían copado la nave. “Estamos en guerra”, me gritó una noche y lo obligó a Crisóstomo a que haga un mapa del exoplaneta. Quería saber de dónde provenían esas criaturas. Nos había escuchado hablar, a Crisóstomo y a mí, de la región central y quería conocerla.  “Dale, dibujá, mierda”, le gritaba y Crisóstomo lo miraba con paciencia, no le decía nada, sólo lo miraba, tampoco agarraba el lápiz. Pero después de un rato de insistirle, tomó el lápiz y garabateó un mapa. Dibujó unas montañas altas y kilómetros de desierto. Señaló, con una cruz, una cueva en una de las montañas, por donde, según él, se ingresaba, descendiendo por una gruta, a la zona central del planeta. “Allí es”, le decía y señalaba el mapa. “Trescientos kilómetros hasta la primera precordillera, luego unos cien kilómetros al norte, donde se encuentran los macizos rocosos más altos, ahí se encuentra la cueva de…”, pensó qué nombre darle y dijo: “…Montesinos”. Luego me miró cómplice y agregó: “El descenso debe ser lento, ya que la gruta es muy angosta, sólo cabe un cuerpo a la vez”. Cuando nos despertamos, el Brigadier preparaba su equipo para salir a hacer un examen del terreno. El vehículo de reconocimiento estaba atorado en el transbordador, tuvo que bajar manualmente la compuerta de emergencia para liberarlo. El vehículo estaba preparado para transitar terrenos áridos y difíciles y hacer dos mil kilómetros. Herrera quería llegar hasta la cueva y descender por la gruta. Descolgó la Bandera argentina de la Sojisticus, la dobló cuidadosamente, la guardó en una caja y luego buscó una vara de metal que ató al portaequipajes del vehículo de reconocimiento. “¿Vienen conmigo?”, nos preguntó. “No”, le dijimos con la cabeza, ya ni siquiera le hablábamos. Creo que después de aquella noche, casi no volvimos a hablar. Cuando se fue, entramos al laboratorio, teníamos la entrada prohibida. Lo que vimos allí es algo repugnante que no puedo traducir en palabras, Herrera se había convertido en un monstruo desalmado, una suerte de Mengele o doctor Moreau. Nunca podré sacarme de la cabeza lo que vi allí, era espeluznante. Les dimos una muerte digna a todas aquellas criaturas y procuramos llenar los tanques vacíos de combustible, ya que Herrera sólo había logrado unos pocos litros, deficientes para conseguir el despegue. El combustible que utilizamos para regresar fue una fórmula que ideó Crisóstomo: acrecentando la gradación alcohólica de su licor, consiguió una especie de gas butano muy espeso. El Brigadier estuvo ausente una semana. Después de unos días de su regreso, supimos qué pasó, dónde había estado. Pero sospechábamos que no había encontrado la cueva, ni nada. En realidad lo sabíamos, porque Crisóstomo me contó que dibujó cualquier cosa como mapa, las distancias eran imprecisas y la cueva, claro, no existía, sino que se descendía a la región central por una gruta marina, que quedaba a cinco mil quinientos kilómetros de donde nos encontrábamos, no en una alta cordillera sino en un golfo de gran calado.                                             
  “Señores del Gobierno, hemos conquistado una nueva e importante porción de tierra…”, diría un mes después el Brigadier Gómez Herrera en su indagatoria.
La pérdida de peso le sobresaltaba, aún más, sus ojos rasgados, su tez oscura. Estaba débil y congestionado. Pero ahora estaba siendo más preciso al hablar, no se contradecía. Por primera vez en los tres interrogatorios, se estaba soltando, por fin lo dejaban hablar, decir todo lo que tenía para contar con lujo de detalles. Su relato era cada vez más inverosímil pero, también, apasionante.     
—… Trajo de nuevo la bandera, pero la dejó doblada en la caja hasta el día en que regresamos. Ese día la sacó con mucho cuidado, la desplegó sobre la mesa, la ató fuerte en un extremo de la vara de metal y, antes del despegue, la clavó en el suelo árido de Gándara. La bandera flameaba contenta en la atmósfera de tonos azulados de aquel planeta lejano. La vimos flamear un buen rato desde la nave y la saludamos, felices, con las dos manos. “Chau, bandera, chau”, le decíamos y la saludábamos, con nostalgia, con temor y felicidad. Seguramente, todos ustedes se preguntarán, en este preciso momento, ¿cómo hicimos para regresar? ¿Cómo pudimos hacerlo si las naves humanas, a gatas, llegan hasta Marte? ¿Teníamos el suficiente combustible para poder hacerlo?
Ahora, volvía a lanzar, como si fueran trompadas al aire, preguntas retóricas. La pérdida de peso le sobresaltaba, aún más, sus ojos rasgados, su tez oscura. De nuevo exageraba su tic nervioso que había adquirido recientemente: parpadeaba muy seguido y cada tres parpadeos, imperceptiblemente, estiraba la boca hacia atrás y hacia arriba, mostrando los dientes, como una sonrisa forzada.
A las 12:45 horas, El Tribunal propuso hacer un receso de una hora y media para almorzar y tomar un poco de aire. Salí rápido de la sala, no quería cruzarme con nadie de los Medios. Seguramente, propondrían ir a algún bar aledaño a tomar unas cervezas, a fumar como condenados a muerte y a pegarse un sartenazo en el baño, cada quince minutos. Hablarían, sin parar, del rating, de fútbol, de mujeres y de hombres, del clima, etc.
Compré un sándwich de milanesa completo y una gaseosa y luego caminé sin un rumbo preciso. Llegué a una plaza pequeña que me resultaba familiar y me senté bajo un árbol robusto que resistía el cemento de la ciudad, que lo iba acorralando de a poco. Efectivamente, yo ya había estado allí en otra oportunidad. Dos años antes, después de entregar un trabajo en una editorial de la zona, caminé, también sin rumbo, y llegué hasta aquí. La plaza era más grande, había más verde y otros cuatro árboles, tan robustos como el que seguía resistiéndose. Crucé la puerta de la reja que rodeaba la plaza; pasé la vista, con cierto desgano, para elegir un buen lugar y me senté a tomar la gaseosa y comer el sándwich. Abrí el sachetcito que te daban con la vianda, y le agregué una escasa cantidad de kétchup por arriba; aunque debo confesar que estaba muy bueno: una milanesa gigante con doble rebozado, dos rodajas de tomate, tres fetas de jamón cocido y tres de queso de máquina, fundido al pan rallado debido al calor de la carne.
Hice un repaso mental, ayudado por mis notas y papeles, para recordar el día del aterrizaje forzoso en el río Paraná. “Correa hará, seguramente, referencia al episodio”, pensé. Ese día me interesaba sobremanera, porque de lo sucedido en el espacio no existen, por el momento, hipótesis firmes, pero sobre lo sucedido aquí, en la tierra, se puede investigar más para llegar a algunas verdades.
“Habría aterrizado un ovni en el río Paraná”, leí en una nota que tenía en la libretita negra. Fue la primera información que se conoció sobre el hecho, lo había dicho un locutor de una radio de Rosario y, a los pocos minutos, Crónica TV mostraba una de sus famosas placas: “Aterrizó una nave extraterrestre en el río Paraná, marcianos toman isla cerca de Rosario”. Un satélite de la INCOC había captado a la Sojisticus dos días antes de que entrara en la atmósfera. El Área estuvo cerrada casi desde el comienzo. Ningún Medio nacional o internacional tuvo acceso a la zona vallada.
El satélite no había podido captar imágenes, sólo se sabía que un cuerpo pequeño, que no parecía ser un meteorito, en dos días entraría a la atmósfera terrestre a gran velocidad, e impactaría en el río. “¡Por fin llegó el día! El sueño de la INCOC se hace realidad”, publicó un periódico francés un día antes del hecho. “¿Por qué la INCOC dio a conocer este caso bochornoso?”, decía uno ruso, unas semanas después, cuando ya había comenzado el juicio. “Hubiera sido mejor que nos dijeran que realmente habían encontrado extraterrestres. Aunque estos dos son bastante marcianos”, anoté en el margen de la hoja del diario.
¿Qué nos oculta la INCOC con el papelón del Teniente Correa y del Brigadier Gómez Herrera? ¿Qué pasó con el Dr. Carlos Gastaldi?; ¿en verdad se lo habían comido como yo comía aquel sándwich de milanesa completo en una plaza que siempre encuentro por azar, en esta ciudad asfixiante, cuando necesito tomar aire, caminar y pensar? ¿Lo mataron y se lo comieron? ¿Qué hay de aquellas criaturas que ambos describieron?
Terminé el sándwich, saqué un cigarrillo y fumé tranquilo, observando la hierba rala crecer. La reja tenía una altura de dos metros, más o menos; una planta se enredaba en ella y cubría todo el sector lateral. El frente estaba lampiño. Era esa hora de la tarde, cuando el sol está bien en lo alto y quema. Por suerte estaba bajo aquel árbol robusto que me daba sombra. Hacía dos meses que había caído la nave en el río. Me detuve en las raíces: un numeroso ejército de hormigas trasladaba medio cadáver de una cucaracha y dos de unos grillos, hacia el hormiguero. Era impresionante ver cómo los sujetaban para arrastrarlos. Dos días después del aterrizaje, un pescador de la zona le contó, a un pequeño periódico santafesino, que había visto una criatura extraña nadando en el río. Los Medios masivos no dijeron ni “mu” sobre el asunto; a principios de este mes, un día antes de que comenzara el testimonio de Correa, apareció, en un periódico online extranjero, otro relato de un pescador sobre criaturas extrañas avistadas en el río. Levanté la mirada cuando las hormigas ya habían introducido completamente el cadáver de la cucaracha y ahora iban por el primero de los grillos; miré mi reloj, la audiencia se reanudaría en cinco minutos. Cerré mis apuntes, me incorporé, tiré los restos de mi vianda en el tacho de basura que estaba en la puerta de la plaza y aceleré el paso en dirección al juzgado. Cuando llegué, Correa ya había comenzado a hablar. Pedí permiso, lo más silenciosamente que pude, y me senté en la silla que tenía reservada porque cubría el Juicio para un importante magazine internacional. Correa continuaba su relato cada vez con más dispersiones, comentarios superfluos y divagaciones.                                                           
—… Crisóstomo hacía días que estaba muy concentrado. “La puta madre, justo en el agua vamos a caer”, gritó el Brigadier cuando caímos al río. La cápsula se sumergió unos setenta metros hasta el fondo, y salió expulsada con furia hacia arriba. Luego, flotó en las aguas dulces del río, por una media hora, hasta que fuimos rescatados por los soldados de la INCOC. “Los gringos siempre entrometiéndose con el destino de la Patria”, agregó el Brigadier y luego continuó “Ya nadie recuerda las gestas patrióticas”. Desde chico siempre tuve sueños muy extraños, premonitorios. Cuando desperté estaba en un cuarto oscuro, creo que era de noche. Mientras intentaba incorporarme en la cama, entró un enfermero trayéndome un cóctel de medicamentos y calmantes; entonces lo vi con una jeringa tratando de extraerme sangre, me sobresalté un poco e intenté golpearlo, recordé la escena en Gándara, vi a Herrera en aquel pobre hombre e intenté defenderme con todas mis fuerzas. Tuvieron que venir dos enfermeros más para sujetarme. Entre los tres, lograron doblegarme para extraerme la sangre, luego me inyectaron un calmante y me hicieron tragar toda la medicación. Volví al sueño. Cuando se abrió la escotilla principal y pudimos salir de la cápsula, unos treinta hombres armados hasta los dientes nos apuntaban con armas de todos los calibres, desde tres barcos que nos rodeaban. El calor incandescente del chasis de la Sojisticus, en contacto con el agua, la había condensado y se produjo un vapor que no me permitía ver bien, pero de todas maneras, confirmo, señores, que vi a unos treinta hombres bien armados apuntándonos. Toqué el agua cuando dos soldados intentaron sujetarme con fuerza, para conducirme a uno de los botes, rocé el agua con la punta de los dedos y luego se me sumergieron los pies. El agua estaba fría, pero por suerte, la humedad del aire había aclimatado un poco mi cuerpo y el contraste no fue tanto. “¿Te da miedo ir a la Tierra?”, le pregunté a Crisóstomo, hacía días que estaba muy concentrado, reflexivo. “¿Y vos, mi Teniente, tiene miedo de quedarse a vivir en Gándara?”, me respondió él con otra pregunta. Todavía no lo sé, no sé si tuve miedo allá, si simplemente me acostumbré o qué. Le temía más al Brigadier. “¿Teniente, creés que Gastaldi era buena persona?”, me preguntó luego, y la pregunta me recordó las palabras de Herrera. “No lo sé tampoco. No parecía lo contrario. Creo que no lo conocí lo suficiente”. Esa fue mi respuesta.        
“Aterrizó una nave extraterrestre en el río Paraná, marcianos toman isla cerca de Rosario”. “Vi algo que se movía ondulante en los juncos de la orilla”, de pronto volvían a mí algunas de las citas y anotaciones que había retenido durante el almuerzo. Abrí mi libretita negra y tomé nota de la definición que dio Correa de los Agujeros de gusano, me pareció muy atinada, pero ininteligible.                  
“Estoy pensando la forma de salir de aquí. Tenemos que llegar hasta el Agujero de gusano que los trajo. Hay riesgos, bastante altos, de no lograrlo. Podría conducirnos a cualquier parte”, dijo después. Yo lo miré atónito, no sabía que eso era posible. Había escuchado hablar de esos gusanos en las clases de entrenamiento, pero las hipótesis científicas descartaron, hace ya algún tiempo, la posibilidad de utilizarlos como puentes espaciales para acortar distancias siderales, porque dicen que “las otras dimensiones espaciales estarían contractadas o compactadas a escalas subatómicas, por lo que es imposible aprovechar estas dimensiones espaciales extras para viajes en el espacio-tiempo”. En el sueño estaba parado en el desierto de Gándara, solo, absolutamente solo. La tierra seca se abría de pronto y salían bocas gigantes que intentaban tragarme. Adentro de las bocas podía ver un paraíso. El paraíso que me describió Crisóstomo. La región interior central.

“¿Las hipótesis científicas descartaron la posibilidad de utilizarlos como puentes espaciales para acortar distancias siderales, las otras dimensiones espaciales estarían contractadas o compactadas a escalas subatómicas, por lo que es imposible aprovechar estas dimensiones espaciales extras para viajes en el espacio-tiempo?”. La escribí así, con signos de pregunta, tenía que informarme sobre estos gusanos, nunca antes había oído hablar de ellos.
—De pronto se acercó el Brigadier e hicimos silencio. “¿Dónde está tu tierra?”, le preguntó irónicamente, a Crisóstomo. Él miró el cielo, moviendo las manitas, señalando hacia arriba, rezando a su manera. Porque todas las criaturas pertenecen a Dios. Yo miré al Brigadier con odio y él lo notó. Crisóstomo le respondió “De acá, ahora creo que soy de acá, de Gándara, como llama el Teniente a esta tierra”. Herrera dio media vuelta y se fue. No esperaba la respuesta de Crisóstomo. Creía que él era una marioneta mía, que yo lo manipulaba a mi antojo, pero eso no es cierto. Crisóstomo siempre fue independiente. No sabíamos dónde fue cuando estuvo ausente. “Deberíamos indagarlo un poco”, me dijo Crisóstomo. Yo lo miré y asentí con la cabeza. “Tenemos que darle del licor nuevo que estuviste preparando”. No me dejan ir, veo la estrecha gruta marina en el golfo de gran calado, el cielo es cristalino, de tonos azulados, todos los tonos del azul, hasta llegar al celeste como el de nuestra bandera. ¿Qué mundo? Por fin, una de las bocas me tragaba, del otro lado observé confuso, siguiendo con la vista las rastrilladas que surcaban la pampa en todas las direcciones: kilómetros y kilómetros de selvas con profunda vegetación, océanos de agua dulce y salada y uno de los mejores oxígenos de toda esta galaxia, como había afirmado Crisóstomo. También había especies animales, vegetales y minerales de las más variadas. Eso soñé. “Gringos de mierda, ustedes siempre entrometiéndose con el destino de mi Patria, ¿ya se olvidaron de las gestas patrióticas, cuando los corrimos con agua o aceite hirviendo, o en la Vuelta de Obligado?”, les gritaba el Brigadier a los soldados de la INCOC, cuando intentaron sujetarlo para llevarlo hasta el bote. 
Entonces se hizo un silencio. Correa exageró una vez más su tic nervioso (parpadeaba muy seguido y cada tres parpadeos, imperceptiblemente, estiraba la boca hacia atrás y hacia arriba, mostrando los dientes, como una sonrisa forzada), y le lanzó una mirada fulminante a Ternieri. El General miraba para otro lado y se pasaba un pañuelo por la frente. “¿Qué va a decir ahora?”, pensé. Todos sabíamos que Ternieri había participado activamente en el operativo de rescate, por eso formaba parte del Tribunal. Él había escoltado, en un PIPER PA-31, a Correa y Gómez Herrera, desde el río hasta la base de la IIª Brigada Aérea de Paraná, en la provincia de Entre Ríos, donde se les realizaron las primeras pruebas médicas a los astronautas argentinos.   
   —… Eufórico, golpeó a uno de un puñetazo. Otro le puso una pistola automática en la cabeza y le dijo “Came on, move”. Finalmente, luego de unos minutos de tensión, en los que el Brigadier sintió el metal frío en la sien y la sangre hirviéndole por las venas, tuvo que intervenir un alto Oficial de la Fuerza Aérea Argentina, que Gómez Herrera reconoció rápidamente, para que no recibiera una paliza; ya lo habían rodeado y lo sujetaban de los brazos, se disponían a golpearlo. En realidad, lo golpearon con fuerza en el rostro una o dos veces. Esa noche, bajo los efectos del licor de Crisóstomo, el Brigadier se soltó y se fue de boca. Dijo muchas cosas, y entre ellas, por suerte, porque era lo que queríamos oír, nos narró la historia de su viaje por Gándara.
La congestión de Correa había desaparecido, la medicación comenzaba a hacerle efecto. Ahora se lo veía más robustecido y joven. Había en la pared, frente a él, unos grandes vitrales que reflejaban, sobre su cuerpo, una luz ocre, y le desdibujaba las facciones del rostro. Quizás ese efecto me hizo verlo más robusto y joven. Una fuerza sobrenatural, la luz, lo envolvía en un aura llameante, una especie de campo magnético. Así, protegido por la luminosidad tenue del ocaso, comenzó el relato sobre la excursión del Brigadier Gómez Herrera por los desiertos del lejano exoplaneta[1].
—… “Son puras patrañas”, me dijo Crisóstomo cuando nos encontramos solos. Herrera se había quedado dormido en la silla; tenía la cabeza hacia abajo, mirando el suelo y un hilo de baba le caía de la boca y se acumulaba sobre su uniforme. “¿Sabés una cosa mi Teniente? Yo tampoco sé cómo era Gastaldi, porque no lo conocí. Pero escuché cuando le decía al Brigadier No me mate, por favor, no me mate, y el otro le sacudía con todo: tenía el extintor con las dos manos alzadas y lo dejaba caer con fuerza, primero sobre los brazos de Gastaldi que intentaba cubrirse; luego sobre la cabeza y el rostro. Usted también lo vio, ¿no, Teniente?”, me decía Crisóstomo y yo le rehuía la mirada; no quería recordar la escena, pero sí, lo había visto todo. Yo sé que Herrera lo negará completamente, pero él no tuvo piedad con el Dr. Gastaldi, las criaturas no tuvieron nada que ver en todo esto, tampoco nuestra separación después del salto espacio-temporal en el Agujero de gusano. “¿Cuánto hace de nuestro regreso?”, le pregunté una mañana a mi enfermero. Él se encogió de hombros. He perdido la capacidad que tienen los hombres para calcular el tiempo. Cuando era chico lo sabía de sólo mirar el cielo. Esas cosas se saben en el campo…
         En silencio, volvió a hacer la mueca de la que ya les hablé: parpadeaba muy seguido y cada tres parpadeos, imperceptiblemente, estiraba la boca hacia atrás y hacia arriba, mostrando los dientes, como una risa nerviosa. Desde el fondo de la sala, su padre sollozaba, tenía las manos detrás del cuerpo, ocultas. Después, hablando con un fotógrafo amigo que se encontraba en la sala, me dijo que él vio que el padre de Correa cruzaba los dedos detrás del cuerpo. Su hijo menor, cada tanto le secaba las lágrimas con la mano y lo palmeaba con suavidad en la espalda o en el hombro.     
—… son los gajes del oficio de cualquier paisano, pero yo los he perdido. El sueño terminaba así: una de las bocas me tragaba. Del otro lado, al final de la rastrillada, había kilómetros y kilómetros de profunda vegetación; océanos de agua dulce y salada, donde nadaban peces rayados y cuadriculados. En el cielo y sobre los árboles, aves salvajes de exótico plumaje. Quietos o en movimiento, cazando, pastando, grandes y pequeños mamíferos, réptiles y otras especies. El enfermero corrió las cortinas, para que entrara un poco de luz. Necesitaba, como algunos lagartos, calentar mi piel por unos minutos. No he vuelto a mi vida anterior y no creo volver a ella. Utilizando el Agujero de gusano y grandes cantidades de combustible, logramos volver a la Vía láctea, aproximadamente, en dos días; antes de llegar, a la distancia reconocimos la espiral barrada, su núcleo galáctico activo. “Debimos estar en Andrómeda o en la galaxia del Triangulo”, me dijo Herrera. Yo me encogí de hombros.
—¿Alguien quiere hacerle algunas preguntas al Teniente? —dijo sin ganas el Presidente del Tribunal—. Bueno, entonces damos por cerrada la sesión —agregó, inmediatamente, sin permitir que nadie osara levantar la mano para hacer una pregunta—. Recuerden que continuaremos en tres días con la indagatoria al Brigadier Gómez Herrera. Los esperamos a partir de las ocho horas del día lunes. Gracias. 
—Permítame, Sr. Presidente, una última aclaración —dijo de pronto Correa—. Algunos me preguntaron en la primera sesión si Crisóstomo estaba conmigo en la sala. La respuesta es que no. Él nunca vino a la Tierra, prefirió quedarse en Gándara. A veces se comunica conmigo telepáticamente o en sueños… —El Presidente lo detuvo al instante, no permitiría, de ninguna manera, que Correa siguiera hablando. “Gracias, Teniente, su indagatoria ya ha terminado”, dijo y todos comenzamos a retirarnos lentamente del recinto.         

Así finalizó su testimonio el Teniente Correa. La indagatoria duró doce horas en total. Correa no se calló nada. Volvió a declarar su inocencia e incriminó nuevamente al Brigadier Gómez Herrera por la muerte del Dr. Carlos Gastaldi; y no tuvo tapujos para acusar gravemente a la INCOC y a la Fuerza Aérea por sus métodos persuasivos en el operativo de “rescate”. Cuando terminó, hizo la mueca por última vez: parpadeó muy seguido y cada tres parpadeos, imperceptiblemente, estiró la boca hacia atrás y hacia arriba, mostrando los dientes, como sonriendo nervioso. Después fue trasladado por unos oficiales hasta un vehículo de la Fuerza Aérea que lo esperaba afuera del recinto; continuaría incomunicado hasta saber el veredicto del Tribunal, todavía no se sabía bien cuáles eran los cargos, la investigación era muy turbia, había más incógnitas que certezas. Mientras tanto, ¿dónde estaba la Sojisticus AR-1? ¿Qué pasó con el Dr. Carlos Gastaldi? ¿Qué juicio era éste sin pruebas? ¿La INCOC ocultaba algo, por eso habían secuestrado toda la evidencia? ¿Qué había detrás de los testimonios de los pescadores rosarinos, que aseguraban haber visto criaturas extrañas en el río Paraná? ¿Qué pasaría con los acusados?
El viernes debía irme con un grupo compuesto por camarógrafo, fotógrafo y productor para Santa Fe, a rastrillar la zona del río donde los pescadores aseguraban haber visto a las criaturas extrañas. Cubrimos desde exteriores un móvil para un programa especial que emitió un canal porteño. No encontramos absolutamente nada raro: salí como un tarado en la tele con el micrófono en la mano, interrogué a algunos lugareños, hicimos algunas tomas con el río y la vegetación de fondo, pero no dimos con los seres extraños. De todas maneras, fue una travesía fantástica que prometo contarles en otra oportunidad. El domingo estaría nuevamente en Buenos Aires, porque el lunes tenía que cubrir, desde muy temprano, el primer testimonio del Brigadier. 


[1] Este relato del Teniente, dentro de su testimonio, ganó su propia autonomía; por ese motivo lo transcribo aparte al final de la indagatoria, sin las intervenciones de Correa. (Nota del Narrador).  

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