El
muro era sólido, como de quince metros de alto. En la cima tenía un alero del
que colgaban filosas estalactitas. Cuando pisé el suelo seco me di cuenta, casi
al instante, de que se había activado el dispositivo, ya era tarde. Un
dispositivo similar a una mina, si levantaba el pie, ¡zas! Me iba directo al
infierno. Pero no, eso no sucedió. Crisóstomo logró desactivar la trampa: una
cadena atada a un resorte; con el menor contacto, el resorte primero se
extendía hasta su máxima capacidad, después se soltaba y listo: las estacas
caían y te atravesaban la cabeza y el cuerpo.
Usted
no me cree, ¿no, Brigadier? Porque eso no fue registrado por las cámaras, y
usted no cree en nada que sus ojos no vean, o mejor dicho, no quieran ver.
El
suelo era de polvo, un polvo fino, semejante, en color y consistencia, a la
canela, pero a diferencia de ésta era inodoro e insípido.
Crisóstomo
me salvó la vida, un gesto que le agradeceré por siempre. Lo voy a extrañar, ya
me informó que él no vendrá con nosotros a la Tierra; se queda aquí, en Gándara, porque así se llama este exoplaneta
y no Nueva Argentina como le puso
usted. ¿No es cierto que te vas a quedar? Amigo mío, te voy a extrañar mucho.
Brigadier, no me mire así, ¿acaso nunca ha despedido a un amigo?
Descendí
del vehículo de reconocimiento con cierto temor, pero cuando deposité mis pies
en el polvo, me inundó un pánico aterrador. El fuego incandescente abrasaba la
gran llanura desértica como un lanzallamas gigantesco. Crisóstomo apoyó su mano
sobre mi hombro y me dijo “Es el claroscuro del ocaso. Las ondas
electromagnéticas que despide la estrella madre de esta galaxia se alteran
cuando chocan con la escasa atmósfera del satélite, produciendo la remoción de
polvo en la superficie, logrando así un efecto lisérgico, conocido como “trastorno del crepúsculo”.
Me
tranquilicé y obedecí a mi amigo. Caminamos atravesando el fuego sin quemarnos,
era sólo un espejismo.
“¿Me
escucha, Brigadier?, cambio”, probé el intercomunicador varias veces. Usted
tardó en responderme, seguramente había alguna interferencia en la radio. “¿Me
escucha, Brigadier? Estamos bien, hemos descendido con éxito al suelo del
satélite, cambio”. Desde mi ubicación veía la nave a unos quinientos metros,
estaba posada en la cima de un pequeño cerro. “¿Me escucha, Brigadier?, cambio
y fuera”. Era tan inmenso el horizonte, tan vasto, que mis ojos no podían
abarcarlo. Hacía frío y el traje me incomodaba. El polvo se adhería a las
articulaciones de la carcasa, dificultándome los movimientos. “Este escenario
le hubiera agradado a Gastaldi”, pensé. Continuamos caminando y a unos metros
divisamos un campamento abandonado. Me recordó la Base Marambio, donde
realizamos parte del entrenamiento para el viaje, sólo que aquí, en lugar de
nieve había polvo galáctico. ¿Se acuerda, Brigadier? Recordé que permanecimos
dos meses incomunicados en una especie de tráiler, con escasa calefacción y
alimentos. En aquella estadía nos hicimos buenos amigos con el Dr. Gastaldi. En
cambio usted, siempre huraño y distante. Desde el principio le gustó marcar su
superioridad.
Esta
construcción era similar a la de la Antártida, quizás un poco más sofisticada,
pero en completo abandono. Nada funcionaba, todo estaba trunco: unos radares,
varias computadoras, equipos de radio de largo alcance, un generador de energía
y otros equipos más que no sabría cómo catalogar. Tenían hasta un robot de
rastreo y algunos explosivos. Registramos el lugar con cautela, esperando
encontrarnos no sé qué, pero no encontramos nada. Todo estaba cubierto de polvo
marrón.
Planté
la bandera a unos cien metros de la base. Permaneció estática y lentamente se
comenzó a llenar de polvo. Recité la Oración
a la bandera de Joaquín V. González, que había aprendido de memoria en la
escuela primaria: “Bandera de la Patria celeste y blanca… que flote con honor y
gloria al frente de nuestras fortalezas, ejércitos y buques y en todo tiempo y
lugar de la Tierra donde ellos la condujeren”. Crisóstomo me miró sin
comprender: “No entiendo. Es sólo un trapo, además ya no está en la Tierra”,
dijo luego y se encogió de hombros. Me dio la espalda y entró en la base
abandonada.
Me
quedé solo, observando la bandera inmóvil. Entonces tuve otros recuerdos.
Extrañaba mi tierra, Santa Rita se llama. La ciudad más cercana queda a 250 kilómetros.
Tres pequeñas poblaciones comparten su desolación en la zona: Santa Rita,
Ordóñez y el pueblo más importante de los tres que es Gral. Lamolleja, porque
tiene una estación de tren, ahora abandonada. Rostros, combinación de gestos,
viejas caricias. Mi cuerpo recordaba conmigo, era como si él estuviera viviendo
de nuevo mi pasado. “¡Feli, poné la mesa que ya está la cena! ¡Vamos, vengan a
comer!”, decía la voz de mi madre, siempre a los gritos. Mi papá, silencioso,
ojeaba un periódico en el porche de la casa, todavía chupaba un mate, aunque el
agua hacía rato que estaba helada. Cuando pasaba a su lado, rumbo a cumplir con
la tarea de poner la mesa, me acariciaba la cabeza y me daba una palmada en el
hombro.
Por suerte, planté la
bandera cerca de la base. Permanecía estática y ya se había llenado toda de
polvo: el blanco estaba marrón y el azul mostraba un efecto extraño, parecía de
un tono verdoso. Yo también entré finalmente en la base. Se había desatado una
tormenta de arena muy fuerte, con ese clima no podríamos regresar a la Sojisticus, debíamos esperar a que
amaine. Menos mal que encontramos aquel campamento abandonado que nos serviría
de refugio a nosotros y al vehículo, no fuera a ser que el polvo arruinara los
comandos y nos quedáramos varados en medio de la nada. Corrí a toda velocidad
hasta el vehículo, lo encendí y aceleré en dirección al refugio. Cuando estaba
en la puerta, le grité a Crisóstomo para que abriera el portón lateral, así
podría ingresar el vehículo de reconocimiento y estacionarlo lejos de la
tormenta de arena. Como no obtenía respuesta, toqué bocina dos o tres veces,
hasta que lo vi asomar su cabeza por el portón apenas entreabierto. Teníamos
cuarenta y ocho horas de oxígeno y una reserva de tres horas más, por las dudas.
Eso sería suficiente. Mientras la tormenta disminuía su intensidad, haríamos
una recorrida por la base abandonada. Esta construcción, como ya le dije y como
usted puede observar en la filmación, era similar a la de la Antártida, quizás
un poco más sofisticada, pero en completo abandono. Estaba constituida por tres
grandes compartimentos, conectados entre sí por un largo pasillo circular
concéntrico. Aunque eran sólo tres habitaciones, el pasillo tenía una
disposición similar a un laberinto, hecho que nos complicó mucho el registro de
la base abandonada. Pero logramos registrarla por completo.
Cuando empujamos la
puerta del tercer recinto y atravesamos el umbral, en el suelo se abrió,
repentinamente, una esclusa y caímos varios metros por una especie de tobogán
con muchas curvas, como esos que hay en algunos parques acuáticos. Cuando nos
recuperamos de la caída, nos levantamos asustados y muy sorprendidos. Mientras
nos sacudíamos el polvo que se había adherido a nuestros trajes, vimos el muro
sólido, como de quince metros de alto que en la cima tenía un alero del que
colgaban filosas estalactitas. Una vez que Crisóstomo me salvó de morir
atravesado por aquellas lanzas de hielo, descubrimos una puerta secreta en el
muro. El pasaje se activaba haciendo presión sobre unos de los cinco ladrillos
que sobresalían unos centímetros del muro. “Es éste”, dijo Crisóstomo y activó,
muy convencido, el dispositivo: los cinco ladrillos se hundieron hasta
coincidir con los restantes, y en el centro de la gigantesca pared se abrió una
puerta de unos cuatro metros de alto y tres de ancho. Cruzamos el umbral con
mucho cuidado, con temor a dar un paso en falso, como quien cruza un puente
colgante que está en malas condiciones, porque no se veía nada de lo que nos
esperaba del otro lado. La oscuridad era absoluta y nuestro temor también.
Mi cuerpo recordaba conmigo, como si él
estuviera viviendo de nuevo mi pasado. Toda mi vida pasaba, en un segundo, por
mi cabeza; se distribuía por el tronco y luego llegaba hasta los miembros,
primero los superiores, luego los inferiores. Temí la muerte, ¿no dicen que
antes de morir uno recuerda toda su vida en una milésima de segundo? Crisóstomo
volvió a salvarme, ni bien puse un pie del otro lado de la puerta gigantesca,
me empujó hacia adelante con fuerza, y rodé por el suelo unos tres metros. Él
recibió de lleno, en todo su cuerpo, unos rayos láser que se dispararon,
automáticamente, cuando atravesamos la puerta. “¡Noooooooo…!”, grité con todas
mis fuerzas, creyendo que había perdido a mi mejor amigo y compañero de
aventuras. Crisóstomo se desplomó en el suelo e, instintivamente, se colocó en
posición fetal para cubrirse de las irradiaciones de los láseres. Todos esos
rayos estaban descargándose en su cuerpo. Pero sucedió algo increíble: la
materia con que está hecho se descompuso en pequeños átomos que viajaron con
lentitud, como en cámara lenta, hasta donde me encontraba yo —sin saber qué
hacer y aún tirado en el suelo— y se volvieron a unir covalentemente, uno por
uno, hasta volver a darle forma de Crisóstomo a un conjunto informe de
moléculas. Me restregaba los ojos porque no podía creer lo que estaba viendo:
todo (Crisóstomo y su traje) se volvió a formar con exactitud a mi lado.
Brigadier, no me interrumpa. Usted sólo ve la
pared del hangar porque no nos avivamos de llevar la cámara del vehículo y el
equipo manual de filmación con nosotros.
“¿Me escucha, Brigadier,
me escucha?, cambio”; probé, en ese momento, el intercomunicador varias veces,
pero no había señal. Estábamos en un lugar muy profundo para que funcionara la
frecuencia de radio. “No se preocupe, mi Teniente…”, me dijo al instante
Crisóstomo, cuando se percató de mi desesperación por lograr reanudar la
comunicación con la Sojisticus. “…Ya
estoy bien. Fue sólo un susto. Tuve que pensar rápido, y lo que se me ocurrió
dio resultado. Descompuse por electrólisis la materia de mi traje y de mi
cuerpo, utilizando la energía de los rayos como fuente de alimentación
eléctrica. Luego aceleré el tiempo unos segundos, para que los iones pudieran
desplazarse con rapidez en el espacio y así alejarse de los rayos láser y
volver a unirse en otro punto”. Lo miré confundido, pero no le pedí mayores
explicaciones porque de todos modos no hubiera entendido nada. Aunque a él no
le importó lo que yo pensara al respecto, ya que comenzó a desarrollar una
intrincada teoría filosófica:
“En
el sentido del caos, si es que existe, se resuelven todas las incógnitas del
ser. Siguiendo este razonamiento, estaríamos ante una respuesta ontológica más
o menos coherente, pero contradictoria. Las personas se sienten aturdidas ante
el caos, y lo que no pueden entender es que el sentido único de la existencia
se encuentra en él. Desde esta óptica, la naturaleza —que es parte fundamental
y expresión materializada del caos— se encuentra activa como desatadora de
estímulos químicos que producen el equilibrio y la proliferación de
acontecimientos reales o verosímiles, ante la mirada sorprendida de los
hombres. Por medio de la anulación de estos estímulos, uno se ubica en una zona
de neutralidad o paradoja, que suprime todo lazo con aquellos estímulos
químicos que modera la naturaleza. La incapacidad para descubrir e interpretar
signos, en los entes que nos rodean, es la forma más lograda de esa neutralidad.
Neutralidad que nos ubica en un sin sentido que, en algunas ocasiones, se
traduce como locura. Partiendo de esta base, si así lo quisiéramos, podríamos
encontrarnos con una anomalía al tratar de encontrar un lugar donde ubicar las
pasiones dentro de este gran espectro de acontecimientos que detallan el caos y
su funcionamiento, al degenerar el equilibrio propuesto por la naturaleza, en
cuya incógnita o signo sin significado determinado se produciría un vacío
inconsciente”.
“¡Ok!”, le dije. Me incorporé del suelo de un salto, las palabras de
Crisóstomo habían actuado sobre mí, como un poderoso estimulante. “Tal vez el espectro de masas, que registra la
distribución de átomos ionizados, moléculas o partes de moléculas en función de
una masa o de la relación masa/cuerpo, ha actuado sobre sus sentidos, recargándole
la energía, como si se tratara de una batería eléctrica. Es decir, que la
exposición a la radiación no ha sido gratis; cuando suceden estas exposiciones,
nadie sale incólume”, dijo luego. Por suerte, el efecto que había provocado en
mí me favorecía, me sentía renovado.
De pronto sentí que podía
llevarme el mundo por delante, pero dando dos pasos hacia el frente tropecé con
un tablero. Atónito observé sobre él la maqueta de una ciudad en ruinas. Me
acerqué más y la alumbré con la pequeña linterna, que hacía las veces de
llavero, enganchada a las llaves del vehículo; y reconocí un monumento quebrado
en el centro-este de la ciudad. ¡Era el Obelisco! La punta colgaba de unos
hierros retorcidos cabeza abajo, apuntando a la Av. Corrientes; lo supe porque
los cartelitos de algunas calles seguían en pie y se podía leer en ellos, en
letras muy pequeñas, los nombres. Allí estaba la extraña maqueta de Buenos
Aires, la observé detenidamente una vez más: el río seguía vacío; pero atravesándolo
había una autopista que, supuestamente —digo “supuestamente” porque era lo que
indicaban los cartelitos: “Autopista Buenos Aires-Montevideo”, ya que la
capital uruguaya no entraba en la representación—, unía las dos ciudades más
importantes del Plata.
“¿Qué hará aquí?”, le
pregunté a Crisóstomo. Él no supo qué contestarme, se encogió de hombros como
hacen los niños. Era raro que habiendo expresado hacía un rato nomás las
complejas teorías que me describió, ahora no pudiera siquiera plantear una
hipótesis sobre la maqueta. No me detuve en esos detalles, porque quería
explorar más aquel insólito recinto.
Crisóstomo tocó de
casualidad un interruptor que había en una de las paredes y se encendió un
reflector. La habitación quedó completamente iluminada, era un recinto muy
pequeño, similar —por lo que había visto en un documental— a las salas de
reuniones que hay en los túneles de Cu
Chi, en Vietnam. Ya no quedaban rastros de la gigantesca puerta, ni de la
trampa de rayos láser. En cada extremo de la habitación se bifurcaba un túnel
angosto y tenebroso. “¿Dónde conducirán?”, le pregunté a Crisóstomo. “No sé,
pero pronto lo sabremos, debemos buscar una salida”.
“Temo la muerte, dicen que antes de morir uno
recuerda toda su vida en una milésima de segundo”, le dije a mi compañero.
“Creo que antes de encontrar la salida, deberíamos comer algo. El esfuerzo
físico me abrió el apetito”, agregué luego.
Después de una merienda, nos quedamos dormidos. Yo, con el
termo entre las piernas. Crisóstomo, a mi lado, con el mate en la mano. Hacía
un tiempo, había encontrado un poco de yerba entre las cosas de Gastaldi y
estuve unos días enseñándole a Crisóstomo a tomar mate. Al principio hacía
arcadas, pero luego se acostumbró al sabor y a los efectos de la yerba mate.
Cuando despertamos, estábamos congelados, hacía un frío terrible. No sentía las
piernas. El lugar estaba nuevamente oscuro.
Pensé
—o tal vez soñé—, unos minutos en el pasado. Las imágenes eran claras en mi
cabeza y en mi cuerpo. Crisóstomo continuaba durmiendo, roncaba con sonidos
estridentes. Me incorporé como pude, agarrándome de las paredes. Busqué el
interruptor e intenté encender las luces otra vez.
El
campo era amplio, pero no era nuestro. Mi familia lo cuidaba, lo trabajaba y
vivía allí. Girasoles, sembrábamos girasoles. De repente, corría por un campo
eterno de girasoles, corría y corría, pero nunca llegaba al final del
sembradío. Yo era pequeño o las plantas eran extremadamente gigantes. No, no
era pequeño como si fuera niño otra vez, era diminuto, como si me hubieran
miniaturizado. Intentaba alcanzar el final del recorrido y tocar la tranquera,
para correr de nuevo hasta la casa; un ritual que hacía cuando niño: corría
desde la casa, atravesando parte de la siembra, hasta la tranquera de la entrada,
la tocaba y decía una palabra en voz alta, la primera que se me ocurría. Luego
corría de nuevo hasta el porche (casi una hectárea) y cuando llegaba, volvía a
repetir la palabra. Si me la había olvidado, me obligaba a realizar de nuevo la
carrera. Era tan torpe que casi siempre me la olvidaba y tenía que correr otras
veces. En ocasiones, después de haber realizado el trayecto en muchas oportunidades,
me rendía, caía exhausto en el porche y permanecía varios minutos tendido,
intentando recuperar oxígeno. Mi hermano mayor, Héctor, se burlaba de mí,
diciéndome que era un juego de tontos. “Es un juego para tontos, porque es muy
fácil no olvidar la palabra, sólo hay que recordarla más. Correr no te prohíbe
pensar…”, decía riendo.
Las luces se encendieron de nuevo.
Habíamos permanecido en aquel lugar unas dos horas. Lo desperté a Crisóstomo,
zamarreándolo del brazo. Teníamos que salir de allí lo antes posible. “¿Cómo
que no podés hacer uno de tus trucos de magia?”, le dije. Me miró enojado e
indicó que no con la cabeza. “Pero sé cuál es el túnel que tenemos que
atravesar para regresar a la salida”, dijo luego, y eso me tranquilizó, porque
podríamos regresar.
Regresaba, de a ratos, a los campos
sembrados de girasoles; a ese pasado que cada vez se me hacía más palpable.
“Bigornia”, decía, por ejemplo, y corría hasta el porche de la casa. Y cuando
llegaba, ya había olvidado lo que había dicho. “Zarza”, y cuando estaba por
alcanzar la meta ¿…? “Mulita” y… Así durante horas, hasta caer al piso por el
agotamiento.
Cuando me di vuelta, Crisóstomo ya
había introducido más de medio cuerpo en un túnel, veía sus piecitos colgando,
eran como dos gusanos haciendo equilibrio en el vacío. Por fin entraban, y yo
corría hasta el pasadizo e intentaba entrar también. Al principio, dudé si mi
cuerpo robusto y torpe cabría allí, pero inmediatamente introduje mi cabeza y
me zambullí en la oscuridad siniestra. Por momentos, Crisóstomo se detenía para
tomar una decisión ante un camino bifurcado y (por suerte) me chocaba con sus
pies; era la única manera de saber que seguía detrás de él. El paso subterráneo
era tan estrecho y oscuro que no se podía ver más allá de dos centímetros de
distancia. El suelo era arenoso, todo el tiempo temía que se derrumbaran el
techo y las paredes; las tocaba con la punta de los dedos y sentía cómo corría
la arena entre ellos, era una situación desesperante. Aquellos pasadizos
amenazaban todo el tiempo con el final, moriríamos enterrados en el centro de
un satélite lejanísimo. “Todos tenemos derecho a enterrar a nuestros muertos”,
pensé y me pareció una reflexión inapropiada. “¿Qué pasaría con Gastaldi?”,
porque usted, Brigadier, se ha propuesto no llevarle ni los huesos a su
familia. “¿Me escucha, Brigadier, me escucha?, cambio y fuera”, intenté
nuevamente, reanudar la comunicación con la Sojisticus,
pero no había caso.
Cuando caía exhausto, veía el cielo
extenso desde el suelo, lo hacía para imaginar estar bien alto. Era, por las
noches, el espectáculo de las estrellas el que más me fascinaba. La bóveda
celeste cubierta de astros infinitamente lejanos. “Aldebarán”, mi favorita, la más brillante de la constelación de
Tauro. En algunas ocasiones, detenía el tiempo con sólo mirar el firmamento.
Detenía el tiempo, esas cosas que sólo pueden hacer los niños, o Crisóstomo. Recuerdo
cuando volvió mi tío Ernesto de la guerra y me trajo de regalo un pequeño
telescopio. Su batallón se había detenido en la ciudad por unos días, para ser
condecorados por las autoridades. Entonces el tío se fue a buscar regalos y me
consiguió un telescopio fantástico. No paraba de ver el cielo, así surgió mi
sueño de viajar al espacio.
“¿Me escucha, Brigadier?”,
insistía, pero no pasaba nada. Sólo se escuchaba ruido en la frecuencia de la
radio. Las paredes eran cada vez más estrechas; nos movíamos muy lentos,
arrastrando primero los miembros superiores y el torso y luego el resto del
cuerpo. Intenté hablar con Crisóstomo pero no se oía nada. “¿Falta mucho?”, le
pregunté en varias oportunidades, pero no me escuchó. Cuando salimos me dijo
que él también había tratado de hablar conmigo sin resultados. Señaló que se
tranquilizaba cuando sus pies me tocaban la cara, porque de esa manera se daba
cuenta de que yo lo seguía atrás. Estuvimos arrastrándonos por aquel túnel unas
dos horas aproximadamente. Después de una última bifurcación, el túnel comenzó
a ensancharse de a poco; ya no se desprendía arenilla de sus paredes, era más
sólido. En un momento gritamos de alegría “¡Viva!” —y ahí sí que nos
escuchamos—, cuando vimos un haz de luz ingresar tímidamente en medio de la
oscuridad. Llegamos al final, pero todavía no estábamos en la primera sala,
donde habíamos dejado el vehículo de reconocimiento. Nos encontrábamos en otro
lugar, similar al anterior, del cual veníamos, pero un poco más grande. Allí
también había una mesa con una maqueta, pero en ésta, la ciudad de Buenos Aires
estaba intacta. Al pie de la maqueta había un cartelito que rezaba: “Nuevos Aires”. También encontramos allí:
dos potes de dulce de leche vacíos, uno contiene unas pepitas de oro y el otro
una onza de plata; unos mapas de Gándara
que indican con un círculo rojo, en un gran delta que termina en un estuario
muy ancho, la construcción de Nuevos
Aires.
Mi hermano mayor, Héctor,
—siguiendo los pasos del tío Ernesto—, ingresó en el Ejército. Pero a
diferencia del tío que hizo una carrera brillante, Héctor perdió la vida en una
extraña misión que se desarrolló en la Triple Frontera. Nunca supimos qué le
sucedió. Lo trajeron una tarde en un ataúd envuelto con la bandera argentina, e
hicieron una ceremonia a todo trapo en el cementerio de Santa Rita; creo que
nunca hubo tanta gente como aquel día en el camposanto de mi pueblo. Estuvo
hasta el Ministro de Defensa en representación del Presidente de la República.
Mi madre rechazó las disculpas del Ministro. “Nada nos devolverá a nuestro
hijo”, le dijo con los ojos inyectados de lágrimas, y el Ministro: “Lo siento
mucho, señora, su hijo es un héroe, murió en defensa de la soberanía nacional”.
Pero lo más importante que
encontramos allí fue esta libreta con anotaciones, una especie de crónicas de
viaje o diario íntimo. Y —esto no lo va poder creer— lo más llamativo y
sorprendente de todo es que la libreta[1] está
firmada por el Dr. Carlos Gastaldi. Espere, Brigadier, ya se la doy, si yo no
la quiero para nada. ¿Cree que si quisiera quedármela se la hubiera mostrado?
Unos años después de la muerte de
mi hermano, cuando yo decidí ingresar en la Fuerza Aérea, mi madre puso el
grito en el cielo, porque mi decisión alimentó su temor a perder otro hijo.
“Feliciano no es como Héctor, él va volar alto, va a llegar lejos”, le dijo mi
tío Ernesto y las palabras de mi tío eran santas. Sostenía una versión
extraoficial de la muerte de mi hermano. Decía que “Héctor contrabandeaba
‘estupefacientes’ en la frontera junto a unos marines del Comando Sur; hasta
que estos gringos se vieron en problemas con sus superiores y necesitaron un
chivo expiatorio o cabeza de turco”. La versión oficial sostuvo que Héctor
murió baleado por un grupo de terroristas que planeaban, desde hacía unos
meses, un atentado en la frontera. Uno de los principales objetivos de la
misión, que desarrolla la base militar norteamericana desde el año 2005 en
Paraguay, cerca de la zona de la Triple Frontera, es “impedir que
los estados renegados apoyen a organizaciones terroristas” o que éstas se
instalen en sus territorios. “Frente a la agresión enemiga, el soldado
Héctor Correa defendió los estandartes de la democracia y la
libertad”; por eso se lo despidió con todos los honores, como a
un héroe. Ahora, mi familia recibirá una pensión de por vida por la muerte de
uno de sus integrantes. Yo escuchaba a mi tío con admiración. Era un hombre de
acción, un verdadero soldado, había participado en importantes conflictos
internacionales. Cada vez que viajaba a Medio Oriente, las malas lenguas de la
familia decían que era un mercenario. “¿Qué tiene que hacer un soldado
argentino allá?”, te preguntaban con ironía.
“Es muy raro este diario acá, ¿no
te parece?”, le dije yo a Crisóstomo. “No veo por qué”, me contestó. Entonces
farfulló una teoría sobre la presencia del diario de Gastaldi en aquella
habitación subterránea: “Como nos dijo el Brigadier. Cuando atravesamos el Agujero de gusano que nos condujo hasta
aquí, entramos en una dimensión paralela, un no lugar, un no tiempo, un Aleph,
una abertura donde todos los mundos posibles e imposibles se reúnen en uno
solo. Los saltos en el espacio-tiempo suelen provocar desajustes de la
realidad. Pueden modificar la percepción que tenemos del tiempo y también del
espacio”. Según él, Gastaldi habría viajado en el tiempo hacia el futuro de
nuestro punto de partida: la Tierra. Pero nosotros también habíamos viajado
hacia el futuro pero mucho más lejos que Gastaldi. “Exacto. El diario es del
pasado para nuestro presente, pero es el futuro para el presente de la Tierra.
Por eso lo encontramos junto a la maqueta de Nuevos Aires. Infiero que los humanos volvieron a Gándara”. Luego sostuvo que un grupo de
porteños liderados por el Dr. Carlos
Gastaldi, quien conocía bien la zona porque había estado durante dos
largos años sobreviviendo solo en Gándara
hasta la llegada de un nuevo contingente, habrían organizado una rebelión para
lograr su independencia y defender su soberanía.
“¡O sea que esto confirma que
volveremos sanos y salvos a la tierra!”, le dije contento y él asintió con la
cabeza. “Buscaron erigir una réplica de la Ciudad de Buenos Aires en Gándara. Por eso en los mapas se indica
con un círculo rojo, en un gran delta que termina en un estuario muy ancho, la
construcción de Nuevos Aires”, dijo
luego. “Ya no quedan rastros del Crisóstomo prehistórico que había encontrado
comiendo un trozo de carne cruda y roja”, reflexioné en aquel momento. Me había
olvidado por completo de la evolución intelectual de mi amigo. “Volvamos. Es
por aquel otro túnel”, dijo señalando un nuevo conducto abierto en una de las
paredes de la habitación subterránea. “¿Qué hacemos con lo que encontramos?”,
le pregunté. “¿Se lo llevamos a Herrera?”, agregué después, y él dijo “Me
parece lo correcto”.
Cuando comenzamos a recorrer el
nuevo túnel tan estrecho como el anterior, volví a mi ensoñación. En mi sueño
aparecía mi tío Ernesto y era como si estuviera allí conmigo. Se mostraba y
hablaba frontal como siempre, era sincero y directo en sus apreciaciones, pero
sólo era así en la intimidad familiar. Con los demás no hablaba o hablaba poco.
Era una situación incómoda, por ejemplo, ir a comprar algo con él, porque se
expresaba tan lacónico y frío que no era él, ¿me entiende?, se transformaba en
un soldado obediente. A veces usted me recuerda mucho a mi tío, sobre todo
cuando se muestra silencioso y expectante… como ahora.
Por fin logramos salir a la
superficie. Cuando lo conseguimos, nos abrazamos y festejamos un buen rato.
“Estamos salvados”, me dijo Crisóstomo. Yo lo miré sonriente y le palmeé el
hombro. “Vos sí que sos un buen soldado”, le dije en tono de broma. Encendimos
el vehículo, abrimos el portón de la base abandonada y partimos rumbo a la Sojisticus. Por suerte, la tormenta de
arena ya era un recuerdo; pero había dejado algunas huellas de su paso por el
satélite: todo lo que había quedado a la intemperie estaba cubierto de arena
marrón, similar por su color y textura a la canela en polvo. Parte de la puerta
de salida tenía arena a la altura de un metro o metro y medio; Crisóstomo
—recién ahí me percaté— había olvidado la escafandra y la linterna en el suelo,
pero ya no existían, quedaron enterradas bajo el polvo. Juraba que adentro
había visto que llevaba su casco puesto. Pero él lo negaba rotundamente. “Teniente,
está usted delirando. Le digo que no, lo dejé justo aquí”, me dijo señalando un
lugar en el suelo, donde yo sólo veía arena.
Lo demás ya lo sabe, está
registrado por las cámaras del vehículo de reconocimiento y lo puede volver a
ver en el video cuando guste, le advierto que sólo verá arena y desierto.
Así concluyó la historia que, según
el Brigadier Gómez Herrera, refirió el Teniente Correa sobre su misión a Ops 1.
Un día después apareció don Anselmo
Correa, el padre del Teniente, en un programa de televisión. Sorpresivamente,
desmintió parte del relato del Brigadier. Dijo que su hijo muerto no se llamaba
Héctor sino que su nombre completo era Roberto Ceferino Correa, y mostró el
certificado de defunción para corroborar lo que decía. También dijo que su
cuñado, Ernesto, no era ni fue ningún mercenario y que nadie de su familia
creía o creyó nunca lo contrario.
De pronto se cortó la transmisión y
lo sacaron, “extrañamente”, del aire. En lugar del programa
político-informativo que estaban transmitiendo, apareció en la pantalla un
dibujo animado viejísimo: Los 4
Fantásticos. “En una nave cruzando el espacio sideral / por un accidente
tomaron poderes sin igual / guo, guo, guo, guo / los cuatro fantásticos
llegan…”, cantaba en español el Capitán Memo Aguirre en la cortina de la serie
animada. La canción me causó tanta risa que tuve que apagar el televisor.
Un tiempo después y por curiosidad
—creyendo que quizás encontraría más material para mi libro—, investigué al
Coronel Ernesto Goretti, el tío de Correa. Me llevé muchas sorpresas: Goretti
había realizado, hacía unos años, varias gestiones junto a otros Oficiales del
Ejército Argentino para reflotar el GOU (Grupo de Oficiales Unidos o Grupo Obra
de Unificación). Las gestiones no tuvieron cabida, la logia sólo realizó
algunas reuniones secretas; donde —según aseguran importantes fuentes— se
repartieron antiguos escudos con la característica inscripción: “Patria y
Honor”, debajo de la cabeza de un águila imperial y el retrato del General San
Martín en el centro.
Una de las primeras misiones que
planeaba realizar el Neo GOU era recuperar el sable corvo del General Edelmiro
J. Farrell —primera réplica del sable del General San Martín, hecha y entregada
al Presidente de la Nación en el año 1946— que, desde hacía unos años, se
encontraba en poder de la familia de un antiguo caudillo bonaerense. El sable
había permanecido expuesto, junto a otras reliquias históricas, en el despacho
del Intendente de Lanús hasta el año 2007, cuando perdió —después de haber
permanecido en el poder durante muchos años— fatídicamente las elecciones
municipales. Desde su muerte en el año 2008, la espada histórica se encuentra
en manos de la familia del ex Intendente.
A
partir de entonces se corre una profecía esotérica entre las filas de las
Fuerzas Armadas, que sostiene que el que posea el sable obtendrá el Poder.
“Sólo el que lo posea logrará ser el emperador de Gándara o Nueva Argentina”.
Cuando me la contaron no lo podía creer, la verdad es que no me lo dijo una
fuente muy confiable; pero desde que comencé a investigar este caso dudo de que
algo, de todo lo que se dijo y se dirá, sea cien por ciento confiable.
[1] A continuación
transcribiré algunos pasajes de esta libreta. Cabe aclarar que nunca se mostró
ni se utilizó como prueba en el Juicio y que ningún Medio o colega tuvo acceso
a ella. Lo que se conoce fue publicado en el Boletín Oficial y transcripto tal
cual por un periódico de la Capital. Algunos dicen que fue escrito por Herrera,
por el Gobierno Nacional o por la INCOC para confundir a la opinión pública
sobre la desaparición de Gastaldi. (Nota del Narrador).
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