El día de la última sesión declaratoria del Brigadier
Herrera, cuando me recuperé del desmayo que había padecido, intercambiamos
teléfonos y correos con Ricardo Bogado. Permanecería durante unos días más en
Buenos Aires, antes de regresar a Ciudad del Este, y quería hablar conmigo
sobre algunos asuntos que (según me comentó una vez que le conté sobre mi proyecto
de escribir un libro acerca del caso) me podían ser útiles para mi
investigación. “¡De paso aprovechamos y si te sentís mejor, nos tomamos una
birra bien fría!”, me dijo cuando me despidió en la puerta del Juzgado hasta
donde me acompañó a tomar un taxi. Creo que yo le dije que sí, que estaría
bueno, pero no lo puedo precisar porque todavía estaba un poco mareado y no
recuerdo bien lo que pasó; luego me subí a un taxi y me fui a dormir;
necesitaba una ducha y descansar.
Al día siguiente me escribió un mensaje diciéndome que me
esperaba en el pasaje La Nave y Emilio Mitre a las seis de la tarde. Ahora que
lo pienso bien y después de escuchar y aprenderme el tema de Rebelión, me siento como algunos
adolescentes, identificado con la historia de una canción. ¿No es asombrosa la
coincidencia? Bogado no estaba, lo estuve esperando durante una hora y no
apareció.
Mientras lo esperaba y ya comenzaba a impacientarme, alcé la
vista y vi el crepúsculo. Estaba anocheciendo en la ciudad, era un ocaso lento
de verano. Había algunas nubes, de esas bien esponjosas, que se transparentan
con el sol de fondo y parece que se encendieran en el centro. Reconocí la
figura de un Titán en una de ellas: la barba cerrada y bien abultada; los
cabellos ensortijados; los pómulos prominentes; los ojos grandes y hundidos; la
nariz ancha, los músculos, de acero tallado, perfectamente desarrollados y
siempre contraídos.
“Los héroes siempre están en movimiento”, pensaba cuando bajé
la vista y vi a un hombre que me observaba detenidamente, desde la vereda de
enfrente. “¿Y éste, qué onda?”, me pregunté. Era gigante, medía como dos
metros, creo que su apariencia me asustó un poco. Recordé que había un despacho
de bebidas, pizza y empanadas en Puán y Pedro Goyena y comencé a caminar en esa
dirección. Por suerte, el tipo no me siguió, cada tres pasos miraba hacia atrás
para chequear que no lo estuviera haciendo. Llegué, pedí una cerveza bien fría
y me senté en una de las dos mesitas que había en la puerta.
—¿Usted estaba en La Nave esperando a Bogado? —dijo una voz
aguda a mis espaldas. Me di vuelta y era el grandote. Me sorprendió mucho
escucharlo, porque la voz aguda y chillona no coincidía para nada con su físico
descomunal.
—Sí —le respondí, sobresaltado—, ¿por qué?
—Tranquilo, no le voy a hacer daño. Sé que a veces las
personas se asustan por mi apariencia, pero soy un tipo pacifico —me dijo muy
amable—. Ricardo se disculpa por no haber podido llegar a tiempo a la cita,
pero me dio algo para usted —y me extendió un sobre tamaño oficio.
—Gracias —le dije y no pude evitar avergonzarme por mi
actitud anterior—, y discúlpeme por pensar que usted me agrediría sólo porque
es… grandote, lo que pasa que en ocasiones hay que tener cuidado, la ciudad es
peligrosa.
—Está bien, no tiene por qué darme tantas explicaciones. Dice
que es la información que le había prometido, sobre la que estuvieron hablando
el otro día, en la puerta del Juzgado…
—Ahora es usted el que me da explicaciones —le dije
sonriendo—. Ya me imagino sobre qué se trata. ¡Muchas gracias! Mándele mis
saludos a Ricardo Bogado, y en caso de que lo vea hoy, dígale que voy a
intentar llamarlo por teléfono a la noche…
—Noooo… —me interrumpió de golpe—, me dijo también que no
intente llamarlo ni comunicarse con él. Usted deberá esperar a que Ricardo lo
haga. Pronto, antes de lo que usted imagina, tendrá noticias de nuestro amigo
en común; pero, por favor, por nada del mundo intente llamarlo o encontrarse
con él, ¿me entendió?
—No entiendo, pero creo que está bien. Perdón no lo invité,
¿quiere tomar un vaso de cerveza? —le dije cuando me percaté que hacía un rato
que hablábamos y el grandote ni siquiera se había sentado, lo noté porque había
comenzado a sentir un tirón insoportable en el cuello, de tanto mirar para
arriba—; ya que no quiere cerveza, tome asiento al menos.
—No gracias, ya debo retirarme —concluyó—; ha sido un placer
conocerlo —y me extendió la mano para saludarme—, hasta pronto.
El encuentro fue extraño y me inquietó, pero más me
inquietaba saber qué era lo que contenía el sobre. No quise abrirlo en la
calle, temía que la información fuera tan secreta que me comprometería de sólo
ojearla en un lugar que no fuera seguro.
Entonces decidí marcharme; pagué la cerveza, dejé una
propina, cosa que no acostumbro a hacer, pero no quería llamar la atención y
sentí que no dejarla podría ser sospechoso. Intenté actuar con la mayor
naturalidad posible, me levanté cuidadosamente y empecé a caminar por Puán, en
dirección a Rivadavia.
De nuevo me asaltó la paranoia; igual que con el gigante
amigo de Bogado, cada tres pasos miraba hacia atrás, para cerciorarme de que
nadie me siguiera. No sé para qué lo hacía, si antes no me había dado
resultado, ya que el gigante me siguió y yo no me di cuenta. Pero ahora era
distinto, me parecía que todos los transeúntes me observaban. Para no toparme
con nadie de frente, cruzaba la calle unos metros antes. Cuando cruzaba,
aprovechaba a mirar hacía los dos lados y también, cuando me detenía en un
semáforo, lo hacía de costado para tener todos los flancos alertas.
Finalmente llegué hasta la boca del subte. Bajé las escaleras
a las corridas y atropellé sin querer, porque no la vi (ya no veía nada) a una
mujer que intentaba subirlas. Arriba del vagón me sentí un poco más tranquilo,
aunque cada tanto me sobresaltaba una mirada, un roce o la voz de alguien que
me preguntaba: “¿Bajás en ésta?”, porque me había quedado junto a la puerta,
obstruyendo el paso. “Por las dudas —pensaba—, para huir más rápido, en caso de
que fuera necesario”.
“¿Qué habrá adentro?”, me preguntaba una y otra vez, con el
sobre apretado contra el cuerpo. Era grueso y pesado, lo que delataba que
contenía muchos papeles. ¿A qué se debía el misterio de Bogado?, ¿por qué no
podía llamarlo o intentar encontrarlo? ¿Quién era Ricardo Bogado y qué sabía?
Muchas preguntas y pocas respuestas.
Cuando bajé del subte, corrí hasta mi casa, llegué con la
lengua afuera, no estaba acostumbrado al ejercicio. Abrí la puerta rapidísimo y
me metí de un salto. “Listo, estoy a salvo”, me dije. Pero no fue así, porque
sonó mi teléfono celular y me sobresalté mucho, como si no conociera mi ringtone; miré el número y no era de mis
contactos. Intenté, antes de atender, ponerlo en modo de visor para ver la cara
de mi interlocutor, pero él tenía la opción desactivada.
—Hola, ¿quién habla? —dije desconfiado.
—¿Recibió el paquete? —me dijo una voz grave y ronca, como de
ultratumba.
—Sí… —dije y me cortaron.
Una vez en mi casa, busqué mi cortapapeles y abrí el sobre
con mucho cuidado, con temor a romper uno de los papeles que contenía. Lo
primero que hallé y que me llamó la atención sobremanera, eran dos fotografías
que mostraban dos detalles (con un superzoom) de una obra de Cándido López
—creo que de la serie de la batalla de Curupaytí—,
donde se puede ver a dos hombres: El primer detalle representa a un soldado del
ejército argentino y el segundo a uno del ejército paraguayo. Lo raro del caso
es que en los dos detalles se ven los mismos rostros, exactamente idénticos (nunca
antes había pensado que si se le acerca una lupa a uno de esos hombrecitos se
podían llegar a ver tantos pormenores). Pero lo más extraño de todo es que los
dos soldados tienen, sorprendentemente, la cara del Crisóstomo que había visto hacía
unos días retratado en un esténcil.
“¿Qué es esto?”, me pregunté. Cuando me percaté de ello, me incomodó un poco la risa que
tenían dibujada los dos Crisóstomos. Por un momento temí cosas horribles, había
algo en sus ojos sin iris, en las pequeñas pupilas, en sus gigantescos globos
oculares, algo atávico que no puedo explicar; también en su postura —no sé—, una extraña forma de colocar
los larguísimos brazos al costado del cuerpo.
Al
principio creí que se trataba de una broma. “Cualquiera puede trucar una foto”,
me dije; pero un tiempo después (dos días para ser más exactos) descubriría que
las fotos no eran trucadas, cuando me dirigí al Museo Nacional de Bellas Artes
con una buena lupa digital y conseguí —gracias a un contacto que tengo allí y
que me debía un favor— examinar el lienzo con detenimiento.
De
todos los datos que me pasó Bogado en el sobre, las fotos habían acaparado mi
atención. No podía dejar de pensar en ellas. ¿Cómo podía ser cierto que Cándido
López hubiera dibujado a ese ser, tan bien descripto por el Teniente Correa, en
el siglo XIX?
No era posible, de ninguna manera, salvo que Correa conociera los detalles del
cuadro antes del Juicio. Esto era un acertijo que se negaba cada vez más a ser resuelto.
Cuando
pensaba en las fotos y en el significado de los hombres mamboretá de Cándido
López —no sé bien por qué— me llamaba poderosamente la atención la pérdida de
su mano derecha por un casco de granada en la infame Guerra de la Triple Alianza y que luego, aprendiera a pintar con la
izquierda.
El
día que regresé de La Nave con el sobre, tenía un mensaje en mi casa. Era del
editor del importante magazine
internacional para el que había cubierto el Juicio. Me pedía, con urgencia, un
artículo sobre lo acontecido; quería que hiciera un resumen sobre las seis
sesiones testimoniales de los tripulantes de la Sojisticus. Una tarea para nada sencilla. Así que tuve que
abandonar las fotos por un rato y ponerme a escribir. Gracias a los apuntes que
me quedaron de aquel artículo, pude escribir la primera parte de mi libro.
Intentaba
retomar la escritura del artículo, pero las fotos habían acaparado mi atención.
Pensaba en ellas todo el tiempo, se convirtieron en una obsesión. Esas caras me
rondaban la cabeza gran parte del tiempo; hasta en pesadillas se
me aparecieron. No podía borrar los rostros de Crisóstomo que había pintado el manco, Cándido López, en su panorámico cuadro
Después de la batalla de Curupaytí.
Todavía —aunque debo admitir que cada vez con menos esperanza—, pienso en armar
el rompecabezas.
No
sé cómo se me ocurrió, en aquel momento, que así como López aprendió a pintar
con la otra mano, con la sana; El General Paz se acostumbró a guerrear sólo con
la izquierda. “Seguro que hay muchos hombres en nuestra Historia que cambiaron
de mano”, me dije y abandoné mis cavilaciones, después de reírme un buen rato
de mi ocurrencia.
Volví
al artículo, ya era medianoche y sólo había escrito un simpático epígrafe y el
titular[1].
Tomé valor y escribí, casi sin parar, durante toda la noche. Por la mañana
temprano, arriesgué mi vida por cinco minutos y envié la nota por mail al
editor. Recordé que me había informado que se publicaría en versión digital,
pero sobre todo en papel, ya que —debido al rebrote de la pandemia de Gripe Troyana, la novedosa enfermedad
que tenía la destacada particularidad de contagiar a seres humanos a través de
Internet— se había vuelto a las grandes tiradas de periódicos, revistas y
suplementos en formato papel.
Samanta me esperó en
la puerta del Museo. Era la prima de Lorenzo, un
compañero de la secundaria. La conocí porque quería publicar un artículo sobre pintura
o algo así, entonces mi amigo me pidió si no podía darle una mano. Al principio
me negué, pero como Lorenzo es muy insistente, me terminó por convencer.
Recuerdo que por aquel entonces yo todavía vivía con Karina y, salvo
excepciones, no miraba o coqueteaba con otras mujeres, por lo que no le presté
demasiada atención.
Cuando la vi no la reconocí, no la recordaba
tan atractiva. Me dijo que ya había arreglado con el Director del Museo. “Podés
inspeccionar la obra durante una hora; pero no te olvides que si escribís un
artículo sobre ella, tenés que agradecerle al Director. Me lo pidió
explícitamente…”, me decía y yo le respondía con una leve inclinación de
cabeza, no podía dejar de mirarla. “¿Estás bien?”, me preguntó luego y le dije
que sí. “Cualquier cosa que necesites saber sobre el cuadro, el autor o el Museo,
preguntá por mí en informes”. Finalmente se despidió y me dejó solo en la sala.
“Un día de estos puedo invitarla a salir”, pensé.
La
sala estaba completamente vacía. Me acerqué a la tela con mucho cuidado y
coloqué la lupa digital sobre ella. Primero hice un zoom sobre una zona amplia,
y luego fui reduciéndolo por sectores menores. Entonces
di con lo que buscaba: un soldado paraguayo despojaba de sus armas y
pertenencias —como en una de las tantas escenas de la Ilíada: “…ojeó las hileras y vio en seguida al
Atrida, que despojaba de la armadura a Euforbo, y a éste tendido en el suelo y
vertiendo sangre por la herida…”— a un moribundo; ahí estaba el primer rostro. Era nítido,
con un buen zoom como el mío se podían observar con detalle los ojos sin iris, incrustados
en las pequeñas pupilas, los desmesurados globos oculares y esa extraña forma
de colocar los larguísimos brazos al costado del cuerpo. Había algo atávico en aquel soldado, algo que no
puedo explicar con exactitud; simplemente era horrendo. Seguí buscando y por
fin apareció el segundo rostro, estaba en otro sector y era idéntico al
anterior, nada más que aparecía ahora en la cara de un prisionero capturado con
vida, que marchaba junto a otros con su misma suerte, mientras varios fusiles
les apuntaban.
En
aquel lugar y en ese preciso momento, tomé la decisión de viajar a Ciudad del
Este, tenía que hallar a Bogado lo antes posible. Desoiría las palabras del
gigante, quería saber más sobre todo esto: ¿Qué significaba ese rostro?, ¿era
de Crisóstomo?, ¿cómo llegaron a sus manos los documentos que me entregó?, etc.
En el
viaje de regreso a mi casa el colectivero escuchaba la radio, estaban pasando
el tema de Rebelión. De nuevo cavilé sobre
el Juicio, y recordé las palabras que refirió, en la tercera sesión, el
Teniente Correa acerca del Brigadier y su excursión a los desiertos de Gándara: “Primero pensé en
estacionar el vehículo de reconocimiento cerca de las rocas para dormir en él,
pero luego lo medité un poco más y, como un homenaje al Coronel Mansilla, dormí
a la intemperie, observando parte del cielo estrellado y cóncavo”.
Me
parecía que Mansilla había estado en la misma guerra que Cándido López y no me
equivocaba; cuando llegué a mi casa, hice una excursión por la biblioteca, donde
estaban mis libros —los
que Karina quería que tirara o hiciera plata—. Entre ellos hallé Una excursión a los indios ranqueles
(herencia de mi abuelo Nicola) y lo corroboré: el Coronel había estado en
aquella guerra infame. Sobre la batalla de Curupaytí decía en la página treinta
y siete:
“Aquello era un infierno de fuego… De
todas partes llovían balas. Y lo que completaba la grandeza de aquel cuadro
solemne y terrible de sangre, era que estábamos como envueltos en un trueno
prolongado… A los cinco minutos de estar mi batallón en el fuego sus pérdidas
eran ya serias: muchos muertos y heridos yacían envueltos en su sangre,
intrépidamente derramada por la bandera de la patria”.
Las
palabras de Mansilla me recordaban bastante a las del Brigadier Gómez Herrera
en el Juicio: su idolatría absurda por la bandera, el sacrificio honroso que
significa perder la vida por la patria. En fin, esa singular y poco creíble
forma patricia de relacionarse con lo nacional, que está siempre presente en
los discursos militares, y en algunos civiles también.
Estaba
yendo demasiado lejos en mis cavilaciones. Todo me parecía una pista, una pieza
del rompecabezas que me había propuesto armar. ¿Qué tenía que ver el Coronel
Lucio Victorio Mansilla en todo esto?, todavía no lo sé. Tampoco sé qué tiene
que ver un pintor del siglo XIX con la misión de
la Sojisticus AR-1 a Marte. El único
que podía responder a estas preguntas era —a
mi entender—
Ricardo Bogado. Tenía que encontrarlo con urgencia, pero antes iba a revisar
todo el material que contenía el sobre, quizás allí podría encontrar otra
pista.
De
pronto, mientras reflexionaba profundamente sobre la historia argentina, las
fotos, Bogado, me asaltó una imagen que creía olvidada: el culito de Samanta
contoneándose por los pasillos del Museo. Cuando me despidió en la sala de arte
argentino decimonónico y se marchó, no pude dejar de mirárselo, era fantástico.
“¡Qué boludo que soy!”, me dije; porque ahí recién me percaté de que tal vez
ella podría ayudarme con el significado que ocultan los rostros del cuadro. Estaba
yendo demasiado lejos en mis meditaciones. Todo me parecía una pista, una pieza
del rompecabezas que me había propuesto armar. ¿Qué tenía que ver Samanta con
todo esto?
Pensando
en ella recordé cómo la conocí y entonces me pareció que sí tenía que ver,
porque era una especialista en pintura argentina del siglo XIX.
Un día, luego de intercambiar varios mails, Samanta pasó por la redacción de un
suplemento cultural, para el que yo trabajaba como redactor en la sección
literaria, a dejarme una versión en papel y otra digital de su texto. Esa fue
la primera vez que la vi. Yo no le prometí nada, le dije que hablaría con el
jefe de redacción y que le entregaría el artículo. Antes de entregárselo —claro—,
lo leí atentamente para no recomendarle cualquier cosa a mi jefe. Me llevé una
sorpresa, porque el texto de Samanta estaba muy bueno; aunque a mí no me
importaba mucho el arte pictórico argentino, tengo que reconocer que lo que
decía era interesante. Hablaba de La
vuelta del malón de Ángel Della Valle y del contexto histórico en el que
apareció la obra: pleno genocidio indígena. A la semana lo publicaron en la
sección de plástica de la revista y Samanta pasó dos días después, a llevarme
un presente.
[1] “Crónicas
extraterrestres. Terminó el Juicio a los sobrevivientes de la misión argentina
a Marte y principales sospechosos de la desaparición del Dr. Carlos Gastaldi”. El
artículo completo se puede leer en: http://www.efectodelay.blogspot.com/.
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