martes, 23 de abril de 2019

El sueño recurrente

Sobre la novela

El sueño recurrente es una novela que comencé a escribir hace muchos años, bastantes. Los primeros archivos que atesoro en mi computadora son del año 2011. El libro pasó por varias etapas: reescrituras, correcciones, lecturas y devoluciones de gente amiga (como, supongo, debe suceder con todo escrito literario) hasta que a principios de 2015 le di un cierre definitivo. De la gente amiga y querida que leyó la novela y aportó consejos y devoluciones siempre valiosas, rescato especialmente a Isabel Vassallo y a les amigues de su taller “La Luna”, a quienes dedico el libro con mucho cariño.   
Esta novela que quiero presentar hoy habla de un cambio radical en el mundo y de la caída utópica y anarquista del sistema de producción capitalista. Esta novela habla del poder, de las amistades por conveniencia que se construyen en torno al poder, bah, de las relaciones humanas en general. Y también retoma y vuelve a pensar, entre otras cosas, la distribución de los bienes culturales y económicos (que muy bien ya mostró Roberto Arlt —a quien se homenajea especialmente en esta historia— y que retomó y analizó Ricardo Piglia en más de una oportunidad) en nuestra sociedad. Sobre este tema, el del acceso a los libros y la lectura, escribí hace poco un artículo, “Memoria de lecturas y apropiación de libros”, para revista Sonámbula y los invito a leerlo si les interesa el tema.  
 El sueño recurrente aparece hoy en una súper edición online gracias a los amigos de Epublibre/Proyecto Scriptorum. Trabajan allí editores maravillosamente profesionales. Personas que aman los libros y la literatura y que suben libros gratis a internet. Sí, sí, sin fines de lucro. No tengo más que palabras de agradecimiento para el Proyecto Scriptorum. El año pasado publiqué con ellos otra novela que se llama La Nave. Para sorpresa mía, descubrí con felicidad (muchas personas leyeron la novela y me escribieron afectuosamente) que hay un mundo de posibilidades en estos espacios virtuales. ¡Hay gente que busca, encuentra y lee libros de autores periféricos! Es muy difícil ser escritor hoy en día, no sé cómo habrá sido antes (calculo que igual) pero por suerte siempre existen/existieron verdaderos espacios alternativos de publicación y difusión de literatura y autores que no somos legitimados en los espacios de consagración.     
Hechas estas salvedades, les dejo unas palabritas sobre la novela (a modo de sinopsis y a grandes rasgos): 
“¿Cómo se escribe una historia?”, ¿puede la Historia volver hacia atrás o repetirse?, ¿qué es el Eterno Retorno?, se pregunta el narrador de esta novela. ¿Qué pasaría si más de la mitad de la población mundial abandonara el planeta para marcharse con unos seres extraños a un lugar incierto? Ante esta posibilidad, tres adolescentes del Conurbano Bonaerense deciden tomar una sede del Consejo Nacional Justicialista. Así comienza esta historia.
El sueño recurrente cuenta los pormenores de una amistad en tensión. La amistad entre el Tano Salerni y el Cachi Méndez. El Tano tiene un sueño extraño que se repite fragmentariamente a lo largo del relato. El Cachi se convierte en un político obsesionado con el poder. Y Patricia, que completa el triangulo amoroso, es una pieza clave para armar el sueño recurrente del Tano y definir el rumbo de los hechos. Esta es una historia de lealtad y traición, de pasión, de amor y de muerte.
El sueño recurrente es una novela de ciencia ficción criolla, un policial negro del Conurbano Bonaerense, que interroga sobre la realidad argentina (pasada, presente y, por qué no, futura) y arroja un posible final (una hipótesis siquiera) para el fenómeno del Peronismo. También, es un libro de intertextos, de citas y reminiscencias, donde se cruzan y discuten disímiles voces de la literatura y la cultura argentina y universal: Sarmiento, Arlt, Pizarnik, Walsh, Perlongher, Homero, Nietzsche, La Biblia, El Quijote, Rimbaud, Atahualpa Yupanqui, Damas Gratis y otros.   

domingo, 7 de abril de 2019

Las vacaciones de la Yoli


Tu sueño recurrente, Yoli, era claro. Manolo te nombraba reina de las manzaneras. El viejo organizaba una ceremonia especial para agasajarte. Él tenía un cetro de madera en la mano, parecido a un ancho de bastos con incrustaciones de piedras preciosas en la punta. Vos, te arrodillabas y él te tocaba, primero un hombro, después el otro y por último te daba un mazazo en la cabeza y con voz carrasposa te decía: “¿Qué querés, querés fama? Volvé a la villa, negra hija de puta”; vos llorabas y te agarrabas la cabeza con vehemencia; gritabas al ver la sangre que te chorreaba por el rostro…
     Ahí te despertabas toda sudada y te decías a vos misma: “Sólo fue un sueño, Yoli, sólo eso. No te preocupes, algún día…”.
     —Che, levantate que ya llegó la leche —te gritó, aquella mañana, el Chinchín del otro lado de la cortina que hacía las veces de puerta y separaba la habitación del sum (living-cocina-comedor-sala de reuniones).
     Con dificultad fuiste hasta la cómoda, donde tenías una palangana llena de  agua con restos de jabón y un espejo grande para mirarte. Te viste unas ojeras profundas, surcos te recorrían el rostro asemejándolo a un mapa, con restos de maquillaje del día anterior pintando valles, desiertos, ríos, lagos, toda una geografía compleja.
     Recién ahí, te diste cuenta de lo extraño que te había perecido escuchar la voz de tu compañero, levantado tan temprano. “¿Qué hora es?”, te preguntaste. Yoli, estabas toda despeinada y con el maquillaje corrido por la cara como un payaso. Lo que pasó fue que llegaste muerta a la madrugada y no tuviste tiempo de limpiarte la cara, había terminado tarde la reunión en el Consejo y fue muy difícil atravesar la custodia y  llegar hasta la Chiche para entregarle, entre otras, la cartita de la Bety, que vos misma habías escrito —porque la Bety no sabe leer ni escribir— con una prosa improvisada y plebeya; la letra toda chueca, como tus dientes, se desparramaba por los renglones de la hoja que le habías arrancado al cuaderno Rivadavia del Bebu. “Pobre Bety, tiene diez pibes pa’ alimentar, y encima, el más chiquito le nació enfermito”, pensaste mientras te lavabas la cara, te cepillabas los dientes y hacías gárgaras con el agua que tenías en una botellita de plástico.
     Mientras te peinabas te observabas detenidamente las raíces de los cabellos, que crecían oscuras en tu cuero cabelludo. “Tengo que volver a teñirme”. En ese momento, miraste de reojo la foto de “esa mujer” a un costado. Con el cepillo en la mano, le prendiste una velita a ella y a San Cayetano como todos los días, e intentaste imitar lo que hacía aquella mujer en la foto. Era una de sus más famosas, se la podía ver joven y linda, muy linda, con sus cabellos rubios, ondulados; se estaba cepillando el pelo como vos, Yoli. La foto irradia amor, una nostálgica inocencia en esos ojitos soñadores. “Qué mujer”, pensaste todo el tiempo que te llevó suspirar, unos segundos y nada más. “Tengo que estar radiante”, te dijiste luego. “¡Como la Su! Porque, en Chingolo, yo soy más famosa que Susana Giménez”. Te reíste sola y cruzaste de un salto la cortina.
—Che, Yoli, de nuevo mandaron unas medialunas más duras que una roca. ¿Qué se piensan, que somos animales? —te gritaba de nuevo el Chinchín.
—No me grités que estoy al lado tuyo —le contestaste, un poco ofuscada. No sabías si era por las medialunas duras o por que el Chinchín te estaba gritando, o por las dos cosas.    —¿Qué raro, vos, levantado tan temprano? ¡Va a llover, cagamos!
—Bueno, che no es pa’ tanto. ¿Qué tiene de malo? Al que madruga dios lo ayuda, ¿no?
     Afuera, empezaron a ladrar tus perros y los de los vecinos. “Llegó la Bety”, dijo el Chinchín. Golpeó despacito y entró encorvada, como si fuera muy alta y tuviera que agacharse para entrar, pero no es así, esa es su postura natural; algunos dicen que quedó así porque cargó a muchos pibes en brazos, a veces cargaba a dos o a tres a la vez. Como todas las mañanas, venía a ayudarte a preparar el matecocido con leche para los chicos del barrio. Detrás de ella avanzaba una chorrera de niños de todas las edades y tamaños, sus hijos.
—¡Buen día!, ¿se puede pasar? —dijo, pero ya había entrado. Estaba más inquieta que otras veces, le brillaban los ojitos, se moría de ganas de preguntarte, pero no se animaba a decirte nada sobre la carta.
—Pasá, Bety —le dijiste—; tengo buenas noticias, ya le entregué tu carta a la señora; bah, se la dejé a su Secretario Privado que es lo mismo.
—¿Creés que la va a leer? Porque, viste cómo son acá, la Isabel me decía ayer que no me iban a dar pelota. Que se limpian el culo con los reclamos de la gente.
—Quedate tranqui, Bety, hay que tener paciencia en la vida —le dijiste a la Bety, chupando un mate, con el pucho y el encendedor en la otra  mano. —Seguro que hoy por la mañana ya la tiene en su despacho y la está leyendo con mucha atención.
     Luego, hicieron silencio y la Bety, con mucha humildad, puso una olla gigantesca llena de agua sobre la hornalla. Los chicos se sentaron en una mesa larga que había en medio del comedor. Todos tenían caras de dormidos, a uno de los más chiquitos le chorreaban los mocos y cada tanto se pasaba la manga de la camisa por la nariz, para limpiarse. Vos te acercaste despacito, sacaste un pañuelo descartable de tu bolsillo y le limpiaste los mocos al hijo de la Bety.
     Una semana después, la Bety todavía no había recibido respuestas, pero a vos te citó Manolo en su despacho. Estabas asustada. “¿Qué querrá pedirme este viejo a mí?”, le dijiste al Chinchín en la cama, pero él no te contestó, ya estaba roncando, se había tomado dos botellas de vino con la cena.
     Al otro día, llegaste temprano y te hicieron pasar al hall de entrada. Te habías pintarrajeado toda y te calzaste la mejor pilcha que tenías. Al final el viejo no te pudo atender: “Compromisos contraídos con anterioridad…”, te dijo una mujer que salió de una oficina, pero su Secretario te hizo pasar a un cuarto y te dijo que te habías ganado un premio, por tu trabajo en la villa y por la gente que llevabas a los actos: “¡La última vez trajiste dos micros repletos!”, y vos asentiste con la cabeza. El tipo sacó unos bauchers del bolsillo, estaban atados con una cintita celeste y blanca: “Son para el Complejo de Chapadmalal, está todo pago para dos personas”.
—Gracias —le dijiste y agregaste—, decile a Manolo que yo no vivo sólo de regalos, ¿qué pasó con el puesto que le pedí hace un mes?—y luego te salieron unas palabras que no eran tuyas—: “Porque tal vez mi más profundo sentimiento es el de la indignación ante la injusticia, yo he conseguido hacer mi trabajo de ayuda social sin caer en lo sentimental ni dejarme llevar por la sensiblería… que nadie se sienta menos de lo que es, recibiendo la ayuda que le presto. Que todos se vayan contentos sin tener que humillarse dándome las gracias…”.
     El Secretario te miró desorientado, con cara rara. Al principio pensaste que el sol que entraba por la ventana de su oficina le estaba haciendo daño a los ojos, porque se los refregaba con fuerza y repetía a los gritos, como si hubiera visto a un fantasma:
 —No puede ser, vos no sos ella, vos no sos…
     Te diste media vuelta, lo dejaste hablando solo y te fuiste a la Estación a ver vidrieras. Después de caminar un rato, te compraste un bikini fucsia, “¡precioso!”, que vendían a buen precio.  

domingo, 24 de marzo de 2019

Anagnórisis


     “¿Quién soy?” había dejado de ser una pregunta que me inquietara; porque, ya por aquel entonces, eso no tenía ninguna importancia. Es decir, este relato va a hablar de otra cosa y no de esta pregunta existencial. ¿O acaso ustedes saben quiénes son? ¿Se lo preguntaron alguna vez? Yo soy Raúl Bermúdez, eso es una obviedad, lo autentifica mi documento.   
     “¿Qué sos vos, Bermúdez?”, me dijo la de Historia en tercer año. Creo que esa fue la primera vez que alguien se animó a decírmelo de frente, sin ningún tipo de rodeos ni tapujos. Yo notaba que en todas las clases me miraba con desprecio. Nunca se dirigía a mí, sólo me nombraba para darme los trabajos y los exámenes que por supuesto —para ella, claro— estaban siempre mal, siempre me aplazaba. Pero ese día no se aguantó más y me lo preguntó así, frente a todos mis compañeros.     
     Desde entonces, “¿Qué carajo sos?” era lo que veía en el rostro de todos los que se detenían a mirarme: en la calle, en el subte, en la escuela, en la verdulería, en una plaza, en el tren, en la panadería, en el club, en… La situación me comenzó a incomodar y tuve miedo, sobre todo cuando me miraba al espejo y veía, efectivamente, a otro, distinto. En esos momentos me daba cuenta de que no eran sólo fantasías adolescentes, sino que yo en realidad era extraño.
     Por suerte a algunas personas yo no les caía mal. No era un friki anti social, para nada. Podía hablar con la gente y comunicarme lo más bien. Pero la mirada de algunas personas me causaba miedo. Hasta que un día iba en el colectivo, creo que estaba yendo a Cemento a ver a Los Brujos,  una vieja no me sacaba los ojos de encima, ¡una cara de chusma tenía la muy zorra! Me acuerdo que le clavé la mirada con intensidad y noté que se atemorizó mucho, quedó paralizada pero, de todas formas, no me sacaba los ojos de encima. Mientras me bajaba del bondi en Constitución, le grité: “¿Qué mirás, vieja chota?”. Pero antes de bajarme, me acerqué a ella y pegó un saltó en el asiento; noté que le corría un sudor frío por su cuello muy arrugado y colgante. Simplemente se quedó helada, sobre todo cuando le acerqué la cara lo más cerca que pude y le dije: “¿Le pasa algo, señora?”. Después, todo se fue de cauce, se hizo confuso, y ahí fue cuando le grite “Vieja chota” y me bajé del colectivo como si nada. Ninguno de los pasajeros me dijo una palabra, todos cerraron la boca. Yo me bajé tranquilo del bondi y caminé en dirección a Estados Unidos.
     Antes de llegar, en el kiosco que estaba a la vuelta, me lo encontré a Charly, un loco que conocía de los recitales. “¿Qué hacés, chabón?”, me dijo, y yo me acerqué y nos pusimos a charlar. Charlamos un poco de todo: de música, de películas, de libros. Al toque compramos una cerveza y un pancho. “Mirá lo que estoy leyendo”, me dijo Charly, y me extendió un librito. Lo agarré, abrí la primera página y leí en silencio, mientras Charly empinaba la botella.

Cuando una mañana se despertó, Gregorio Samsa, después de un sueño agitado, se encontró en su cama transformado en un espantoso insecto…”.

     “No lo conozco, ¿está bueno?”, le pregunté, y él me dijo que sí, que estaba muy bueno. Bah, en realidad me dijo: “Es reflashero”. Recuerdo que memoricé el nombre del libro, porque el del autor era medio raro; y dos días después lo conseguí en una librería de usados, a buen precio y estado. Lo devoré en un par de horas, me tiré en una plaza que había cerca de mi casa y me lo leí todo de un tirón. Con el tiempo pensé que había sido una indirecta de mi amigo, ¡justo recomendarme ese libro a mí! No me sonaba a coincidencia, pero luego recapacité y me dije que seguramente lo había hecho sin mala intención.
     Claro que mi caso era diferente al de Gregorio. Porque yo “Nací así”. Esa fue la respuesta que le di a la de Historia con los ojos inyectados de sangre en aquella oportunidad y, desde ese día, fue la respuesta que les daba a todas las personas que me lo preguntaban. Simplemente, “Nací así”, les decía encogiéndome de hombros y cambiaba rápidamente de tema.
     Ustedes deben estar preguntándose ¿qué pasaba con mi familia, si tengo una? o ¿por qué    —en caso de tener padres— no les preguntaba a ellos sobre mi origen? Desde muy chico comencé a dudar sobre mi identidad. Había algo que me decía que no era hijo de mis padres, con sólo mirarlos a ellos y a mí juntos, cualquiera se daba cuenta. Pero bueno, me llevó un tiempo poder ponerlo en palabras, porque si algo había heredado o, en este caso, aprendido de esas personas que me criaban, era cierta facilidad para la negación. Sí, la negación. Ellos evitaban siempre el tema, me decían “¿Vos estás loco, Raúl?, sos nuestro hijo a pesar de lo que diga la gente”.
     Todo esto me siguió pasando hasta que un día fuimos con Charly a ver a una banda que se llamaba Los Cometas. Hacían una música medio espacial, recolgada. Cuando terminó el recital, se acercó el guitarrista, me preguntó cómo me llamaba y me dijo si no quería salir en el próximo video. Le dije que sí, que no tenía ningún problema. Le pregunté cómo se llamaba el tema y me dijo: “El renacuajo del espacio está sediento”. En un principio lo miré medio mal. “¿Por quién me está tomando, por un fenómeno?”, pensé; pero después le dije que sí, que no tenía ningún problema.    
     A la semana me llaman por teléfono, era el manager de Los Cometas. “Hola, ¿Raúl?, ¿cómo estás? Soy Guido, el manager de Los Cometas”. Tres días después de la conversación telefónica, estaba en la sala de ensayo para ultimar detalles. Llegué temprano para poder ver el ensayo, nunca antes había visto uno. Cuando terminaron de ensayar, cayó el director del video con dos minitas que iban a ser mis compañeras protagónicas y atrás de ellos, el manager venía corriendo y gritaba sacudiendo un papelito con la mano derecha en alto. “¡Lo conseguí, tengo el permiso para usar el Planetario!”. Tomamos algo y hablamos sobre el video. Jhony, el cantante, me dijo sonriendo: “Raúl, qué bueno que viniste, si no iba a tener que ponerme esta porquería en la cabeza” y sacó de la funda de su guitarra una máscara del extraterrestre del caso Roswell.    
     El video, no hace falta que lo cuente, todos seguramente lo vieron por la televisión o en Internet, ¡ya es un clásico de los videos rockeros! Ese trabajo me llevó a la fama.
     A la semana de haberse estrenado en MTV, llovieron los llamados laborales, las propuestas de trabajo eran de lo más insólitas: desde hacer publicidades de insecticidas hasta ir a fiestas privadas como sorpresa para los agasajados. Recuerdo muy bien una de esas fiestas: el tipo era un fanático de las películas de Steven Spielberg, toda su vida había soñado con tener un Encuentro cercano del tercer tipo. En aquella oportunidad me di cuenta de por qué no me gustaban sus películas. Por ejemplo, nunca había visto E.T., el muñeco me parecía un sacacorchos, algo muy desagradable.
     Guido dejó de ser el manager de Los Cometas y se convirtió en mi representante. De un día para otro tenía mi propio merchandising: muñequitos, figuritas, ¡“mi cara estaba en todas las remeras”! Cuando mi fama era un hecho, una mañana me llama un colaborador de Fabio Zerpa, el reconocido parapsicólogo quería realizarme una serie de estudios que permitirían —según él— esclarecer mi origen alienígena, o al menos saber si yo poseía ADN humano. Le dije que no, que gracias, pero no. Yo ya sabía muy bien lo que era, era una Estrella.
     Luego llegó Hollywood y los Oscar y todo lo que ustedes ya saben.