lunes, 25 de julio de 2016

Ciudad del Este

—Se trata de un juicio histórico al principal responsable de la misión. Gómez Herrera tiene que pagar ahora, porque si lo dejamos con vida va a volver —esas fueron las palabras que me dijo Bogado cuando lo encontré y nos sentamos a charlar en un sótano de la ciudad de Puerto Iguazú, en Misiones.

Llegué a Ciudad del Este un viernes por la mañana. Me fui directamente a la redacción del Diario Las nuevas vanguardias. Allí nadie parecía conocer a Ricardo Bogado. Después de insistir un buen rato, se acercó un hombre robusto, con una carpeta debajo del brazo y me dijo que Bogado sólo había hecho unos trabajos para ellos, pero que hacía rato que no cubría nada. Me invitó a tomar asiento en una pequeña oficina, me ofreció un café y me mostró una carpeta que en el lomo decía: “Personal Freelance”. Buscó en la letra “b” y me indicó esas pocas veces que habían registrado trabajos de Bogado para el diario. El documento que me mostraba era una especie de legajo, donde figuraban algunos datos personales de los contratados. Con permiso del robusto que me había recibido amablemente en su despacho, anoté una dirección, que supuestamente era su domicilio, y un número de teléfono.
Salí de la redacción un poco confundido. “¿Cómo había logrado cubrir el Juicio sin una credencial de prensa?”, me pregunté y rápidamente, encontré la respuesta: “Como me consiguió un permiso internacional para portar armas”. Mientras caminaba cavilando estos temas, un hombre me chistó desde la esquina.

—¡Chist, chist!, usted. Sí, usted. Venga, acérquese, tengo información para darle —me decía y también me llamaba con la mano. Yo me acerqué con cierto temor, pero una vez que estuve cerca lo reconocí. Lo había visto adentro, era un tipo raro que me había llamado mucho la atención, estaba sentado detrás de un escritorio, tenía un traje antiguo, de otra época, y unos anteojos gruesos que le ataviaban la cara.

—¿Usted está buscando a Ricardo Bogado, no es cierto? —me preguntó, parecía estar muy nervioso, como si estuviera haciendo algo peligroso. No parecía ser un hombre que se arriesgara demasiado, quizás el espionaje lo asustaba. Noté con asombro y cierta repugnancia que estaba muy sudado, le corrían ríos de sudor por la cara y hasta tenía los cristales de los anteojos empañados.

—Sí, así es. ¿Usted sabe dónde puedo encontrarlo? —le pregunté.

Entonces el tipo raro sacó un papel doblado en cuatro del bolsillo y me lo extendió. Mientras lo desdoblaba, bajé la vista por un segundo y, cuando la alcé nuevamente, el otro había desaparecido como por arte de magia; no le di mayor importancia, a esta altura ya nada podía sorprenderme. Abrí el papel y leí.

“El señor Bogado tuvo que irse con cierta urgencia de Ciudad del Este y me dijo que le pidiera disculpas en su nombre. También dijo que lo puede encontrar en Puerto Iguazú, en la calle Peteribí 234. En la puerta, cuando le pregunten por qué es valioso el Peteribí, usted deberá responder porque ama siempre. No lo olvide…”.

Ya me estaba comenzando a hinchar las pelotas. Para colmo, cuando voy a encender a Willy’s no arranca. Tenía ganas de volverme a Buenos Aires ese mismo día, pero también quería saber cómo terminaría el recorrido que me proponía Ricardo Bogado.
Fui hasta un taller mecánico y me remolcaron el vehículo con una grúa. Hasta el otro día no podría llegar a Misiones, se había cortado la correa de distribución y no tenían el repuesto.

—Se trata de un juicio histórico al principal responsable de la misión. Gómez Herrera tiene que pagar ahora, porque si lo dejamos con vida va a volver. Queremos que usted sea el cronista de esta aventura, que le cuente al mundo nuestra verdad y que difunda las causas del juicio popular por el cual condenaremos al Brigadier a la pena de muerte —ésas, entre otras, fueron las palabras que me diría Bogado cuando por fin lo encontré y nos sentamos a charlar en un sótano de la calle Peteribí.

En Ciudad del Este, mientras buscaba un lugar donde hospedarme, pasé por la dirección, que supuestamente era o había sido su domicilio. En la puerta estaba parado un hombre de unos cincuenta años, flaco como un escarbadientes, con la mirada perdida en un punto fijo de la nada. Me acerqué y le pregunté si allí había vivido Ricardo Bogado.

—¿Usted es el porteño? —me respondió con otra pregunta.

—Sí, soy porteño —le dije, y entonces volvió a preguntarme.

—¿Así que se le averió el Jeep y se lo llevó al Polaco Bielka? Si quiere puede pasar la noche aquí, esto es una pensión —me dijo y me señaló un cartel que decía: “Pensión El Surubí” —. Ricardo ya no está por aquí, se tuvo que ir, lo están buscando. Pero ya se lo explicará todo él cuando lo encuentre. Por cierto, ¿rompió el papelito que le dio Eduard?

—Así es, ya me lo comí, lo deglutí de un bocado —le respondí irónicamente.

Como no tenía ganas de seguir caminando, pasé la noche en El Surubí. Era bastante precario, la única ventilación o luz que entraba en el cuarto provenía de una claraboya diminuta y ni siquiera tenía baño privado. Me contuve de irme porque recordé que, si todo salía bien, partiría mañana a Puerto Iguazú y sería allí la última vez que intentaría encontrar a Ricardo Bogado.
Una vez que me acomodé en el pequeño cuarto, saqué la pistola de rayos gamma y la estuve acariciando un rato, apunté a la pared donde estaba imaginando a un posible enemigo, me tenté de dispararle en varias oportunidades, pero luego desistí. La dejé cerca, en la mesa de luz, por las dudas. Leí una vez más la nota que había escrito Eduard, el tipo raro; memoricé la dirección “Peteribí 234” y la contraseña “Porque ama siempre”, y luego la rompí en mil pedazos, encendí un cigarrillo y, de paso, los quemé en el cenicero. 
Finalmente me quité las zapatillas, las medias y la remera y me acosté.  Dormí plácido y pude descansar bien. Claramente, necesitaba una cama, aunque estuviera toda destartalada como aquella.
Por la mañana, ya cerca del mediodía, fui a ver al Polaco Bielka y retiré a Willy’s, estaba muy limpito y con la correa de distribución nuevita. Verlo así me llenó de alegría: no había rastros de tierra colorada, comida u otros desperdicios en el tapizado y las alfombras, ni insectos estrellados en el parabrisas. Le pagué, me subí, lo encendí y anduvo lo más bien.
Partí hacía mi último destino inmediatamente. Debería cruzar el Puente de la Amistad a Foz do Iguaçu y desde allí cruzar por el viejo puente internacional Tancredo Neves hasta Puerto Iguazú. En los dos puentes, vi nuevamente los carteles con la cara del gigante. Escrito con grandes letras rojas en el afiche se podía leer (en guaraní, en español y en inglés): “Tulio Corundo Ojeda. Terrorista Internacional. Se busca…”, salvo que ahora había un monto de treinta mil dólares de recompensa. Por suerte, esta vez no me confié del azar y tiré el arma y el permiso de portación falso al río Iguazú, antes de cruzar a Brasil. De todas formas, el control fue más riguroso en el segundo puente. Me hicieron miles de preguntas. Nuevamente, cuando me cansé del interrogatorio, recurrí a la credencial de prensa y a unos billetes para poder pasar. Rezongaron pero finalmente me dejaron seguir.
Llegué al atardecer al lugar, pero primero dejé a Willy’s estacionado a dos cuadras, no quería involucrar a mi amigo Lorenzo en esta locura. Luego, caminé hasta Peteribí 234 y toqué el timbre. Del otro lado una voz, que yo conocía pero que no reconocí en ese momento, me preguntó: “¿Por qué es valioso el Peteribí? Y yo le respondí, debo confesar que un poco tentado: “Porque ama siempre”. Toda esa situación me superaba y me daba mucha risa. Hasta aquel día, pensaba que eso pasaba sólo en las películas de espionaje de los años ’70. Pero no, estaba equivocado, me estaba pasando en la vida real. Entonces, la puerta se abrió bruscamente y se asomó la cabeza de Tulio Ojeda, el gigante.

—¿Cómo le va? Pase. Lo estábamos esperando —me dijo, me invitó a pasar y seguirlo. Fuimos hacía el centro de una habitación, abrió una puerta en el suelo y me enseñó   una escalera que descendía a un sótano, mientras bajábamos, agregó—. Perdón por las molestias. Ricardo lo recibirá en unos instantes.

—¿De qué se trata todo esto? Vi su cara en todos los puentes internacionales, ¿sabe que ofrecen treinta mil dólares por usted? —le pregunté sin rodeos.

—Sí, ya lo sabemos, me tuve que exponer para que no cayera Ricardo o los otros compañeros. En un instante parto con rumbo incierto, tal vez vuelva a—dijo pero no completó la frase—. No puedo poner en riesgo a la organización —habló con tranquilidad y cierta resignación. Lo observé detenidamente por un segundo, me parecía verlo todavía más alto que antes. Quizás fue porque tuvo que bajar las escaleras medio agachado, el hueco era muy angosto y bajo.

El sótano era pequeño y estaba oscuro, había una mesa de madera y cinco sillas. Sobre la mesa había varias botellas de bebidas alcohólicas y muchos fierros de todos los calibres. Tulio me invitó a tomar asiento y lo hice. De repente, dijo “Ábrete, Sésamo” y se abrió una puerta en la pared. Por ella entró Ricardo Bogado y otras tres personas.
Todos me saludaron afectuosamente y luego se despidieron de Tulio, que debería ser su nombre porque así estaba escrito en el afiche y también así lo llamaron sus camaradas. Yo también me despedí de él con un abrazo fraternal, aunque era la segunda y última vez que lo vería en toda mi vida. “¡Ánimos!”, le dijo Bogado y le palmeó el hombro. El otro agachó la cabeza y se marchó por la puerta. Cuando la cruzó, Bogado dijo “Ciérrate, Sésamo” y la puerta le obedeció, cerrándose al instante.
Nos sentamos y tomamos unas copas de vino. Ricardo Bogado tomó todo el contenido de su copa de un trago, se dirigió a mí sin vueltas y me dijo, con un tono muy familiar, lo siguiente:
          
—Che, tengo que confesarte que yo vengo del futuro. Viajaré (si es que no lo impedimos antes) en un tiempo no muy lejano, al espacio en la Sojisticus AR-2 junto con las otras dos naves de la INCOC que volverán a Gándara, como escribió el Doctor Gastaldi en Las crónicas de Gándara. La nave argentina y su tripulación, nuevamente estarán al mando del Brigadier Gómez Herrera; pero (porque esta segunda vez se asegurarán de que nada pueda salir mal) a cargo de la misión militar se encontrará el General Supremo del Comando Espacial Sur de la INCOC, General Edmond Carter, y la parte científica será comandada por el Dr. Brandon Smith, el científico norteamericano que remplazó al Dr. Gastaldi en la VSVE —no lo podía creer, eran casi las mismas palabras que me había dicho su espectro en el sueño—. Se trata de un juicio histórico al principal responsable de la misión malograda a Taurus-Marte 1. Gómez Herrera tiene que pagar ahora, porque si lo dejamos con vida va a volver a Gándara y eso será nefasto. Queremos que vos seas el cronista de esta aventura, que le cuentes al mundo entero nuestra verdad y que difundas las causas del juicio popular por el cual condenaremos al Brigadier a la pena de muerte.

—No sé, todo esto es un poco confuso para mí. ¿Usted me dice que vino del futuro y yo debo creerle? —lo desafié.

—¿No te di demasiadas pruebas todavía? —me respondió, inquieto y un poco molesto, con una pregunta.

Entonces sucedió algo que hasta el día de hoy no puedo explicar con exactitud, se sacó la piel de la cara y del cuerpo —bah, en realidad, creo que era una especie de disfraz hiperrealista—, se acercó a la única luz que había en el sótano y me mostró su verdadero rostro: los ojos, de tan grandes, le saltaban de las órbitas. Había algo en esos ojos sin iris, en las pequeñas pupilas, en sus gigantescos globos oculares, algo atávico, perdido en el tiempo pasado, presente y futuro. No había dudas, era Crisóstomo. Yo me quedé con la boca abierta, no sabía qué hacer o decir.

—¿Y, qué me decís ahora? —me dijo sonriendo irónicamente y continuó refiriendo los detalles de la misión—. El plan es el siguiente: Herrera va a estar en Buenos Aires la semana próxima. Viene a consultar a nuestro amigo, el Dr. Raimundo Friendrich —dijo y señaló a uno de los hombres que estaban sentados—, la mano derecha del Dr. Gastaldi en la VSVE, acerca de la libreta que encontró en la nave. Herrera trajo, además de la libretita, una muestra de sangre, y no el cerebro del Dr. Carlos Gastaldi como se dijo por ahí, y se los entregó a los soldados de la INCOC cuando fueron rescatados en el río Paraná. Clonaron a Gastaldi  en un laboratorio de Arkansas porque pretendían que el clon pudiera descifrar unas anotaciones que hizo el original, vitales para saber la ubicación exacta del exoplaneta conocido como Gándara o Nueva Argentina y otros datos de suma importancia para comenzar una nueva misión. Se dice que la INCOC ha desarrollado una novedosa técnica de clonación para lograrlo. En verdad, ya han clonado al Dr. en cinco oportunidades, pero no han obtenido los resultados deseados. El clon nunca es Gastaldi, es otro sujeto, aunque genéticamente sean idénticos —todos asentimos con la cabeza y Bogado, o Crisóstomo, aprovechó para tomarse otra copa.

—Así es —dijo entonces Raimundo Friendrich—. Yo trabajé con Gastaldi, hasta que cambió la cosa y me despidieron. Pero ahora vienen a pedirme ayuda para descifrar las anotaciones de mi maestro y amigo, ni loco se las doy. Herrera me citó en diez días en el viejo edificio de la CONAE…

—La idea es secuestrarlo en la puerta, recuperar, si es que la lleva consigo, la libreta y luego enumerarle los cargos y ajusticiarlo —volvió a tomar la palabra Bogado o Crisóstomo, a esa altura ya no sabía cómo llamarlo—. Entonces te esperamos en diez días, a las quince horas, en la puerta del edificio que perteneció, en otros tiempos, a la CONAE. Podés llevar un grabador y una cámara, si te parece bien. No te propongo que vengas con nosotros porque la idea es que vos estés lo más limpio posible, para que después puedas difundir la historia. Si vas con nosotros, vas a ser sospechoso; en cambio así, podés decir que te llegó una citación anónima y fuiste hasta el lugar porque no te querías perder la primicia. ¿Qué hiciste con la pistola de rayos gamma y el permiso de portación que te envié? —me preguntó.

—Los tiré al río Iguazú del lado paraguayo, era peligroso cruzar las dos fronteras con un arma y un permiso falso, ¿no le parece? —le contesté—. Por lo demás, cuenten conmigo, estaré allí en diez días para tomar registro de todo. Eso sí, unos días antes envíeme un mensaje anónimo para sostener su coartada.

—Me parece bien lo del arma, tenés razón, es peligroso llevarla encima, pero también lo es no llevarla. Podés agarrar una de estas. Elegite una, ¿cuál te gusta más? —me dijo insistentemente.

—No, gracias. Prefiero andar desarmado.

—Como quieras. Bueno, muchas gracias por aceptar este trabajo tan peligroso. Dos días antes Eduard te redactará un anónimo con el lugar y la hora exacta del secuestro. Recibirás una importante suma de dinero cuando esto termine.

—Está bien, pero no lo hago sólo por dinero, también me interesa saber la verdad.

Nos despedimos calurosamente con el deseo de volvernos a encontrar. Nunca supe quiénes eran los otros dos que estaban en el sótano y tampoco me interesó saberlo. Estaba muy oscuro y no podía verles las caras, aunque sus voces me eran, por momentos, muy familiares. Ellos volvieron a salir por la puerta mágica y yo subí por las escaleras.
Afuera, el aire estaba enrarecido, había una niebla espesa que lo cubría todo, la noche estaba bien cerrada y el frío, aunque parezca mentira por la zona y su clima, se hacía sentir. Caminé por las calles desoladas el tramo que me separaba del Jeep. Cuando llegué hasta el lugar donde lo había dejado estacionado, me subí inmediatamente, sin perder tiempo. Por un instante temí que me sucediera algo malo, pero todo estuvo demasiado tranquilo. Conduje enajenado, a gran velocidad y casi sin detenerme, hasta Buenos Aires.                          

sábado, 16 de julio de 2016

Curupaytí

Dos días después llegué a Curupaytí, en el departamento de Ñeembucú. Crucé un puente nuevo que se construyó hace unos años sobre el Río Paraná Medio para unir Itá Ibaté en la Provincia de Corrientes con Panchito López en el Departamento de Misiones, en Paraguay. Es un puente muy moderno, está construido con un material muy resistente, parece acrílico, pero no lo es, es una especie de cristal grueso y macizo.
En Itá Ibaté, antes de cruzar el puente me detuve a tomar una cerveza fría (fueron más de una) y, como se hizo tarde y el calor era demasiado agotador, decidí quedarme a pasar la noche allí.
En el bar Guaripola se hablaba de que algunos lugareños que se encontraban pescando un día antes de mi arribo aseguraban haber visto a una criatura monstruosa devorarse a un yacaré entero en las orillas del río. La noticia al igual que otras que ya he mencionado sobre estos relatos de personas que habitan en las cercanías del Paraná  no hizo ruido, ya que se ignoró no sólo en los Medios nacionales, sino también en los locales, ninguno publicó siquiera una referencia al hecho.
La ciudad, a pesar del desarrollo urbano, todavía conserva un toque salvaje. Conviven a orillas del Paraná altos rascacielos y pequeños pantanos. Al igual que las palomas y las cucarachas en Buenos Aires, los lagartos se pueden ver en grandes cantidades en las aguas pantanosas; amontonados en los esteros cercanos a los centros comerciales, devoran los residuos que, a caudales, produce la urbe todos los días. El que había sido visto cuando se lo deglutía una criatura extrañísima, según los testimonios, pesaba unos doscientos kilos; tenía pintitas amarillas y rayas rojas en el lomo; unos colmillos del tamaño del asa de una sartén de gran tamaño. Algunos aseguraban haberlo visto cerca de la isla Ovechá, otros decían en los suburbios de la ciudad, en un barrio que se conoce con el nombre de La Tyvy.
Salí del bar cuando ya era de noche. El barman me recomendó hospedarme en la lancha-hotel Irupé que estaba amarrada en un muelle a pocas cuadras de Guaripola. Me dijo que en la recepción preguntara por Tino y que no olvidara mencionar que iba de parte de Charly del bar. “Si le dice que va de parte mía le harán un buen precio, hágame caso, no se arrepentirá”. Así lo hice, caminé por la costanera unas tres o cuatro cuadras hasta llegar al muelle 33-A y pasé la noche en la lancha-hotel. No quería conducir dado mi estado, entonces dejé a Willy’s en un estacionamiento que había al lado del bar y caminé.
El cielo estaba calmo y, cerca del agua, corría una leve brisa que, después del calor insoportable de la tarde, me acariciaba el rostro con cariño. El vientito me ayudó a despejarme un poco. Estaba confundido, las palabras de la vieja Javorái resonaban aún en mi cabeza: “Una noche de luna llena en que el silencio era aterrador, porque ni siquiera los grillos o las ranas cantaban, y las copas de los árboles estaban inmóviles, como petrificadas por la desolación y el mutismo”.    
De lejos, sólo de lejos, el Irupé todavía guarda un toque de sus épocas de gloria. Es gigantesco, más que una lancha parece ser un crucero. Charly me contó que supo tener un casino y una piscina que cuando recorrí la cubierta, por la mañana, lo pude comprobar con mis propios ojos ahora se convirtió en depósito de un moho extrañamente verde que se ha formado en las paredes. Es como una especie de alga que se adhiere con facilidad a los muros descascarados, y una vez que ya no tiene espacio en éstos, flota en el agua que se va enturbiando de a poco hasta obtener un aspecto de quietud absoluta.
Caminé con paso lento por el erial costero unas tres o cuatro cuadras hasta llegar al muelle 33-A, donde descansaba el Irupé y, “¡…bajo la noche que abría sobre mí su gran corimbo de estrellas!”, observé el agua calma, buscando encontrar a uno de esos endriagos que describían los moradores de aquella región; pero llegué al muelle sin obtener ningún avistaje, sólo se veía, cada tanto, una botella o alguna bolsa de plástico flotando a la deriva; en ocasiones, formando pequeñas islas de desperdicios a las que se les creaba una especie de espuma o baba blanca y espesa alrededor.
Una noche de luna llena en que el silencio era aterrador, porque ni siquiera los grillos o las ranas cantaban, y las copas de los árboles estaban inmóviles, como petrificadas por la desolación y el mutismo”, seguía sonando la voz de la vieja en mi cabeza. La recordé empinándose, con fruición y esmero, el cáliz de caña. Absorbía, con ayuda de sus encías succionadoras, hasta la última gota de aguardiente antes de estirarle el brazo escuálido a Felipe para que le cargara nuevamente el vaso.
Hablé con Tino y tal como me había dicho Charly me hicieron un descuento especial y recibí una atención de lujo.
—Hola, ¿usted es Tino? —le dije al hombre que estaba sentado en la recepción del barco-hotel.
—Sí, soy yo. ¿Qué desea?
—Vengo de parte de Charly del Guaripola, me dijo que hablara con usted para conseguir una habitación a buen precio. ¿Tienen habitaciones disponibles? —le dije y mis palabras surtieron el efecto que buscaba.
—¿Así que viene de parte de Charly? ¡Claro, tenemos lugar de sobra!, venga pase. Siempre tenemos habitaciones disponibles para las personas que recomienda un amigo como Charly —me dijo invitándome a tomar asiento en unos silloncitos comodísimos que había en el lobby.    
  —¡Muchas gracias! —le dije amablemente—. Es sólo por una noche. Si quiero desayunar aquí mañana, ¿puede ser en cubierta?, vi que tenían mesitas con sombrillas y me pareció buena idea desayunar allí; debe haber una bella vista del río y sus islas.
   —Claro, señor, como usted lo desee. El desayuno se sirve hasta las doce del mediodía, pasada esa hora cobramos un recargo, pero le servimos un almuerzo. ¿Quiere que lo despierte a alguna hora en particular?
—Estaría bien a las diez, ¿puede ser?
—Seguro, delo por hecho —me dijo—. Venga por aquí que le muestro su habitación. ¿Desea una con vista al Paraná? —y me invitó a seguirlo. Cruzamos el vestíbulo, una gran sala comedor y después otro salón amplio que, supuse, habría sido el antiguo casino; ahora tiene unas consolas de realidad virtual y unas computadoras; finalmente subimos dos pisos por escalera y llegamos a un gran pasillo, abrió la segunda puerta a la izquierda y entramos. Tino me dejó el control remoto de la televisión y un juego de toallas limpias.
—Muchas gracias, Tino, por el buen trato —le dije amistosamente, con confianza, y le puse la propina en la mano.
—De nada, señor. Que duerma usted bien. Entonces mañana lo despertaré a eso de las diez para desayunar en cubierta —dijo por último, antes de cerrar la puerta y perderse de vista. Me pegué a la puerta para escuchar sus pasos por el pasillo, luego cerré con llave (dos vueltas) y me descalcé, necesitaba hacerlo con urgencia. Me di una ducha con agua fría y cuando salí del baño, me tomé una gaseosa Mocoretá de lima-limón que encontré en el frigobar.   
 Finalmente, me recosté en la cama y prendí el pequeño televisor que había en mi camarote por cierto, muy amplio y bien decorado. Los Medios ya habían dejado de hablar sobre el tema de mi investigación. “La opinión pública olvidará la cuestión por completo en unos dos o tres días”, pensé y me apené.
Me desperté sobresaltado a las dos y media de la mañana (el televisor seguía encendido, estaban pasando la remake del año 1978 de un clásico de ciencia-ficción), porque escuché unos ruidos extraños en la cubierta, me acerqué a la ventana en forma de escotilla que había en el otro extremo de la cama, descorrí cuidadosamente las cortinas y observé qué sucedía afuera. Pude ver a Tino arrojando al río una bolsa grande de plástico que primero arrastró, con dificultad parecía muy pesada—, por el suelo. “¿Será un cuerpo?”, me pregunté por unos minutos. Pero no le di mayor importancia al asunto y me volví a la cama.   
Miré un rato la película. Era viejísima y se llamaba: Invasion of the Body Snatchers. Al rato, me quedé dormido, creo que justo antes del final. En la parte en que el protagonista —después de que el cuerpo de su mujer se le desintegrara en los brazos— logra escapar de los extraterrestres invasores y corre desesperado por una ruta.
En ese momento entre la vigilia y el sueño (y con los gritos de  Donald Sutherland de fondo), una milésima de segundo antes de dormirme, volví a escuchar las palabras que me había dicho la vieja Javorái: Una noche de luna llena en que el silencio era aterrador, porque ni siquiera los grillos o las ranas cantaban, y las copas de los árboles estaban inmóviles, como petrificadas por la desolación y el mutismo”.
Luego no recuerdo nada, esta vez, por suerte, no soñé con nada extraño; pero me hubiera gustado dormir un poco mejor. Me desperté cuando Tino golpeó la puerta, exactamente a las diez de la mañana.
—Señor, ya son las diez y su desayuno está listo —me dijo con una voz enérgica desde el pasillo.
—Gracias, Tino —le respondí con una voz de ultratumba. Luego me lavé la cara y los dientes y observé en el espejo que tenía ojeras, unas grandes manchas grises se me habían formado debajo de los párpados. Tenía que lograr dormir una noche completa si no me convertiría en un zombi.  
El desayuno no estuvo mal (quería partir antes del mediodía y comer bien por la mañana me ayudaría a no detenerme para almorzar) y la vista desde aquella altura era muy buena; se podían ver, con claridad, algunas islas del río Paraná, como Ovechá, Melilla y Santa Isabel. El sol, todavía débil, caía sobre el agua y le daba un color dorado que yo jamás había visto en otro lugar.
A pesar de la basura que había visto flotando por la noche, el agua no despedía olor alguno. Es más, me acerqué a la baranda y observé con atención hacia abajo, no había rastros de basura en el río, parecía estar completamente limpio. “Los yacarés se deben encargar de comerse todos los desperdicios por la noche. Por eso Tino debió arrojar aquella bolsa de plástico a la madrugada. ¡Una buena forma de reciclar tienen acá!”, pensé y me reí un rato como un tonto.    
Cuando terminé de desayunar, di una vuelta por la cubierta y —como ya he dicho— me acerqué a la piscina que me describió Charly. Efectivamente, la pileta era el depósito de un moho extrañamente verde que se le había formado en las paredes. Como una especie de alga que se adhería con facilidad a los muros descascarados, algunos pedacitos flotaban en el agua que se había enturbiado y tenía un aspecto de quietud absoluta.
Por algún motivo, relacioné aquel moho con el que se había formado en la Sojisticus y el que, según Herrera, había en las ruinas circulares de Gándara: “En las grietas de las rocas se formaba un moho rojo, una especie de raíz que se adhería al ras de la piedra”, y me consterné en demasía. “¿No será este moho, también, como el de los Body Snatchers que vi en la tele?”, pensé, finalmente, para agregarle un poco de humor a mis elucubraciones. Después fui hasta la habitación a buscar mis cosas y bajé al lobby del hotel, para abonar y despedirme de Tino.
 —Señor, antes de que me olvide nuevamente, dejaron este paquete para usted hoy a primera hora de la mañana —me dijo Tino y yo me sorprendí, porque nadie sabía que me encontraba en este hotel.
—¿De parte de quién es? —le pregunté.
—De otro amigo que tenemos en común, del señor Ricardo Bogado —me respondió para sorpresa mía, ¿cómo podía ser que todo el mundo conociera a Bogado? Me extendió un paquete que sacó de abajo del mostrador. Era una caja cuadrada, no muy grande, envuelta en papel floreado de regalo y un moño rojo.
—Gracias, Tino —le dije y me despedí de él con un apretón de manos y una sonrisa. Salí del barco y tomé el camino que había hecho por la noche. Pude ver a algunos yacarés revolcándose o tomando sol en los arenales de la orilla.
Recién cuando subí al Jeep, abrí el misterioso paquete. Era una de esas nuevas pistolas de rayos gamma. Venía acompañada por un permiso de portación internacional falso y una nota que decía:

“Querido amigo: deseo que no te alteres por el obsequio y que no tengas que utilizarlo, pero creí que era necesario, por tu seguridad, que la portaras. Un abrazo y te espero en Ciudad del Este. PD: Destruí esta carta una vez que la hayas leído. Atentamente, Ricardo Bogado”.

Antes del anochecer llegué, por fin, a Ñeembucú donde se encuentra el viejo campo de batalla, de aquella batalla fatídica e innecesaria como todas las que se libraron en esa guerra absurda.
Me desvié unos tres kilómetros del río Paraguay hacía el este. Es una zona donde los caminos son bastante anegados, pero con ayuda de Willy’s y de algunos lugareños —muy amables por cierto— que me hicieron de guía, pude llegar al lugar del camposanto.
De pronto me concentré en el agua que corría por todos lados, era una zona muy húmeda. Por momentos, en medio de la densidad arbórea, se hacía un claro en aquel monte y se divisaban, a una distancia irracional entre uno y otro, pequeños charcos o esteros. Allí, el agua brota de la tierra, la humedad proviene de canales subterráneos que nacen en los ríos profundos y surcan aquellos suelos, acorralándolos.
Crucé el puente internacional con cierto temor porque llevaba conmigo un arma con un permiso falso; era falso porque yo nunca lo tramité en ninguna oficina, de eso se había encargado Ricardo Bogado, un hombre que yo casi no conocía, pero que, sin embargo, me había arrastrado hasta allí. En realidad no era sólo Bogado, sino la historia, la aventura que me propuso él y hasta ahora unos cuantos compinches que lo seguían.
El olor líquido del agua se respiraba en el aire. Entraba en las fosas nasales y te atravesaba el cerebro. Todo el tiempo se respiraba agua, pensé que debería tener branquias para poder respirar con facilidad en esos lugares. Cuando me cruzaba con alguna persona de la zona observaba su cuello, en ocasiones, también me detenía en los dedos de los pies o de las manos buscando membranas entre ellos.
En medio del río me topé con un control de frontera, en la garita había unos seis prefectos de los dos países limítrofes (tres y tres)  y como “apoyo” —así decía un cartel que colgaba en la ventanilla donde se presentaban los papeles— contaban con unos diez marines de la INCOC, armados hasta los dientes. Al lado de aquel cartel había una foto del gigante que me había entregado el sobre cerca del pasaje La Nave. Escrito con grandes letras rojas en la foto se podía leer (en guaraní, en español y en inglés): “Tulio Corundo Ojeda. Terrorista Internacional. Se busca. Hay recompensa…”.
Cuando vi la foto y descifré la leyenda, me comenzaron a sudar las manos y me puse pálido como un papel, temía que me descubrieran, o lo que era peor, que encontraran el arma. Cuando me llegó el turno de mostrar los documentos, acompañé con mi pasaporte el carnet de prensa y, por suerte, me dejaron pasar, sin siquiera tener que mostrarles lo que llevaba en mi bolso. Los soldados tomaban mate en una casilla endeble y charlaban de mujeres, algunos estaban atrincherados por ahí, dispersos en las dos orillas y en los alrededores del puente.
El tiempo aguachento y caluroso de aquel lugar me generaba una modorra particular, todo parecía en cámara lenta. Las temperaturas superaban los límites de lo real, todo se tornaba confuso. La selva era espesa como un buen pulóver de lana. Por momentos, las huellas del camino que estaba siguiendo se chocaban con un impenetrable muro verde de árboles y lianas; entonces me detenía, daba marcha atrás e imaginaba otro surco que, a través de los claros, me condujera a destino.
Algunos monos pequeños se arrojaban desde los frondosos árboles al parabrisas del Jeep y me hacían pegar unos sustos tremendos. Cada vez que uno se aferraba al cristal, yo intentaba echarlos haciendo gestos con las manos y gritándoles injurias, pero viendo que los macacos no se movían, terminaba encendiendo el limpiaparabrisas para que salieran espantados.
Escuché el viento que traía, como en sueños, voces lejanas en el tiempo. Dialectos que, según mi opinión, ni siquiera la gente de aquel lugar había escuchado jamás. Era el clamor de la tierra, una súplica acallada tras años de pesadumbre y cansancio. Luego comenzaron los lamentos de la guerra y el olor a agua se convirtió en olor a sangre, a muerte.
Observé las fotografías de La batalla de Curupaytí: algunas cosas habían cambiado en el paisaje, no era exactamente igual al cuadro. Quizás, a la distancia, el manco no retuvo exactamente cómo era este sitio donde yo me encontraba ahora, respirando, sintiendo en lo más profundo de mi ser, a la Muerte que acechaba sin tregua.
A lo mejor, el tiempo y la selva se han tragado los recuerdos concretos de las masacres que se cometieron en aquella tierra; ya no se pueden ver las famosas trincheras, porque han quedado sepultadas bajo miles y miles de hojas secas, raíces, barro tal vez. Al día siguiente, un campesino (El hombre que conoció a la bestia) me mostró el lugar donde habían estado. También, corriendo unos yuyos de tres o cuatro metros de alto con un machete, me enseñó el lugar donde, todos arrumbados pero aún en pie, se encuentran el monumento en homenaje al Gral. José Eduvigis Díaz y una placa que recuerda a los caídos.
La noche me sorprendió allí, en el monte oscuro. A lo lejos se escuchaban los compases embriagadores de una polca, el viento los traía hasta mis oídos, entonces, siguiendo el rastro que me acercaba la brisa, el sonido que vibraba en el aire, me dejé llevar hasta el lugar de donde provenía. Subí a Willy’s, encendí el motor y partí.
No sabía bien dónde me encontraba, por el camino que me había llevado hasta allí, al el viejo campo de batalla, de aquella batalla fatídica e innecesaria, como todas las que se libraron en esa guerra absurda, casi no había visto casas, mucho menos algún poblado. Al último morador que había visto en el camino lo encontré a menos de medio kilometro antes de llegar, pero no vi ninguna casa o algo por el estilo; me parecía que aquel hombre iba de camino también, porque arrastraba, a sus espaldas, un carro con herramientas, leña y hojas.
Pensaba en Correa, Gastaldi y Herrera perdidos en el espacio mientras me dirigía hacia la polca. Por momentos, veía luces inverosímiles atravesar la noche, eran como luciérnagas o hermosas hadas de los pantanos que producían un efecto incandescente único: las luces se trasladaban en el espacio como algunas fotografías en movimiento, donde la luminosidad de los carteles y las luminarias de la ciudad parecen viajar por el aire, asemejando al humo. Recordé cuando era pequeño y mi papá nos encendía una estrellita —que también hacía un efecto similar— o un cohete con el fuego del cigarrillo. “Perdidos en el espacio, ¿qué luces habrán visto?”, me pregunté.
El camino era confuso, los faroles del Jeep, aunque eran potentes, no lograban despejar bien el sendero. Cuando me iba a dar por vencido, la música sonó más fuerte y pude oír algunas voces que celebraban al frescor del aire libre.
“Seguramente —pensé—, la compañía de aquella bebida, el licor que preparaba Crisóstomo haciendo fermentar un líquido verde que les exprimía a las criaturas, los ayudó a despejar sus temores”. Como a aquellos hombres que encontré tocando polcas paraguayas y bebiendo, también, un licor fuerte que me ofrecieron ni bien puse un pie en la tierra. El que primero se me acercó, con la botella en la mano, fue el último que había visto por la tarde en el camino. Me reconoció rápidamente y me saludó alegre.
Chamigo, ¿cómo dice que le va? Venga, pase, únase al grupo —me dijo y me extendió la botella—. ¿Se le ofrece algo para comer? —me preguntó y una señora, vestida con una falda larga y camisa blanca, me trajo una chipá deliciosa. “¡Lo único que falta es que también sean amigos de Ricardo Bogado!”, me dije para mis adentros y no pude evitar sonreír levemente mientras le devolvía el saludo. 
—Hola, ¿cómo están? Muchas gracias, me gustaría mucho unirme a ustedes, siempre y cuando sea bienvenido —dije tímido y entré en un terreno cercado con alambre y palos, donde había una casa muy modesta.
—Claro, venga pase —me dijo—. Usted vino a ver el campo de Curupayty, ¿no es cierto? ¿Le piensa pasar por Cerro Corá también? —me preguntó, sin rodeos, una vez que nos sentamos.
  —No, tengo un compromiso en Ciudad del Este —le respondí—. ¿Cómo me dijo que se llamaba, usted?
—Creo que no se lo he dicho, me llamo Pedro Ramón Alves, pero todos me llaman El hombre que conoció a la bestia —antes de decirlo se sacó el sombrero y, sin la sombra que le hacía, pude ver que una cicatriz profunda le atravesaba todo el rostro; era una hendidura oscura, pero no lograba ocultarla sólo con la barba y el pelo largo casi hasta los hombros. Luego se calzó nuevamente su sombrero y no volvió a quitárselo en toda la noche.
Al rato, cuando los músicos se callaron, empezó una ronda de mate. Calentaban el agua a las brasas, en un caldero de barro cocido. El mate era una calabaza bastante grande, los mates se hacían largos como esperanza de pobre. Luego, al rato, cuando vieron que estaba exhausto de tanto chupar la bombilla, me advirtieron que era para tomar un trago y pasarlo. “Me lo hubieran dicho antes”, dije, y todos largamos la carcajada. La mayoría de los presentes sólo parecían hablar en guaraní, aunque creo que me entendían; salvo Alves, que se dirigía a mí en español y a veces me traducía lo que decían los otros, y uno de los músicos, un misionero encantador, era el que tocaba el acordeón y cantaba.  
Finalmente, El hombre que conoció a la bestia me indicó un lugar donde podía dormir. Me habían colgado una hamaca paraguaya entre dos árboles robustos. Entonces me recosté e intenté dormir; era cómoda, pero no pude pegar un ojo. Las estrellas se veían espesas de tan amontonadas en el cielo. Era fabuloso verlas; no sé bien por qué, me recordaban esas pinturas puntillistas del siglo XIX.
Terminé yendo a dormir arriba de Willy’s, porque todo me distraía: los ruidos cercanos y lejanos al mismo tiempo, el cielo y sus astros, el olor del agua pululando en el aire, la brisa húmeda que se adhería a mi piel y la dejaba toda pegajosa, el gusto ácido de los mates, los mosquitos que zumbaban hambrientos cerca de mi cabeza, cierto temor a lo desconocido…
Entonces los vi: unos ojitos que parpadeaban en la oscuridad, a unos escasos metros de donde me encontraba, comenzaron a inquietarme. Acaricié, por las dudas, la pistola de rayos gamma que llevaba en la cintura, oculta debajo de la camisa, pero no fue necesario usarla. En el Jeep me sentí un poco más resguardado, coloqué la capota, recliné las butacas, me saqué las zapatillas y me acosté en cuero y sin pantalones. Finalmente me dormí.
Desperté por la mañana, temprano, cuando un rayo de sol que se filtraba ya con fuerza entre los árboles me estaba taladrando el cerebro. Descubrí que El hombre que conoció a la bestia  me observaba sentado en un tronco con un mate en la mano.
—¡Buenas y santas! ¿Cómo ha dormido?, parece que no le gustó la hamaca —me dijo y se río solo—. Venga a tomarse un amargo —agregó después y ya me extendía la mano para ofrecerme la infusión. Me senté a su lado, en otro tronco y agarré el mate con las dos manos, era un tereré fresquísimo.  
—¡Buenos días! Quiero que me acompañe hasta el lugar del campo de batalla, de aquella batalla fatídica e innecesaria, como todas las que se libraron en la guerra absurda entre nuestros países. Me han hablado de las famosas trincheras, pero ayer no las encontré; busqué en la selva durante un rato, pero no las hallé. Por favor, ¿puede, si es que aún existen, acompañarme y mostrármelas? —le dije con respeto y cierta solemnidad, que luego me pareció innecesaria.
—Claro, chamigo argentino, le voy a hacer la tour por Curupayty. No hacía falta que me lo pidiera, porque le iba hacer de todas formas —me dijo amable y desinteresadamente—. Sé que usted le vino desde lejos a conocer y eso aquí nos importa mucho. Tómese unos amargos más y después le vamos al monte a conocer las trincheras y el busto del General Díaz —Alves estaba suelto de lengua, se notaba que quería conversar—. ¿Así que es de Buenos Aires? ¿Extrañan el río por allá, no?, no se han resignado a perderlo. Al menos eso es lo que dijo un gringo que estuvo hace un tiempo por acá, después de haber pasado por Buenos Aires, dijo que se sorprendió y que a los porteños se les había bajado el copete.

Fuimos con Willy’s hasta un cierto punto del monte, cuando no pudimos avanzar más por la espesura de la selva, me condujo a pie por unos senderos estrechos. Caminamos mucho y, aunque todavía no era el mediodía, ya hacía un calor infernal. No entendía cómo, porque no había ni rastros del sol, la frondosidad cerrada cubría todo el cielo y la luz llegaba muy débil hasta el suelo, apenas si se filtraban unos rayitos entre los gigantescos árboles, enmarañados de ramas y lianas. Por fin, después de atravesar una pequeña laguna donde nos refrescamos un rato, se hizo un claro y nos chocamos con los monumentos cubiertos de pastizales altísimos. Alves corrió, como si fuera un gran telón, unos yuyos de tres o cuatro metros de alto con un machete, para enseñarme el lugar donde, todos arrumbados pero aún en pie, se encuentran el monumento en homenaje al Gral. José Eduvigis Díaz y una placa que recuerda a los caídos.
Estuvimos en silencio un buen rato. Entonces pensé en la posibilidad que tenía de perderme en algún lugar del planeta donde —y recordé un poema—: “…la alegría se desparrama como el polen…”, llegué a la conclusión de que era demasiado efímero.
Nos quedamos en silencio, El hombre que conoció a la bestia y yo. Mientras pensaba lo observaba cautelosamente. Había algo en sus ojos rasgados; en el bigotito oscuro y lampiño; en la forma que tenía de pararse, siempre con las manos al costado del cuerpo; no sé, era algo atávico que no logro, aún hoy, describir.
No me animaba a preguntarle qué clase de bestia era la que había conocido. Lo más llamativo era su cara, lo vi dos veces sin el sombrero de ala ancha que le oscurecía más de media cara. Tenía una cicatriz profunda que le atravesaba todo el rostro; era una hendidura sombría que no lograba ocultar sólo con la barba, demasiado lampiña, y el pelo largo casi hasta los hombros.
 Lo seguí en silencio hasta otro sector. Antes de llegar atravesamos un claro. Alves echó un vistazo al cielo y dijo que teníamos que apurarnos porque se venía la tormenta y que si nos encontraba allí no podríamos salir hasta que no cesara. “Un arca —se me ocurrió decir—, podríamos construir un arca”. El otro me miró asombrado y sonrió, después se detuvo y me señaló un lugar.
Caminamos nuevamente en silencio hasta el sitio que señalaba. Era a unos pocos metros. Los pájaros interrumpieron el silencio, una bandada de guacamayos de todos los colores (algunos que yo jamás había visto) y tamaños salió volando a los gritos y El hombre que conoció a la bestia me dijo por fin:

—Ésta, como todas, es tierra de leyendas. ¿Ve?, las trincheras le estaban por aquí, dicen que atravesaban kilómetros de monte y que también habían cavado un foso de más de cuatro metros de ancho por tres de profundidad. Ahora no hay nada… la selva es así, borra todas las huellas, se las traga, las acarrea a su vientre terroso y las convierte en su alimento. La leyenda está en todas partes, la lleva el viento de un lugar a otro, como el polen.

sábado, 9 de julio de 2016

Paraná

Partí con rumbo noreste un viernes por la mañana. El Servicio Meteorológico Nacional anunciaba lluvias ácidas para el mediodía; entonces puse mi piloto en el asiento de Willy’s para tenerlo a mano en caso de que fuera necesario.
Después de que el satélite de observación de la Tierra SAC-D Aquarius dejara de funcionar por desperfectos técnicos fue colisionado brutalmente por un asteroide, la Argentina (ahora con colaboración de la INCOC) puso en órbita el SAC-D Aquarius II.
Una de las misiones secundarias de la Sojisticus AR-1 era cambiar un equipo de rastreo y actualizar unas funciones digitales del sistema de observación del satélite argentino. Esta información está registrada en el Expediente Nº 23.463/5 en fojas 3.445/3.500, donde se describen, con lujo de detalles, todas las tareas que la nave tenía que cumplir; pero en todo el Juicio no se hizo referencia ni una sola vez a esta misión o a otras. El Teniente Correa sólo habló, largo y tendido, de la misión principal que deberían haber cumplido: “El fin de la misión era que los primeros colonos (de Marte) pudieran autoabastecerse, durante largos períodos de tiempo, de alimentos, oxígeno y recursos energéticos”.   
A pesar de que nunca se llegó a concretar la reparación, el Aquarius II sigue siendo bastante preciso en el pronóstico del clima.
La lluvia me encontró en medio de Zarate-Brazo Largo. Por suerte la nueva capota de Willy’s era de acrílico reforzado y aguantaba perfectamente una lluvia ácida, y también las que vienen con granizo, que son las más peligrosas —en ocasiones, cuando las partículas de hielo ácido son lo suficientemente grandes, pueden llegar a perforar chapas de acero galvanizado, delgadas construcciones de hormigón armado y hasta vidrios blindados.
El puente parecía chico, con tanta lluvia no podía ver a más de tres metros de distancia; pero lo extraño era que, por tramos muy cortos en los que desconectaba el limpiaparabrisas, el cielo se abría y se filtraban intensos rayos de sol. En uno de esos tramos, miré hacia mi costado derecho y vi el río: sobre el agua se formaba el arco iris más espectacular que yo haya visto jamás. Por lo general, los arco iris son débiles, y no se distinguen bien todos los colores que lo componen; pero en aquella oportunidad cada color era único y se podía ver con tanta nitidez, que parecía una alucinación.

En Paraná logré algunas entrevistas con oficiales de la Brigada, pero me costó el ingreso a las instalaciones de la Base. Luego de cinco largos días de espera, conseguí un permiso, pude entrar y recorrerla, quería ver los cuartos donde estuvieron alojados (e incomunicados) los astronautas de la Sojisticus, una vez que fueron rescatados en el río.
El primero que vi era un pequeño cuarto en el que estuvo alojado el Teniente Correa. Era oscuro —y eso que todavía no era de noche—, había un catre de campaña que hacía las veces de cama; una precaria mesa de luz donde reposaban un montón de revistas viejas, entre las que reconocí algunas de aviones, de farándula (y como en una celda de la prisión, o en una gomería, dos revistas pornográficas que hacían juego con el póster que colgaba de una de las paredes, en el que se podía ver a una señorita, con unos enormes pechos, comiendo una banana en pose sexy); lo demás no decía nada, casi no había otro mobiliario que no sea el que ya mencioné y una silla destartalada de madera con respaldo de cuerina o ecocuer.
Detrás de mí entró el guardia que me hacía el tour por la Base y corrió, lentamente, las cortinas, para que entrara un poco de luz, pero fue en vano. El encierro de la habitación y el cielo nublado de aquella tarde impidieron el ingreso de algún tipo de luminosidad. Entonces recordé las palabras de Correa: “El enfermero corrió las cortinas, para que entrara un poco de luz. Necesitaba, como algunos lagartos, calentar mi piel por unos minutos. No he vuelto a mi vida anterior y no creo volver a ella”. Me pregunté si lo habrían torturado en este recinto y llegué a la conclusión de que no, de que era poco probable.             

—¿Usted lo vio al Teniente Feliciano Correa cuando estuvo acá? —lo indagué al guardia que me acompañaba—. ¿Estaba herido, o llegó en buen estado de salud?, ¿usted también descorrió las cortinas cuando él se encontraba en esta habitación?

—Señor, no estoy autorizado a darle esa información. Sólo puedo conducirlo por las instalaciones y despejar sus dudas sobre ellas. Cualquier otra cosa que usted desee saber sobre las actividades que se desarrollan acá, deberá solicitársela a mis superiores —me respondió como buen soldado. Entonces no volví a hablarle más, hasta que llegamos a la habitación del Brigadier Gómez Herrera: “¿Es ésta?”, le pregunté y él me dijo: “Sí, señor”. Y luego, al despedirnos en la puerta del cuartel, le agradecí especialmente el paseo y él asintió con la cabeza, sin decirme una sola palabra.

Cuando me alejaba (ya del otro lado de la reja), me pareció ver, adentro de un hangar a medio abrir, que asomaba la punta del PIPER PA-31, en el cual fueron trasladados Gómez Herrera y Correa hasta la Base el día del rescate; pero cuando intenté focalizarlo a la distancia, noté con sorpresa que el portón del hangar estaba completamente cerrado. “¡Qué extraño!”, pensé sin darle mayor importancia al asunto. Entonces, puse en marcha el Jeep y me marché rumbo a Curupaytí.
En el camino reflexioné sobre lo que había logrado hasta entonces. Y comprobé amargamente —aunque ya lo sospechaba— que no había conseguido nada. Pensé en dar la vuelta y volver a mi casa, pero la noche ya estaba cayendo y tenía que encontrar un lugar donde pernoctar. No tenía en mente hacerle un homenaje al Coronel Mansilla y dormir a la intemperie, observando parte del cielo estrellado y cóncavo, como había dicho Correa o Herrera, ya ni siquiera podía distinguirlos, en el Juicio.
Mientras estaba embebido en estas elucubraciones y el sol caía sórdido en el horizonte, alcé la vista y, de pura casualidad, vi en la ruta un cartel que decía: “Camping Cruces de palo a tres kilómetros”. Tomé ese camino. Por suerte, en el camping tenían unas cabañas para pasar la noche y no tuve que hacerlo en una carpa.
Aquella noche me sobrevino un sueño rarísimo. Soñé con Ricardo Bogado. En realidad, creo que en el sueño él estaba muerto y con el que me encontraba, allí mismo en la pequeña cabaña, era con su espectro, que se asemejaba a un holograma. El fantasma se asomaba sigiloso —como un gato en la oscuridad—, y me revelaba algo increíble:

“Che, tengo que confesarte que yo vengo del futuro. Viajaré, en un futuro no muy lejano, al espacio en la Sojisticus AR-2 junto con las otras dos naves de la INCOC que volverán a Gándara, como escribió —según dicen— el Doctor Gastaldi en Las crónicas de Gándara. La nave argentina y su tripulación, nuevamente estarán al mando del Brigadier Gómez Herrera; pero —porque esta segunda vez se asegurarán de que nada pueda salir mal— a cargo de la misión militar se encontrará el General Supremo del Comando Espacial Sur de la INCOC, General Edmond Carter, y la parte científica será comandada por el Dr. Brandon Smith, el científico norteamericano que remplazó al Dr. Carlos Gastaldi en la VSVE. Si querés saber más, deberás buscarme en Ciudad del Este, tengo más información para darte….

—El muerto que parla, debería jugarle al 48 a la cabeza— me interrumpió Felipe Fierro, el encargado del camping, por la mañana, mientras desayunábamos y yo le contaba el sueño. No sé qué me pasó, pero tuve la necesidad de contárselo a alguien.

 —¿Usted cree que debería hacerlo? No lo sé, nunca he jugado a nada —le contesté y continué contando mi sueño—. Luego el fantasma se marchó por la ventana y las cortinas roídas que cuelgan de ella se batieron con fuerza, como las alas de un gran pájaro que intenta, esforzándose, remontar su vuelo. Yo me quedaba un segundo paralizado, y luego salía afuera, a la noche inmensa de este páramo, e intentaba sin resultados alcanzar al holograma fantasmal de Ricardo Bogado, que corría a toda velocidad, atravesando las cosas en la espesura de la selva. Pasaba por entre los árboles, las plantas, las piedras, la bruma y se perdía a lo lejos, que era cerca, porque no se veía nada, sólo lo que la luz de la luna llena me dejaba ver…

—Hermano, qué cosas ha soñado. ¿Acaso está usted engualichado por Mandinga? Debería ir a ver a doña Javorái, tal vez ande por acá hoy a la tarde; los días de lluvia suele salir en busca de alimañas que le trae el agua del río. Ahora no hay tantas como antes, se ven pocos bichos, escasean junto con el monte, al que lo han pelado casi todito.

—Pero si no llueve, ¿me está… —no terminé la frase y ya se había largado a diluviar—…cargando? Cómo puede ser, si recién había un sol esplendido —le dije extrañadísimo.

—Las va juntando en frascos y cacharros, no sé cómo no les teme, sobre todo a las bichas. Cuando completa su búsqueda, pasa toda empapada y tiritando a tomar una copita pa’ calentarse las tripas.

—¡La puta, yo que pensaba irme esta misma tarde! Con la tormenta no me voy a poder mover de acá hasta mañana, ¿no?

—Y no. En realidad, no sé. Los caminos quedan todos anegados después de un aguacero como este. Sabe, son muy comunes por esta zona. Capaz que llueve toda la mañana y a la tarde sale un solazo que raja la tierra. Pero eso nunca se sabe.

—¿Quiere que termine de contarle el sueño? —le pregunté entonces. Ya que debería pasar todo el día en aquel paraje perdido, me iba a entretener charlando con un paisano, como los de antes.   

—¿No había terminado ya? —me preguntó Felipe.

Era un hombre tranquilo, de unos cincuenta y pico de años; bajito pero fornido, tenía la espalda ancha y los brazos gruesos; lucía una calva brillante, la barba tupida y los ojos rasgados. Estábamos en una especie de quincho sin paredes, en el centro había una construcción endeble que hacía las veces de su hogar y proveeduría del camping. Del dintel de la puerta de madera vencida colgaba un cartel de chapa que tenía el nombre del camping pintado con letras redondas y rojas: “Cruces de palo”.   
De pronto, levanté los ojos para recibir un mate que me ofrecía el paisano Felipe y vi afuera una gruesa pared de agua que chocaba con fuerza contra el suelo; un suelo impenetrable de tierra colorada, tan impermeabilizado estaba que el agua no lo penetraba, sino que salía disparada a toda velocidad, como una avalancha, por una leve pendiente cuesta abajo hacia el río, que a esa altura, creo, estaría muy torrentoso.

—En aquel momento yo miraba el cielo, plenamente estrellado, una nave gigantesca en forma de plato volador lo surcaba de norte a sur y luego desaparecía. El silencio era aterrador en la noche, ni los grillos cantaban, y las copas de los árboles estaban inmóviles, como petrificadas por la desolación y el mutismo. De pronto llegaba volando un mamboretá, se posaba en mi hombro y movía la cabeza triangular hacia los lados, luego me señalaba el norte con sus manitas. Yo asentía con la cabeza, como si estuviera entendiendo lo que el simpático bichito me quería decir…

Estaba contando esto cuando vi pasar unas sombras detrás de la pared transparente de agua que seguía cayendo del cielo. “Ahí viene”, me dijo Felipe, yo me encogí de hombros y continué mirando, para ver de quién se trataba. Entonces apareció la vieja Javorái, escoltada por una chorrera de perros de todos los tamaños, colores y pelajes. Caminaba encorvada y de tan doblada que iba se le formaba una joroba ovoide en la espalda. La vieja se fue acercando y, antes de llegar al quincho, Felipe le gritó: “Venga, pase doña Javo; pero, eso sí, a los perros me los deja afuera, bien lejos, si no me llenan todo el establecimiento de pulgas y garrapatas”.

   —Buenos días —dijo la vieja con una voz aflautada y maligna; cuando abrió la boca para saludar, le pude ver el hueco oscuro, las encías flojas y arrugadas y, en el centro, tres o cuatro dientes afilados y bien pulidos. “Buenas”, le respondimos a coro. Felipe le sirvió al instante un vaso cargado de caña. Javorái, que estaba toda empapada y temblaba de frío, se lo bebió de un solo sorbo y luego le extendió el bracito raquítico para que le sirviera otro.

 —Aquí el amigo anda buscando algunas respuestas. Yo creo que usted lo puede ayudar —le soltó Felipe a la vieja desdentada y raquítica que por fin había dejado de temblar y se sacudía el agua como si fuera uno más de sus perros.

—No sé en qué lo puedo ayudar a este forastero —le dijo a Felipe sin mirarme siquiera y agregaron unas cuantas palabras en guaraní para que yo no entendiera lo que se decían.

Entonces me acerqué sigiloso, arrimé mi silla junto a la suya, abrí mi bolso, extraje las fotos de la obra, Después de la batalla de Curupaytí, de Cándido López que me había enviado Bogado en el sobre y se las arrojé sobre la mesa a unos centímetros de donde se encontraba ella.                      

—Mamboretá… —dijo, y se quedó pensativa. Al rato, agregó—. El cacique de una tribu guaraní, que vivía por esta zona, descubrió un día a un extraño merodeando en su tierra y le preguntó: “¿Quién sos? ¿Dónde están los tuyos?” El extranjero le respondió: “Los he abandonado porque se han dejado esclavizar por los blancos que llegaron en grandes naves desde otro mundo”. A partir de ese momento lo comenzaron a llamar Mamboretá. Dicen que el jefe lo invitó, solícito, a quedarse y que vivió un tiempo con ellos, alegrándolos en las festividades con sus danzas estrafalarias. Con el tiempo el forastero abandonó la tribu y no se supo nunca más de él.  Una noche de luna llena en que el silencio era aterrador, porque ni siquiera los grillos o las ranas cantaban, y las copas de los árboles estaban inmóviles, como petrificadas por la desolación y el mutismo, llegó volando un extraño insecto y se posó inquieto en el hombro del cacique. Movía su cabeza triangular hacia los lados, señalando el norte con sus manitas. Por los movimientos raros que hacía, al jefe de la tribu le pareció reconocerlo. Entonces le preguntó con alegría: “¿Che, sos vos, Mamboretá?” Y el hermoso insecto le respondió elevando sus bracitos al cielo y bailando al ritmo de una música imaginaria…

 —No puede ser, es casi igual a mi sueño —la interrumpí a la vieja y dirigiéndome a Felipe con voz severa agregué—. Vos le contaste en guaraní a esta señora lo que soñé anoche, era eso lo que cuchichiaban hace un rato, ¿no?

—¿Pero, che, cómo va a pensar así de mí? Usted se equivoca, amigo porteño —me gritó muy enojado—. Se ve que no me conoce, yo siempre voy de frente.

La vieja suspiró resignada, mientras negaba con la cabeza en un gesto de decepción. La lluvia se iba calmando, de no ser por algunas gotitas que se escurrían del techo y de las ramas de algunos árboles, no quedaban rastros de ella. Ya había vuelto a salir el sol y empezaba a calentar las altas copas de la floresta y los suelos colorados e impermeables de la selva frondosa.

—Está bien Felipe, no se altere. El porteño todavía no está preparado para saber más. Se ha equivocado Ricardo al enviarlo hasta aquí —dijo con voz de resignación y un poco compungida doña Javorái. Yo me quedé inmóvil, no podía creer lo que escuchaba, ¿cómo era que conocían a Ricardo Bogado?—. M’hijito —continuó ofuscada—, yo sólo le estoy contando la leyenda del Mamboretá, no sé nada sobre su sueño, aunque lo intuyo, puedo imaginarlo.

—Perdónenme, no quise ofenderlos. Por favor, señora, continúe su relato, quiero saber más sobre este asunto y estoy preparado para hacerlo —le dije un poco avergonzado por mi actitud.

—Está bien. Entonces le decía que el bichito bailaba al ritmo de una música imaginaria. Algunos le agregamos a la historia un condimento especial (o mejor dicho espacial), dicen que este extranjero, que mis ancestros apodaron Mamboretá, vino de otro mundo, de un mundo lejano, tan lejano como el infinito. Era un viajero intergaláctico que llegó, atravesando el espacio y el tiempo en una nave circular…

—La misma que usted vio en su sueño —interrumpió Felipe Fierro, dirigiéndose a mí.

—… para advertirnos sobre el futuro de la Tierra y el Universo todo. Se lo ha podido ver por aquí en varios momentos de la Historia, uno de esos momentos fue la guerra contra el Paraguay, suponemos que el manco debió haberlo visto en el campo de batalla y por eso lo retrató en este cuadro que usted me muestra.

—¿Por qué Cándido López lo pintó representando soldados de los dos bandos? ¿Entonces Mamboretá es Crisóstomo? ¿Cómo sabía Bogado que yo pasaría la noche en este páramo olvidado? ¿Y ahora, cómo sigue todo esto?

—Son muchas preguntas. Yo no sé cómo sigue su camino, es esta toda la información que le puedo dar. Lo demás lo sabrá cuando encuentre a Ricardo Bogado. En cuanto al cuadro, la cara aparece en los dos bandos para indicarnos que ambos son lo mismo, ¿acaso no eran hermanos los que se enfrentaron en aquella batalla nefasta? Un placer conocerlo, le deseo mucha suerte para su futuro —agregó por último la vieja Javorái.

Luego se levantó de la silla, recogió los cacharros que había dejado en el suelo arenoso, silbó con fuerza para reunir a su ejército de perros y se marchó por un caminito que se abría, apenas, en la oscura espesura vegetal de la selva. Uno de los perros que había quedado rezagado se detuvo, con la cabeza erguida, a observarme; luego movió la cola tres o cuatro veces y me dirigió un ladrido amistoso antes de voltearse y volver trotando con el resto del grupo.

Por la tarde noche, me despedí de Felipe Fierro con un apretón de manos y un “Hasta luego”, que Felipe acompañó con una frase que me sacó una sonrisa: “Que la fuerza lo acompañe, chamigo”.