domingo, 24 de febrero de 2019

El prisma

Los fuegos eran elementales como el viento que me daba directo en el rostro. Yo pensaba en nada o en todo, es más, caminaba como un idiota observándome tímidamente los pies. Al llegar a mi casa tuve sueño y necesité dormir. Caí desmayado en mi cama para tener uno de los mejores sueños de mi vida. Soñé con el proyecto incompleto de un arquitecto alemán llamado Rudolf Huglander. El proyecto consistía en un barrio de casas primarias, dispuestas en círculo alrededor de un prisma. El prisma era una estructura gigante, construida con varillas de acero recubiertas de cristales, ahuecada en el centro y  con un  jardín de margaritas a su alrededor.
Desperté luego y pensé en aquel sueño tan particular. Era mi imaginación un molde exacto de una realidad vacía, llena de contradicciones y aspectos nulos de lo que realmente era real. Lo real se presentaba tan ajeno que no podía hacer otra cosa más que inventar lo que quería. En resumidas palabras, era un fracasado.
Salí de mi casa para caminar, insensato, bajo una noche de luna llena en la que el frió se hacía sentir. Observé detenidamente las marquesinas de la Boca hasta llegar a Barracas, en el trayecto pensé en Laura, en la última vez que la vi.
Recordé que en sus ojos había un dejo nostálgico que se reducía simplemente en su mirada. Sabía que estaba nerviosa, tan nerviosa como yo. El mundo giraba aceleradamente a nuestro alrededor, pero nosotros estábamos detenidos en el tiempo, observando todo y nada, tratando de traducir automáticamente los signos que cruzaban, como aves desesperadas, en nuestra cabeza.
Afuera hacía frío, caía sobre el cemento de la ciudad una débil llovizna que mojaba todo poco a poco. El viento era suave, entonces me acerqué a la ventana para luego salir al balcón y recibir el aire frío y húmedo en mi rostro, lo necesitaba para aclarar un poco las ideas.
Laura me observaba desde el sillón, esperando ser rodeada por mis brazos, tratando de expiar un suspiro antes de que yo la tome para siempre. Me miraba tímida y se mordía los labios antes de hablar, jugando con su lengua dentro de la boca. Era sexy y sabía provocarme cosas contradictoriamente hermosas cuando se sentaba de costado, cruzando las piernas, y se acariciaba el cabello con una de sus manos.
Eran las dos de la madrugada, habíamos estado una hora mirándonos sin decir una sola palabra. En un momento inesperado tomé mi abrigo y le dije que me abriera. Tiempo después, sentí ese sabor amargo que sólo se experimenta cuando uno fracasa ante algo que es obvio que debe suceder.
El tiempo me había mostrado tantas circunstancias que no supe resolver. Siempre el miedo, la distancia, me insistían con justificar mi cobardía. Hoy a los treinta años pienso qué sería de mi vida sin mi trabajo, sin mi capacidad innata para resolver obstáculos prácticos que nada tienen que ver con la realidad.
De pequeño creía que los remedios eran la satisfacción de estar enfermo. Recuerdo cuando tenía tos y mamá me daba un jarabe con sabor a frutillas y hasta me dejaba faltar a la escuela. De mamá recuerdo su sensibilidad ante las injusticias, su sonrisa, la forma en que me abrazaba cuando estaba enfermo. La cálida ternura de las madres y los remedios que ella te da cuando te sentías mal: un beso, un abrazo, el sólo hecho de quedarse a tu lado hasta que se te va la fiebre, no tiene comparación con ninguna otra satisfacción. Me parece algo rotundamente desagradable el pudor que genera la juventud, la idea de tener vergüenza o de alejarte de eso que antes tanto te agradaba.
Con Laura nada había sucedido, todo había terminado esa madrugada.
Por casualidad el destino me llevó, hace ya trece años, a El Escorpión, que ahora se llama B@rnet pero todos lo seguimos llamando como antes. Todas las mañanas temprano hago el camino que mencioné antes, desde la Boca hasta Barracas. Salgo de mi casa a las seis, agarro Montes de Oca y le pego derecho.
Hacía mucho frío, la escarcha se posaba concentrada en los cordones de la vereda, los autos estaban casi ausentes; en un determinado momento me di cuenta de que caminaba solo y que volvía, indefectiblemente, sobre lo imposible. Ese día fui abducido inexplicablemente al llegar a la puerta de El Escorpión.
Mamá era una mina simpática, era de esa clase de gente a la que le gusta sonreír con facilidad, en cambio Laura era tan callada y meditabunda como yo, o quizás un poco más. Recuerdo las pocas veces que la vi sonreír, la primera vez fue cuando hicimos el amor en un simulador de vuelo del parque de diversiones y otra fue cuando mi cara salió publicada en una revista.
Resulta que una revista, de esas nostálgicas, vino a El Escorpión para escribir un artículo sobre los bares que mantenían las costumbres de antaño y que se habían modernizado un poco, con mucha inercia. La idea nos pareció genial, entonces Enrique que era el dueño me dijo que yo debía salir en una de las fotos representando la juventud del lugar y Omar, mi compañero que ya llevaba casi treinta y cinco años trabajando en el bar, la esencia. Cuando le mostré la revista, Laura no paró de reír durante media hora, creo que estaba borracha. Claro, porque fue en el cumpleaños de mamá. La única vez que recuerdo a Laura y a mamá juntas; no hablaron casi nada, simplemente se observaban una frente a la otra.
Nunca creí en extraterrestres, pero como decía, al llegar a El Escorpión fui abducido inexplicablemente. Tuve una sensación extraña mientras una luz me envolvía en somnolencia. Entonces comprendí que era yo poseedor de un secreto: Kafka y Hitler no sólo se habían conocido como lo había pronosticado hacía algún tiempo un polaco llamado Tardewski (esto me lo contó Omar), también eran extraterrestres.
Algunos días después, Laura recibió una carta que, por supuesto, yo nunca escribí. En el remitente se leía: Rudolf Huglander / Berlín / Alemania.

“Laura:

Cuando te conocí imaginé un instante sincero. Con el tiempo recordé una lágrima como culminación especifica de ese instante, y sentí algo extraño. Me abordó una vieja lección de física: la óptica. Traté de relacionar el sentimiento con esta idea y luego de pensar tanto llegué a la conclusión de que una lagrima puede actuar como un espejo o prisma; en el cual la luz se refractaría, pasajeramente, el tiempo que transcurre entre la génesis del objeto lagrima en el ojo, pasando por el trayecto de recorrer tu mejilla, hasta fracturarse al chocar con el suelo o sobre tu pecho. Continué hilvanando ideas y sentimientos y volví, indefectiblemente, al espejo fracturado; la óptica dice que un espejo fracturado ya no refracta la luz de la misma forma. Entonces existen, en este caso, partículas de luz refractándose confusamente en un momentáneo instante, que ya es pasado. Surge de esta manera una nueva idea: la del quiebre o fractura.
Como efecto único obtengo muchas formas de ver lo que sucede: todos sabemos que es necesario que la luz se refracte para poder ver; por ejemplo, los colores. Los colores son la impresión que hace en la retina del ojo la luz reflejada por los cuerpos: la luz solar se descompone con el prisma en siete colores principales o arcoíris.
Cuando pude entender todo esto, pensé una vez más en lo que había estado mirando. Sin querer, noté que me quedé con el recuerdo de una lágrima intacta, pero estaba usando como prisma el momento en que esa lágrima se había fracturado en millones de partículas que refractaban la luz de mil maneras distintas.
De esta forma entré en un estado confuso del que no podía salir. Pero todo sigue transcurriendo. Es decir, el tiempo no se detuvo en ese instante (sólo en mi cabeza) y a cada paso me demuestra e insiste con la idea de cambiar la visualización de los objetos/sujetos que me rodean.
Todo el tiempo me pregunto qué es lo que quiero, qué es lo que quieren los demás de mí y siempre termino diciéndome que no lo sé, pero lo que sé es que siempre intento saberlo, aunque sea, hago el intento. Después de hacer el intento, vuelvo a preguntarme durante cuánto tiempo tengo que intentar y tampoco encuentro respuesta, entonces me estanco en supuestos que no me llevan a ningún lado, simplemente a la contemplación.
Me hubiera gustado que fueras algo concreto, que fueras parte de la realidad pero todo eso no depende de mí, ni del prisma que yo elegí para verte, ni de mis ideas y sentimientos. Todo eso no depende de nada y a su vez de todo.
Ya te convertiste en un supuesto y cuando esto sucede, sé profundamente que debo abandonar mis lucubraciones para no herirme”.
    
Durante algún tiempo (corto) me buscó la policía y nadie supo nada de mi existencia. Tres meses después se encontró un cadáver desfigurado en el riachuelo al que le adosaron mi nombre.

martes, 19 de febrero de 2019

Independencia acústica


El concierto terminó a las 23 horas. ¡Fue todo un éxito! Después de beber unas copas con sus compañeros de la orquesta, Ruperto se fue a dormir. La noche todavía era joven, pero casi todos estaban cansados. Saludó a los últimos rezagados del grupo y salió caminando por la calle del puerto. Al cerrar la puerta del bar, se dio cuenta de que estaba un poco ebrio, no midió sus fuerzas y empujó la puerta con cierta vehemencia.
Los ensayos semanales habían sido agotadores. Fue difícil ponerse de acuerdo con los agudos violines, porque elevaban las notas a sonidos tan altos que tocaban, por un instante, la puntita de una nube. Él quería sonidos más terrestres, entonces insistía con las teclas más graves; por momentos, lograba una frecuencia de vibraciones tan pequeñas que llegaban a pesar como un yunque.  
En el camino, de regreso a la pieza de la pensión donde vivía, sintió una leve molestia en el oído izquierdo pero no le dio mayor importancia. “Debe ser por la exigencia del concierto”, pensó por un instante fugitivo.
Por la mañana, como de costumbre, salió al balcón de su pieza para escuchar a un zorzal que cantaba ahí todos los días, posado sobre las ramas de un viejo árbol que había crecido muy alto y, en algún momento, atravesó parte de su balcón, para llegar a rozar, apenas, el cristal de su ventana. Pero, desde hacía un tiempo, Ruperto dormía con la ventana abierta. El calor era agobiante en la ciudad, no corría una gota de aire. El zorzal no cantó esa mañana. Él aprovechó para observar detenidamente la rama del árbol y comprobó sorprendido que se había extendido y llegaba ya hasta la cabecera de su cama. “Qué extraño, —pensó—, si ayer nomás llegaba hasta el vidrio de la ventana”. Era verdad, el calor había comenzado esa última semana, a finales de agosto, y Ruperto no había notado que las ramas del viejo árbol habían crecido a toda prisa.
En menos de lo que canta un gallo, el árbol ya estaba lleno de flores: una especie de calas muy blancas y pequeñas. Tampoco tardó mucho tiempo en llenarse de frutos: unas pelotitas verdes que se pudren colgadas de la rama o se caen y ensucian todo el suelo. A partir de aquel día, comenzó todas las mañanas a juntar pelotitas por toda la habitación, algunas, también, de arriba de su cama.
Una mañana, mientras se daba una ducha, volvió a sentir el dolor en el oído izquierdo. Cuando terminó, se observó al espejo y notó que le salían unas hojitas de adentro. Las retiró con cuidado y una vez más no le dio importancia al asunto.
Luego de la ducha, volvió a su habitación y puso un disco de pasta en la antigua vitrola que atesoraba desde la muerte de su abuelo. Salió al balcón para absorber, aunque sea poco, el aire de la mañana. La música de la vitrola se hizo imperceptible, estaba ensombrecida por otro canto. El zorzal había vuelto y cantaba más estupendo que antes de la ausencia. De pronto, su oreja izquierda le contestó el canto al ave.
—Ruperto, Ruperto —repetía una voz gravísima cerca de su cabeza—. Ruperto, Ruperto…
—¿Quién habla? —dijo Ruperto, un poco mareado.
—Soy yo, tu oreja.
—¿Qué?
Luego una leve molestia, un zumbido. La oreja emprendió vuelo, desplegó sus alas y se refractó en el cielo límpido una mañana a fines de agosto; la seguía el zorzal y la brisa.
Por un tiempo Ruperto se sintió apenado. Luego comprendió que la pobre necesitaba su independencia. No le guardó más rencores y se olvidó del asunto. Pero antes tuvo que cambiar algunas cosas en su vida, dejó la música y se hizo jardinero.