martes, 31 de mayo de 2016

Misión Ops 1

El muro era sólido, como de quince metros de alto. En la cima tenía un alero del que colgaban filosas estalactitas. Cuando pisé el suelo seco me di cuenta, casi al instante, de que se había activado el dispositivo, ya era tarde. Un dispositivo similar a una mina, si levantaba el pie, ¡zas! Me iba directo al infierno. Pero no, eso no sucedió. Crisóstomo logró desactivar la trampa: una cadena atada a un resorte; con el menor contacto, el resorte primero se extendía hasta su máxima capacidad, después se soltaba y listo: las estacas caían y te atravesaban la cabeza y el cuerpo.
Usted no me cree, ¿no, Brigadier? Porque eso no fue registrado por las cámaras, y usted no cree en nada que sus ojos no vean, o mejor dicho, no quieran ver.
El suelo era de polvo, un polvo fino, semejante, en color y consistencia, a la canela, pero a diferencia de ésta era inodoro e insípido.
Crisóstomo me salvó la vida, un gesto que le agradeceré por siempre. Lo voy a extrañar, ya me informó que él no vendrá con nosotros a la Tierra; se queda aquí, en Gándara, porque así se llama este exoplaneta y no Nueva Argentina como le puso usted. ¿No es cierto que te vas a quedar? Amigo mío, te voy a extrañar mucho. Brigadier, no me mire así, ¿acaso nunca ha despedido a un amigo?
Descendí del vehículo de reconocimiento con cierto temor, pero cuando deposité mis pies en el polvo, me inundó un pánico aterrador. El fuego incandescente abrasaba la gran llanura desértica como un lanzallamas gigantesco. Crisóstomo apoyó su mano sobre mi hombro y me dijo “Es el claroscuro del ocaso. Las ondas electromagnéticas que despide la estrella madre de esta galaxia se alteran cuando chocan con la escasa atmósfera del satélite, produciendo la remoción de polvo en la superficie, logrando así un efecto lisérgico, conocido como “trastorno del crepúsculo”.
Me tranquilicé y obedecí a mi amigo. Caminamos atravesando el fuego sin quemarnos, era sólo un espejismo.
“¿Me escucha, Brigadier?, cambio”, probé el intercomunicador varias veces. Usted tardó en responderme, seguramente había alguna interferencia en la radio. “¿Me escucha, Brigadier? Estamos bien, hemos descendido con éxito al suelo del satélite, cambio”. Desde mi ubicación veía la nave a unos quinientos metros, estaba posada en la cima de un pequeño cerro. “¿Me escucha, Brigadier?, cambio y fuera”. Era tan inmenso el horizonte, tan vasto, que mis ojos no podían abarcarlo. Hacía frío y el traje me incomodaba. El polvo se adhería a las articulaciones de la carcasa, dificultándome los movimientos. “Este escenario le hubiera agradado a Gastaldi”, pensé. Continuamos caminando y a unos metros divisamos un campamento abandonado. Me recordó la Base Marambio, donde realizamos parte del entrenamiento para el viaje, sólo que aquí, en lugar de nieve había polvo galáctico. ¿Se acuerda, Brigadier? Recordé que permanecimos dos meses incomunicados en una especie de tráiler, con escasa calefacción y alimentos. En aquella estadía nos hicimos buenos amigos con el Dr. Gastaldi. En cambio usted, siempre huraño y distante. Desde el principio le gustó marcar su superioridad.    
Esta construcción era similar a la de la Antártida, quizás un poco más sofisticada, pero en completo abandono. Nada funcionaba, todo estaba trunco: unos radares, varias computadoras, equipos de radio de largo alcance, un generador de energía y otros equipos más que no sabría cómo catalogar. Tenían hasta un robot de rastreo y algunos explosivos. Registramos el lugar con cautela, esperando encontrarnos no sé qué, pero no encontramos nada. Todo estaba cubierto de polvo marrón.
Planté la bandera a unos cien metros de la base. Permaneció estática y lentamente se comenzó a llenar de polvo. Recité la Oración a la bandera de Joaquín V. González, que había aprendido de memoria en la escuela primaria: “Bandera de la Patria celeste y blanca… que flote con honor y gloria al frente de nuestras fortalezas, ejércitos y buques y en todo tiempo y lugar de la Tierra donde ellos la condujeren”. Crisóstomo me miró sin comprender: “No entiendo. Es sólo un trapo, además ya no está en la Tierra”, dijo luego y se encogió de hombros. Me dio la espalda y entró en la base abandonada.
Me quedé solo, observando la bandera inmóvil. Entonces tuve otros recuerdos. Extrañaba mi tierra, Santa Rita se llama. La ciudad más cercana queda a 250 kilómetros. Tres pequeñas poblaciones comparten su desolación en la zona: Santa Rita, Ordóñez y el pueblo más importante de los tres que es Gral. Lamolleja, porque tiene una estación de tren, ahora abandonada. Rostros, combinación de gestos, viejas caricias. Mi cuerpo recordaba conmigo, era como si él estuviera viviendo de nuevo mi pasado. “¡Feli, poné la mesa que ya está la cena! ¡Vamos, vengan a comer!”, decía la voz de mi madre, siempre a los gritos. Mi papá, silencioso, ojeaba un periódico en el porche de la casa, todavía chupaba un mate, aunque el agua hacía rato que estaba helada. Cuando pasaba a su lado, rumbo a cumplir con la tarea de poner la mesa, me acariciaba la cabeza y me daba una palmada en el hombro.                                           
Por suerte, planté la bandera cerca de la base. Permanecía estática y ya se había llenado toda de polvo: el blanco estaba marrón y el azul mostraba un efecto extraño, parecía de un tono verdoso. Yo también entré finalmente en la base. Se había desatado una tormenta de arena muy fuerte, con ese clima no podríamos regresar a la Sojisticus, debíamos esperar a que amaine. Menos mal que encontramos aquel campamento abandonado que nos serviría de refugio a nosotros y al vehículo, no fuera a ser que el polvo arruinara los comandos y nos quedáramos varados en medio de la nada. Corrí a toda velocidad hasta el vehículo, lo encendí y aceleré en dirección al refugio. Cuando estaba en la puerta, le grité a Crisóstomo para que abriera el portón lateral, así podría ingresar el vehículo de reconocimiento y estacionarlo lejos de la tormenta de arena. Como no obtenía respuesta, toqué bocina dos o tres veces, hasta que lo vi asomar su cabeza por el portón apenas entreabierto. Teníamos cuarenta y ocho horas de oxígeno y una reserva de tres horas más, por las dudas. Eso sería suficiente. Mientras la tormenta disminuía su intensidad, haríamos una recorrida por la base abandonada. Esta construcción, como ya le dije y como usted puede observar en la filmación, era similar a la de la Antártida, quizás un poco más sofisticada, pero en completo abandono. Estaba constituida por tres grandes compartimentos, conectados entre sí por un largo pasillo circular concéntrico. Aunque eran sólo tres habitaciones, el pasillo tenía una disposición similar a un laberinto, hecho que nos complicó mucho el registro de la base abandonada. Pero logramos registrarla por completo.
Cuando empujamos la puerta del tercer recinto y atravesamos el umbral, en el suelo se abrió, repentinamente, una esclusa y caímos varios metros por una especie de tobogán con muchas curvas, como esos que hay en algunos parques acuáticos. Cuando nos recuperamos de la caída, nos levantamos asustados y muy sorprendidos. Mientras nos sacudíamos el polvo que se había adherido a nuestros trajes, vimos el muro sólido, como de quince metros de alto que en la cima tenía un alero del que colgaban filosas estalactitas. Una vez que Crisóstomo me salvó de morir atravesado por aquellas lanzas de hielo, descubrimos una puerta secreta en el muro. El pasaje se activaba haciendo presión sobre unos de los cinco ladrillos que sobresalían unos centímetros del muro. “Es éste”, dijo Crisóstomo y activó, muy convencido, el dispositivo: los cinco ladrillos se hundieron hasta coincidir con los restantes, y en el centro de la gigantesca pared se abrió una puerta de unos cuatro metros de alto y tres de ancho. Cruzamos el umbral con mucho cuidado, con temor a dar un paso en falso, como quien cruza un puente colgante que está en malas condiciones, porque no se veía nada de lo que nos esperaba del otro lado. La oscuridad era absoluta y nuestro temor también.  
Mi cuerpo recordaba conmigo, como si él estuviera viviendo de nuevo mi pasado. Toda mi vida pasaba, en un segundo, por mi cabeza; se distribuía por el tronco y luego llegaba hasta los miembros, primero los superiores, luego los inferiores. Temí la muerte, ¿no dicen que antes de morir uno recuerda toda su vida en una milésima de segundo? Crisóstomo volvió a salvarme, ni bien puse un pie del otro lado de la puerta gigantesca, me empujó hacia adelante con fuerza, y rodé por el suelo unos tres metros. Él recibió de lleno, en todo su cuerpo, unos rayos láser que se dispararon, automáticamente, cuando atravesamos la puerta. “¡Noooooooo…!”, grité con todas mis fuerzas, creyendo que había perdido a mi mejor amigo y compañero de aventuras. Crisóstomo se desplomó en el suelo e, instintivamente, se colocó en posición fetal para cubrirse de las irradiaciones de los láseres. Todos esos rayos estaban descargándose en su cuerpo. Pero sucedió algo increíble: la materia con que está hecho se descompuso en pequeños átomos que viajaron con lentitud, como en cámara lenta, hasta donde me encontraba yo —sin saber qué hacer y aún tirado en el suelo— y se volvieron a unir covalentemente, uno por uno, hasta volver a darle forma de Crisóstomo a un conjunto informe de moléculas. Me restregaba los ojos porque no podía creer lo que estaba viendo: todo (Crisóstomo y su traje) se volvió a formar con exactitud a mi lado.
Brigadier, no me interrumpa. Usted sólo ve la pared del hangar porque no nos avivamos de llevar la cámara del vehículo y el equipo manual de filmación con nosotros.                        
“¿Me escucha, Brigadier, me escucha?, cambio”; probé, en ese momento, el intercomunicador varias veces, pero no había señal. Estábamos en un lugar muy profundo para que funcionara la frecuencia de radio. “No se preocupe, mi Teniente…”, me dijo al instante Crisóstomo, cuando se percató de mi desesperación por lograr reanudar la comunicación con la Sojisticus. “…Ya estoy bien. Fue sólo un susto. Tuve que pensar rápido, y lo que se me ocurrió dio resultado. Descompuse por electrólisis la materia de mi traje y de mi cuerpo, utilizando la energía de los rayos como fuente de alimentación eléctrica. Luego aceleré el tiempo unos segundos, para que los iones pudieran desplazarse con rapidez en el espacio y así alejarse de los rayos láser y volver a unirse en otro punto”. Lo miré confundido, pero no le pedí mayores explicaciones porque de todos modos no hubiera entendido nada. Aunque a él no le importó lo que yo pensara al respecto, ya que comenzó a desarrollar una intrincada teoría filosófica:
En el sentido del caos, si es que existe, se resuelven todas las incógnitas del ser. Siguiendo este razonamiento, estaríamos ante una respuesta ontológica más o menos coherente, pero contradictoria. Las personas se sienten aturdidas ante el caos, y lo que no pueden entender es que el sentido único de la existencia se encuentra en él. Desde esta óptica, la naturaleza —que es parte fundamental y expresión materializada del caos— se encuentra activa como desatadora de estímulos químicos que producen el equilibrio y la proliferación de acontecimientos reales o verosímiles, ante la mirada sorprendida de los hombres. Por medio de la anulación de estos estímulos, uno se ubica en una zona de neutralidad o paradoja, que suprime todo lazo con aquellos estímulos químicos que modera la naturaleza. La incapacidad para descubrir e interpretar signos, en los entes que nos rodean, es la forma más lograda de esa neutralidad. Neutralidad que nos ubica en un sin sentido que, en algunas ocasiones, se traduce como locura. Partiendo de esta base, si así lo quisiéramos, podríamos encontrarnos con una anomalía al tratar de encontrar un lugar donde ubicar las pasiones dentro de este gran espectro de acontecimientos que detallan el caos y su funcionamiento, al degenerar el equilibrio propuesto por la naturaleza, en cuya incógnita o signo sin significado determinado se produciría un vacío inconsciente”.
“¡Ok!”, le dije. Me incorporé del suelo de un salto, las palabras de Crisóstomo habían actuado sobre mí, como un poderoso estimulante. “Tal vez el espectro de masas, que registra la distribución de átomos ionizados, moléculas o partes de moléculas en función de una masa o de la relación masa/cuerpo, ha actuado sobre sus sentidos, recargándole la energía, como si se tratara de una batería eléctrica. Es decir, que la exposición a la radiación no ha sido gratis; cuando suceden estas exposiciones, nadie sale incólume”, dijo luego. Por suerte, el efecto que había provocado en mí me favorecía, me sentía renovado.
De pronto sentí que podía llevarme el mundo por delante, pero dando dos pasos hacia el frente tropecé con un tablero. Atónito observé sobre él la maqueta de una ciudad en ruinas. Me acerqué más y la alumbré con la pequeña linterna, que hacía las veces de llavero, enganchada a las llaves del vehículo; y reconocí un monumento quebrado en el centro-este de la ciudad. ¡Era el Obelisco! La punta colgaba de unos hierros retorcidos cabeza abajo, apuntando a la Av. Corrientes; lo supe porque los cartelitos de algunas calles seguían en pie y se podía leer en ellos, en letras muy pequeñas, los nombres. Allí estaba la extraña maqueta de Buenos Aires, la observé detenidamente una vez más: el río seguía vacío; pero atravesándolo había una autopista que, supuestamente —digo “supuestamente” porque era lo que indicaban los cartelitos: “Autopista Buenos Aires-Montevideo”, ya que la capital uruguaya no entraba en la representación—, unía las dos ciudades más importantes del Plata.
“¿Qué hará aquí?”, le pregunté a Crisóstomo. Él no supo qué contestarme, se encogió de hombros como hacen los niños. Era raro que habiendo expresado hacía un rato nomás las complejas teorías que me describió, ahora no pudiera siquiera plantear una hipótesis sobre la maqueta. No me detuve en esos detalles, porque quería explorar más aquel insólito recinto.
Crisóstomo tocó de casualidad un interruptor que había en una de las paredes y se encendió un reflector. La habitación quedó completamente iluminada, era un recinto muy pequeño, similar —por lo que había visto en un documental— a las salas de reuniones que hay en los túneles de Cu Chi, en Vietnam. Ya no quedaban rastros de la gigantesca puerta, ni de la trampa de rayos láser. En cada extremo de la habitación se bifurcaba un túnel angosto y tenebroso. “¿Dónde conducirán?”, le pregunté a Crisóstomo. “No sé, pero pronto lo sabremos, debemos buscar una salida”.
“Temo la muerte, dicen que antes de morir uno recuerda toda su vida en una milésima de segundo”, le dije a mi compañero. “Creo que antes de encontrar la salida, deberíamos comer algo. El esfuerzo físico me abrió el apetito”, agregué luego.
Después de una merienda, nos quedamos dormidos. Yo, con el termo entre las piernas. Crisóstomo, a mi lado, con el mate en la mano. Hacía un tiempo, había encontrado un poco de yerba entre las cosas de Gastaldi y estuve unos días enseñándole a Crisóstomo a tomar mate. Al principio hacía arcadas, pero luego se acostumbró al sabor y a los efectos de la yerba mate. Cuando despertamos, estábamos congelados, hacía un frío terrible. No sentía las piernas. El lugar estaba nuevamente oscuro.
Pensé —o tal vez soñé—, unos minutos en el pasado. Las imágenes eran claras en mi cabeza y en mi cuerpo. Crisóstomo continuaba durmiendo, roncaba con sonidos estridentes. Me incorporé como pude, agarrándome de las paredes. Busqué el interruptor e intenté encender las luces otra vez.
El campo era amplio, pero no era nuestro. Mi familia lo cuidaba, lo trabajaba y vivía allí. Girasoles, sembrábamos girasoles. De repente, corría por un campo eterno de girasoles, corría y corría, pero nunca llegaba al final del sembradío. Yo era pequeño o las plantas eran extremadamente gigantes. No, no era pequeño como si fuera niño otra vez, era diminuto, como si me hubieran miniaturizado. Intentaba alcanzar el final del recorrido y tocar la tranquera, para correr de nuevo hasta la casa; un ritual que hacía cuando niño: corría desde la casa, atravesando parte de la siembra, hasta la tranquera de la entrada, la tocaba y decía una palabra en voz alta, la primera que se me ocurría. Luego corría de nuevo hasta el porche (casi una hectárea) y cuando llegaba, volvía a repetir la palabra. Si me la había olvidado, me obligaba a realizar de nuevo la carrera. Era tan torpe que casi siempre me la olvidaba y tenía que correr otras veces. En ocasiones, después de haber realizado el trayecto en muchas oportunidades, me rendía, caía exhausto en el porche y permanecía varios minutos tendido, intentando recuperar oxígeno. Mi hermano mayor, Héctor, se burlaba de mí, diciéndome que era un juego de tontos. “Es un juego para tontos, porque es muy fácil no olvidar la palabra, sólo hay que recordarla más. Correr no te prohíbe pensar…”, decía riendo.
Las luces se encendieron de nuevo. Habíamos permanecido en aquel lugar unas dos horas. Lo desperté a Crisóstomo, zamarreándolo del brazo. Teníamos que salir de allí lo antes posible. “¿Cómo que no podés hacer uno de tus trucos de magia?”, le dije. Me miró enojado e indicó que no con la cabeza. “Pero sé cuál es el túnel que tenemos que atravesar para regresar a la salida”, dijo luego, y eso me tranquilizó, porque podríamos regresar.
Regresaba, de a ratos, a los campos sembrados de girasoles; a ese pasado que cada vez se me hacía más palpable. “Bigornia”, decía, por ejemplo, y corría hasta el porche de la casa. Y cuando llegaba, ya había olvidado lo que había dicho. “Zarza”, y cuando estaba por alcanzar la meta ¿…? “Mulita” y… Así durante horas, hasta caer al piso por el agotamiento.
Cuando me di vuelta, Crisóstomo ya había introducido más de medio cuerpo en un túnel, veía sus piecitos colgando, eran como dos gusanos haciendo equilibrio en el vacío. Por fin entraban, y yo corría hasta el pasadizo e intentaba entrar también. Al principio, dudé si mi cuerpo robusto y torpe cabría allí, pero inmediatamente introduje mi cabeza y me zambullí en la oscuridad siniestra. Por momentos, Crisóstomo se detenía para tomar una decisión ante un camino bifurcado y (por suerte) me chocaba con sus pies; era la única manera de saber que seguía detrás de él. El paso subterráneo era tan estrecho y oscuro que no se podía ver más allá de dos centímetros de distancia. El suelo era arenoso, todo el tiempo temía que se derrumbaran el techo y las paredes; las tocaba con la punta de los dedos y sentía cómo corría la arena entre ellos, era una situación desesperante. Aquellos pasadizos amenazaban todo el tiempo con el final, moriríamos enterrados en el centro de un satélite lejanísimo. “Todos tenemos derecho a enterrar a nuestros muertos”, pensé y me pareció una reflexión inapropiada. “¿Qué pasaría con Gastaldi?”, porque usted, Brigadier, se ha propuesto no llevarle ni los huesos a su familia. “¿Me escucha, Brigadier, me escucha?, cambio y fuera”, intenté nuevamente, reanudar la comunicación con la Sojisticus, pero no había caso.        
Cuando caía exhausto, veía el cielo extenso desde el suelo, lo hacía para imaginar estar bien alto. Era, por las noches, el espectáculo de las estrellas el que más me fascinaba. La bóveda celeste cubierta de astros infinitamente lejanos. “Aldebarán”, mi favorita, la más brillante de la constelación de Tauro. En algunas ocasiones, detenía el tiempo con sólo mirar el firmamento. Detenía el tiempo, esas cosas que sólo pueden hacer los niños, o Crisóstomo. Recuerdo cuando volvió mi tío Ernesto de la guerra y me trajo de regalo un pequeño telescopio. Su batallón se había detenido en la ciudad por unos días, para ser condecorados por las autoridades. Entonces el tío se fue a buscar regalos y me consiguió un telescopio fantástico. No paraba de ver el cielo, así surgió mi sueño de viajar al espacio.
“¿Me escucha, Brigadier?”, insistía, pero no pasaba nada. Sólo se escuchaba ruido en la frecuencia de la radio. Las paredes eran cada vez más estrechas; nos movíamos muy lentos, arrastrando primero los miembros superiores y el torso y luego el resto del cuerpo. Intenté hablar con Crisóstomo pero no se oía nada. “¿Falta mucho?”, le pregunté en varias oportunidades, pero no me escuchó. Cuando salimos me dijo que él también había tratado de hablar conmigo sin resultados. Señaló que se tranquilizaba cuando sus pies me tocaban la cara, porque de esa manera se daba cuenta de que yo lo seguía atrás. Estuvimos arrastrándonos por aquel túnel unas dos horas aproximadamente. Después de una última bifurcación, el túnel comenzó a ensancharse de a poco; ya no se desprendía arenilla de sus paredes, era más sólido. En un momento gritamos de alegría “¡Viva!” —y ahí sí que nos escuchamos—, cuando vimos un haz de luz ingresar tímidamente en medio de la oscuridad. Llegamos al final, pero todavía no estábamos en la primera sala, donde habíamos dejado el vehículo de reconocimiento. Nos encontrábamos en otro lugar, similar al anterior, del cual veníamos, pero un poco más grande. Allí también había una mesa con una maqueta, pero en ésta, la ciudad de Buenos Aires estaba intacta. Al pie de la maqueta había un cartelito que rezaba: “Nuevos Aires”. También encontramos allí: dos potes de dulce de leche vacíos, uno contiene unas pepitas de oro y el otro una onza de plata; unos mapas de Gándara que indican con un círculo rojo, en un gran delta que termina en un estuario muy ancho, la construcción de Nuevos Aires.
Mi hermano mayor, Héctor, —siguiendo los pasos del tío Ernesto—, ingresó en el Ejército. Pero a diferencia del tío que hizo una carrera brillante, Héctor perdió la vida en una extraña misión que se desarrolló en la Triple Frontera. Nunca supimos qué le sucedió. Lo trajeron una tarde en un ataúd envuelto con la bandera argentina, e hicieron una ceremonia a todo trapo en el cementerio de Santa Rita; creo que nunca hubo tanta gente como aquel día en el camposanto de mi pueblo. Estuvo hasta el Ministro de Defensa en representación del Presidente de la República. Mi madre rechazó las disculpas del Ministro. “Nada nos devolverá a nuestro hijo”, le dijo con los ojos inyectados de lágrimas, y el Ministro: “Lo siento mucho, señora, su hijo es un héroe, murió en defensa de la soberanía nacional”.
Pero lo más importante que encontramos allí fue esta libreta con anotaciones, una especie de crónicas de viaje o diario íntimo. Y —esto no lo va poder creer— lo más llamativo y sorprendente de todo es que la libreta[1] está firmada por el Dr. Carlos Gastaldi. Espere, Brigadier, ya se la doy, si yo no la quiero para nada. ¿Cree que si quisiera quedármela se la hubiera mostrado?
Unos años después de la muerte de mi hermano, cuando yo decidí ingresar en la Fuerza Aérea, mi madre puso el grito en el cielo, porque mi decisión alimentó su temor a perder otro hijo. “Feliciano no es como Héctor, él va volar alto, va a llegar lejos”, le dijo mi tío Ernesto y las palabras de mi tío eran santas. Sostenía una versión extraoficial de la muerte de mi hermano. Decía que “Héctor contrabandeaba ‘estupefacientes’ en la frontera junto a unos marines del Comando Sur; hasta que estos gringos se vieron en problemas con sus superiores y necesitaron un chivo expiatorio o cabeza de turco”. La versión oficial sostuvo que Héctor murió baleado por un grupo de terroristas que planeaban, desde hacía unos meses, un atentado en la frontera. Uno de los principales objetivos de la misión, que desarrolla la base militar norteamericana desde el año 2005 en Paraguay, cerca de la zona de la Triple Frontera, es “impedir que los estados renegados apoyen a organizaciones terroristas” o que éstas se instalen en sus territorios. “Frente a la agresión enemiga, el soldado Héctor Correa defendió los estandartes de la democracia y la libertad”; por eso se lo despidió con todos los honores, como a un héroe. Ahora, mi familia recibirá una pensión de por vida por la muerte de uno de sus integrantes. Yo escuchaba a mi tío con admiración. Era un hombre de acción, un verdadero soldado, había participado en importantes conflictos internacionales. Cada vez que viajaba a Medio Oriente, las malas lenguas de la familia decían que era un mercenario. “¿Qué tiene que hacer un soldado argentino allá?”, te preguntaban con ironía.  
“Es muy raro este diario acá, ¿no te parece?”, le dije yo a Crisóstomo. “No veo por qué”, me contestó. Entonces farfulló una teoría sobre la presencia del diario de Gastaldi en aquella habitación subterránea: “Como nos dijo el Brigadier. Cuando atravesamos el Agujero de gusano que nos condujo hasta aquí, entramos en una dimensión paralela, un no lugar, un no tiempo, un Aleph, una abertura donde todos los mundos posibles e imposibles se reúnen en uno solo. Los saltos en el espacio-tiempo suelen provocar desajustes de la realidad. Pueden modificar la percepción que tenemos del tiempo y también del espacio”. Según él, Gastaldi habría viajado en el tiempo hacia el futuro de nuestro punto de partida: la Tierra. Pero nosotros también habíamos viajado hacia el futuro pero mucho más lejos que Gastaldi. “Exacto. El diario es del pasado para nuestro presente, pero es el futuro para el presente de la Tierra. Por eso lo encontramos junto a la maqueta de Nuevos Aires. Infiero que los humanos volvieron a Gándara”. Luego sostuvo que un grupo de porteños liderados por el Dr. Carlos  Gastaldi, quien conocía bien la zona porque había estado durante dos largos años sobreviviendo solo en Gándara hasta la llegada de un nuevo contingente, habrían organizado una rebelión para lograr su independencia y defender su soberanía.
“¡O sea que esto confirma que volveremos sanos y salvos a la tierra!”, le dije contento y él asintió con la cabeza. “Buscaron erigir una réplica de la Ciudad de Buenos Aires en Gándara. Por eso en los mapas se indica con un círculo rojo, en un gran delta que termina en un estuario muy ancho, la construcción de Nuevos Aires”, dijo luego. “Ya no quedan rastros del Crisóstomo prehistórico que había encontrado comiendo un trozo de carne cruda y roja”, reflexioné en aquel momento. Me había olvidado por completo de la evolución intelectual de mi amigo. “Volvamos. Es por aquel otro túnel”, dijo señalando un nuevo conducto abierto en una de las paredes de la habitación subterránea. “¿Qué hacemos con lo que encontramos?”, le pregunté. “¿Se lo llevamos a Herrera?”, agregué después, y él dijo “Me parece lo correcto”. 
Cuando comenzamos a recorrer el nuevo túnel tan estrecho como el anterior, volví a mi ensoñación. En mi sueño aparecía mi tío Ernesto y era como si estuviera allí conmigo. Se mostraba y hablaba frontal como siempre, era sincero y directo en sus apreciaciones, pero sólo era así en la intimidad familiar. Con los demás no hablaba o hablaba poco. Era una situación incómoda, por ejemplo, ir a comprar algo con él, porque se expresaba tan lacónico y frío que no era él, ¿me entiende?, se transformaba en un soldado obediente. A veces usted me recuerda mucho a mi tío, sobre todo cuando se muestra silencioso y expectante… como ahora.
Por fin logramos salir a la superficie. Cuando lo conseguimos, nos abrazamos y festejamos un buen rato. “Estamos salvados”, me dijo Crisóstomo. Yo lo miré sonriente y le palmeé el hombro. “Vos sí que sos un buen soldado”, le dije en tono de broma. Encendimos el vehículo, abrimos el portón de la base abandonada y partimos rumbo a la Sojisticus. Por suerte, la tormenta de arena ya era un recuerdo; pero había dejado algunas huellas de su paso por el satélite: todo lo que había quedado a la intemperie estaba cubierto de arena marrón, similar por su color y textura a la canela en polvo. Parte de la puerta de salida tenía arena a la altura de un metro o metro y medio; Crisóstomo —recién ahí me percaté— había olvidado la escafandra y la linterna en el suelo, pero ya no existían, quedaron enterradas bajo el polvo. Juraba que adentro había visto que llevaba su casco puesto. Pero él lo negaba rotundamente. “Teniente, está usted delirando. Le digo que no, lo dejé justo aquí”, me dijo señalando un lugar en el suelo, donde yo sólo veía arena.
Lo demás ya lo sabe, está registrado por las cámaras del vehículo de reconocimiento y lo puede volver a ver en el video cuando guste, le advierto que sólo verá arena y desierto.


Así concluyó la historia que, según el Brigadier Gómez Herrera, refirió el Teniente Correa sobre su misión a Ops 1.
Un día después apareció don Anselmo Correa, el padre del Teniente, en un programa de televisión. Sorpresivamente, desmintió parte del relato del Brigadier. Dijo que su hijo muerto no se llamaba Héctor sino que su nombre completo era Roberto Ceferino Correa, y mostró el certificado de defunción para corroborar lo que decía. También dijo que su cuñado, Ernesto, no era ni fue ningún mercenario y que nadie de su familia creía o creyó nunca lo contrario.
De pronto se cortó la transmisión y lo sacaron, “extrañamente”, del aire. En lugar del programa político-informativo que estaban transmitiendo, apareció en la pantalla un dibujo animado viejísimo: Los 4 Fantásticos. “En una nave cruzando el espacio sideral / por un accidente tomaron poderes sin igual / guo, guo, guo, guo / los cuatro fantásticos llegan…”, cantaba en español el Capitán Memo Aguirre en la cortina de la serie animada. La canción me causó tanta risa que tuve que apagar el televisor.
Un tiempo después y por curiosidad —creyendo que quizás encontraría más material para mi libro—, investigué al Coronel Ernesto Goretti, el tío de Correa. Me llevé muchas sorpresas: Goretti había realizado, hacía unos años, varias gestiones junto a otros Oficiales del Ejército Argentino para reflotar el GOU (Grupo de Oficiales Unidos o Grupo Obra de Unificación). Las gestiones no tuvieron cabida, la logia sólo realizó algunas reuniones secretas; donde —según aseguran importantes fuentes— se repartieron antiguos escudos con la característica inscripción: “Patria y Honor”, debajo de la cabeza de un águila imperial y el retrato del General San Martín en el centro.
Una de las primeras misiones que planeaba realizar el Neo GOU era recuperar el sable corvo del General Edelmiro J. Farrell —primera réplica del sable del General San Martín, hecha y entregada al Presidente de la Nación en el año 1946— que, desde hacía unos años, se encontraba en poder de la familia de un antiguo caudillo bonaerense. El sable había permanecido expuesto, junto a otras reliquias históricas, en el despacho del Intendente de Lanús hasta el año 2007, cuando perdió —después de haber permanecido en el poder durante muchos años— fatídicamente las elecciones municipales. Desde su muerte en el año 2008, la espada histórica se encuentra en manos de la familia del ex Intendente.
A partir de entonces se corre una profecía esotérica entre las filas de las Fuerzas Armadas, que sostiene que el que posea el sable obtendrá el Poder. “Sólo el que lo posea logrará ser el emperador de Gándara o Nueva Argentina”. Cuando me la contaron no lo podía creer, la verdad es que no me lo dijo una fuente muy confiable; pero desde que comencé a investigar este caso dudo de que algo, de todo lo que se dijo y se dirá, sea cien por ciento confiable.


[1] A continuación transcribiré algunos pasajes de esta libreta. Cabe aclarar que nunca se mostró ni se utilizó como prueba en el Juicio y que ningún Medio o colega tuvo acceso a ella. Lo que se conoce fue publicado en el Boletín Oficial y transcripto tal cual por un periódico de la Capital. Algunos dicen que fue escrito por Herrera, por el Gobierno Nacional o por la INCOC para confundir a la opinión pública sobre la desaparición de Gastaldi. (Nota del Narrador).   

miércoles, 25 de mayo de 2016

Álvaro Gómez Herrera III

—Señores del Gobierno, permítanme que les diga, a ustedes y a toda la audiencia, que hemos conquistado una nueva e importante porción de tierra para ensanchar nuestro territorio nacional, sólo hay que volver a reclamarlo, asentarse en él…
Así comenzó su discurso en la tercera sesión el Brigadier, contradiciendo sus dos testimonios anteriores, cuando aseguró, en más de una oportunidad —igual que Correa en su primer testimonio: “Lo extraño fue que todo esto nos sucedió sin salir de la nave, nunca hicimos contacto con otro planeta, satélite o astro, nunca”—, que no habían hecho contacto con otro planeta.    
—… como hicieron nuestros antepasados europeos y nuestros padres políticos norteamericanos, esos que soñaron e idolatraron nuestros hombres de pro, como lo fueron Sarmiento y Alberdi. ¿Acaso no es nuestra respetada constitución del ’53 un homenaje a su homóloga de 1787? Muchos de ustedes estarán pensando que me contradigo. Ya sé que antes me abstuve de hablarles de esto. Pero lo cierto es que sigo con la convicción de que no estuvimos en ningún otro plantea o exoplaneta. Estuvimos, en verdad, en uno de sus satélites, semejante a nuestra Luna; con la diferencia de que este satélite es diez veces más grande que nuestra Luna. Unos días antes de nuestro regreso, la nave se movió unos kilómetros, gracias al combustible que yo había logrado producir en el laboratorio, y pudimos aterrizar en el satélite de un gran exoplaneta, desde allí pude observarlo y comprobar que es apto para la vida humana. Desde un principio supe que la aparición de la Virgen en las estrellas, los estigmas que me aparecieron cuando la nave naufragó por el espacio, mi devoción ciega y mi desinteresada tarea por aliviar los dolores del alma del Teniente Correa, que estaba poseído por el demonio y hablaba con él como un esquizofrénico, eran suficientes señales de que estábamos recibiendo una ayuda milagrosa. Regresamos porque Dios le dio un leve soplido a la nave y esa fuerza permitió que la Sojisticus AR-1 atravesara la Vía Láctea a toda máquina. Mi combustible no fue suficiente para hacer el viaje de regreso, por eso creo que recibimos una ayuda extra. Utilizando el Agujero de gusano que Dios puso a nuestra disposición y grandes cantidades de combustible, logramos volver a la Vía Láctea aproximadamente en un día; antes de llegar, desde la distancia, reconocí con claridad la espiral barrada, su núcleo galáctico activo y el brillo inconfundible del Sol. “Debimos estar en Andrómeda o en la galaxia del Triangulo”, le dije a Correa. Él se encogió de hombros, como si no entendiera lo que le decía. Hervía de fiebre y deliraba cada vez más: hablaba solo y gesticulaba como un cocainómano. Temí por su salud. Por suerte, cuando aterrizamos, fuimos rescatados al instante por el equipo especial de la INCOC y de la Fuerza Aérea Argentina, quienes lo socorrieron de inmediato y sin pérdidas de tiempo, lo trasladaron a la base de la IIª Brigada Aérea de Paraná, en la provincia de Entre Ríos, donde recibió todos los cuidados médicos para reponerse con prontitud. 
Herrera se mostró muy astuto y decidido en su último testimonio. Parecía haberse recuperado del todo de la dolencia que lo había asaltado en la primera indagatoria. Hablaba fluido y calmo. “Che, este ya arregló algo con los de la INCOC”, me dijo mi colega paraguayo, aquel que me hizo conocer al simpático animalito llamado coatí. “Puede ser…”, le dije y agregué “¿Qué habrá sido lo que arregló?”. El otro hizo un gesto que no pude descifrar y continuamos escuchando.             
—Por eso no entiendo las cosas que, según me contaron, dijo en su indagatoria…
Herrera estaba incomunicado, no sabía lo que había declarado Correa; entonces aclaró que le habían contado. ¿Quién o quiénes le habían contado?, al Tribunal parecía no importarle ya. Al igual que el Teniente, Herrera habló casi sin interrupciones. “Este sí que es más traicionero que una yarará. Esto ya está todo cocinado”, agregó al rato mi colega. “Sí, este sí que es un zorro, frío y calculador”, le dije, recordando la relación que yo había hecho del coatí (“mamífero carnicero parecido al zorro”) con Correa.    
—…, mentiras sobre el trato que recibí después del aterrizaje. Todos fuimos muy cordiales, sobre todo los soldados de la INCOC. Como les decía, encontramos un exoplaneta análogo al nuestro. Creo que las criaturas, que aparecieron en la nave, fueron plantadas allí por alguna forma de vida inteligente, proveniente de aquel planeta. “Debemos estar en Andrómeda o en la galaxia del Triangulo”, le dije a Correa. Él se encogió de hombros, como si no entendiera nada de lo que le estaba diciendo. “Claro, es un subalterno, no tiene por qué entender”, recuerdo que pensé.
Parecía haberse recuperado del todo de la dolencia que lo había asaltado en la primera indagatoria. Hablaba fluido y calmo. Ya no había ni rastros del posible ACV,  por el cual el Dr. Estanislao Araya, en la segunda sesión, aconsejaba (en una nota que entregó aquel día y que figura en el Expediente) al Comité tomar algunos recaudos para con su paciente.
—A las pocas horas, le ordené al Teniente Correa que saliera de la nave, en el vehículo de reconocimiento y con su traje espacial, para realizar una breve expedición por el satélite, que bauticé, en esa misma oportunidad, con el nombre de Ops 1, ya que noté, con cierta simpatía, que no era el único satélite que poseía el exoplaneta, pero sí el más grande de los tres. Por suerte, el telescopio de la Sojisticus funcionaba con normalidad; pude tomar varias imágenes de los otros satélites y del planeta, al que también bauticé con un nombre: Nueva Argentina. Lamentablemente, con el aterrizaje se borraron todos los archivos de la computadora, incluyendo las imágenes que habíamos tomado con el telescopio. Gigantescas auroras polares hicieron, un día de los pocos que estuvimos en Ops 1, un espectáculo fabuloso para nuestros ojos. El Teniente se detuvo, embelesado, a observar por una de las ventanillas de la nave; y, por supuesto, lo sorprendí una vez más hablando solo. Sus ojos oscuros se iluminaron hasta parecer blancos, por los destellos de las auroras, que se reflejaban con gran intensidad lumínica en los cristales de las escotillas. No tenía por qué entender lo que sucedía, es un subalterno, un soldado, su pobre existencia no lograba comprender dónde se encontraba; entonces intentaba arraigarse con fuerza a lo conocido. Yo creo que por eso inventó a un par, para poder conversar y no perder su identidad. Correa salió de la Sojisticus con mucho temor, pero pudo realizar la misión con gran éxito. Por su valentía, sugiero al Estado Mayor General de la Fuerza Aérea lo recompense por su heroicidad, con un escalafón o dos, además de recibir la medalla al mérito. Lo que vio Correa allí fue maravilloso. Cuando regresó (increíblemente, las cámaras del vehículo habían tomado varias tomas de los paisajes), vimos la filmación en la computadora de la nave (imágenes que también se perdieron en el aterrizaje). Ops 1 se veía con claridad. Y lo que vimos fue maravilloso. Correa decía haber visto la imagen de la Virgen en la luminiscencia de las auroras, debo confesar que yo también intuí su imagen entre un grupo de estrellas que observé un día con el telescopio. Sí, las criaturas, que aparecieron en la nave, fueron plantadas allí por alguna forma de vida inteligente, proveniente de Nueva Argentina. Como ya les dije, nos dimos cuenta de que estábamos en guerra contra organismos extraterrestres que intentaban tomar el control de la nave. Por suerte contaba con la presencia del Teniente Correa, porque sin subalternos no hay guerra. Hacíamos guardia para dormir, no sabíamos si esas criaturas nos devorarían por la noche. A las primeras, verdes y lampiñas, se les habían sumado luego unas rojas y peludas, un poco más grandes que las anteriores, y otras más pequeñas, similares a insectos que, por suerte, sólo comían el moho extrañamente verde que había comenzado a formarse en las escotillas principales. Hacíamos guardia para dormir. ¿Ya les conté que el muy cretino había hecho un catálogo de las especies que habían aparecido en la Sojisticus? Las describió de acuerdo a sus características y les puso un nombre. Las auroras, en los polos de aquel lejano planeta, se reflejaban con gran intensidad lumínica en los cristales de las escotillas, un espectáculo único. Algunos tonos de colores eran completamente nuevos para mí; creo haber experimentado algo similar a lo que habrán sentido los primeros cortesanos y religiosos que vieron por primera vez la paleta de Leonardo. A las más grandes, con pintitas amarillas y rayas rojas en el lomo, las llamaba “Pikachú”; a las que eran verdes, más pequeñas y parecidas a un simio, “Simiesku”; las últimas del catálogo, verdes también, pero más rechonchas, eran “Aberdeenanhulk”.
Volvía a describir el catálogo de Correa como si nunca antes lo hubiera mencionado. Parecía haberse recuperado del todo de la dolencia que lo había asaltado en la primera indagatoria y hablaba fluido y calmo, el cuerpo y las facciones relajadas, los miembros superiores hacían pequeños círculos cuando se refería a las auroras, cuando hablaba de otras cosas también permanecían relajados al costado del cuerpo o, por momentos apoyaba la cara en las manos; creo que lo hacía para ocultar su sonrisa nefasta dibujada en la cara, una sonrisa de victoria. Claramente, había logrado arreglar su situación. “¿Para vos qué arregló?”, le pregunté en el receso a un colega de la televisión local. No supo contestarme con palabras, pero me mostró un gesto que fue más que convincente: hizo la venia y golpeó con fuerza los tacos de sus zapatos; luego, formó un círculo juntando las puntas de los dedos índice y pulgar de la mano izquierda y pasó el índice de la derecha por el centro.                                      
—La misión fue todo un éxito, por eso me gustaría contarles lo que me dijo el Teniente Correa[1] y lo que vi yo con mis propios ojos de la expedición a Ops 1. Vi centelleantes estrellas fugaces que cruzaban el cielo, lo juro por María Emilia, mi esposa, y mis hijas, un cielo plomizo y ceniciento que era eterno, como la clemencia. Gastaldi no apareció más, lo esperamos, juro también por Dios y por la Patria, esta tierra que vamos a engrandecer con el descubrimiento y conquista de la Nueva Argentina.
Parecía haberse recuperado del todo de la dolencia que lo había asaltado en la primera indagatoria. Hablaba fluido y calmo. Ya no había ni rastros del posible ACV, declarado por el Dr. Estanislao Araya al comienzo de la segunda sesión indagatoria. “¿Para vos qué arregló?”, le pregunté en el receso a un colega de la televisión local. Me respondió con la venia y un gesto obsceno. Ahora, volvía a aparecer, después de mucho relato conativo y emocional, el Dr. Carlos Gastaldi. Herrera volvía a hacer referencia a la desaparición mágica y misteriosa.
Gastaldi era un tipo querido en el ambiente científico y político de la época. Se había hecho famoso cuando salvó a una colonia de pingüinos y lobos marinos en el sur de la Patagonia. Sus métodos de clonación e inseminación artificial fueron un éxito para impedir la extinción definitiva de los simpáticos animalitos. Luego llegó su mayor logro, para entonces, ya era todo un experto en manipulación genética de alimentos; desarrollaba, como director general, una investigación en el INTA conocida como “Vida Sintética Vegetal y Embrionaria (VSVE)”. El proyecto —casi completamente financiado por la INCOC— consistía en encerrar vida vegetal (supersemillas) y animal (superembriones) en diminutas cápsulas o comprimidos, para que fueran fáciles de transportar en grandes cantidades, obteniendo los mejores resultados en cuanto a la calidad y cantidad de especímenes que lograban desarrollarse hasta su adultez sin ningún problema genético o de otro tipo. En tan sólo cuatro años de arduas investigaciones, el equipo del Dr. Gastaldi había logrado excelentes resultados.
Me corrijo; con este último testimonio del Brigadier no parecían peligrar las negociaciones diplomáticas y económicas de la Argentina con la INCOC. Sus integrantes no sólo creyeron esta historia, sino que también le ofrecieron algún tipo de acuerdo a Gómez Herrera y por ende, al Gobierno Argentino.
“¡Qué poca memoria que tiene la gente!”, pensé durante el receso, ninguno de mis colegas recordaba el tratado firmado con la INCOC en una de las últimas sesiones de la ONU (antes de que quedaran adheridas sus funciones y objetivos definitivamente a la INCOC). Cuatro años antes del despegue de la Sojisticus AR-1, cuando recién comenzaban las investigaciones del proyecto VSVE, con Gastaldi a la cabeza, se firmó un acuerdo, ratificado por la mayoría de los países del mundo, incluido el nuestro, por el cual todo territorio descubierto en el espacio exterior, con posibilidades de desarrollar vida en él, quedaba automáticamente bajo el dominio y control de la INCOC, sin excepciones. Ellos se harían cargo de todo: gobierno, explotación económica de sus recursos naturales, población, infraestructura, etc. Con este acuerdo internacional, que aún seguía en vigencia, la entusiasmada promesa de Herrera quedaba sin efecto.
Busqué la plaza que había encontrado la vez anterior, cuando —también a las 12:45 horas— el Tribunal propuso hacer un receso de una hora y media para almorzar y tomar un poco de aire. No tuve suerte. Me aburrí después de dar algunas vueltas por el barrio, finalmente me senté en un banco, el único que encontré, a la sombra, en uno de esos pasajes peatonales que abundan en el microcentro porteño. Lo que sí repetí del anterior receso fue el sándwich de milanesa completo, que otra vez estaba muy bueno: una milanesa gigante con doble rebozado, dos rodajas de tomate, tres fetas de jamón cocido y tres de queso de máquina, fundido al pan rallado debido al calor de la carne. Me senté en el banco de cemento frío y disfrute del almuerzo. La sequía del Río de la Plata cambió definitivamente la fisonomía de la Ciudad. El río hoy está seco, el fango es tierra dura e infértil. A mí me parece que es una venganza, la venganza del río por darle siempre la espalda, nunca lo aceptaron al pobre. Desde su sequía, hace unos cinco años, el clima es mucho más hostil en Buenos Aires, el verano pasado se registraron temperaturas cercanas a los cincuenta grados. Según Correa, Herrera había mencionado que lo extrañaba: “¡Pobre el Río de la Plata, quién pudiera volver a surcar sus aguas!”.
Después de almorzar, repasé algunos datos que tenía en una carpeta azul, de esas con folios para organizar las hojas. Esta sólo era una parte de toda la información que había estado reuniendo en los últimos meses, desde la aparición de la Sojisticus en el río Paraná. El resto lo tenía en mi casa. “Con todo el material, una vez terminado el juicio, voy a escribir un libro de investigación sobre lo actuado en la causa”, pensé aquel día y hoy lo estoy escribiendo. Es una tarea tan ardua, porque se dijeron tantas cosas y tan variadas, que a veces creo que no voy a terminar nunca.
Hurgué entre mis papeles. Saqué un artículo al azar, el titular era el siguiente: “El Brigadier Gómez Herrera habría prestado falso testimonio debido a su impotencia sexual”, abajo un subtítulo aclaraba: “Una importante fuente aseguró que, en los informes psiquiátricos realizados por peritos de la INCOC, se relaciona el sueño de Herrera —narrado por el Teniente Correa— con una supuesta imposibilidad patológica para realizar el coito, la cual le habría provocado un trastorno afectivo bipolar que lo llevó a mentir compulsivamente”. Me reí un buen rato, el artículo no parecía ser muy serio. Los Medios dijeron cualquier cosa para confundir el trasfondo de los acontecimientos ocurridos en torno a la muerte del Dr. Gastaldi y de los arreglos diplomáticos entre nuestro país y la INCOC. Se publicaron infinidad de falacias —a mi entender—,  con tal de lograr que la gente creyera cualquier cosa al respecto. Un diario muy importante de la ciudad de Buenos Aires publicó una nota sobre un supuesto “crimen pasional”. Decían que Herrera estaría enamorado del Dr. Gastaldi y ante los reiterados rechazos, el Brigadier decidió terminar con su agonía amorosa, matando al científico de su tripulación, porque sentía más simpatía por el Teniente Correa. Los más osados arriesgaron que el Brigadier Herrera los habría sorprendido teniendo relaciones sexuales (más precisamente una felación), “…situación que produjo el arrebato pasional de Herrera, que terminó con un terrible desenlace”. Ninguna de las hipótesis parecía responder la gran incógnita: ¿Qué pasó realmente con el Dr. Carlos Gastaldi?  
Unos meses después del juicio (para ser exactos, casi dos) los Medios dejaron de hablar sobre el tema, y la opinión pública, rápidamente, olvidó la cuestión por completo. Recuerdo que se comenzó a hablar de un rebrote de la pandemia de Gripe Troyana; la novedosa enfermedad tenía la destacada particularidad de contagiar a seres humanos a través de Internet. Se trataba de un virus informático, catalogado como de infección residente, que no sólo atacaba a las computadoras sino también a los usuarios que las utilizaban. Por esta controversial epidemia, que ya se extendía más de seis meses, había decidido utilizar —a la vieja usanza— una carpeta de folios para reunir el material y no mi laptop nueva. Me fastidié mucho al principio, porque casi no la había podido usar desde que la compré, pero luego me acostumbré al papel y me sentí atraído. Recordé los viejos libros que había decidido guardar en un baúl unos años antes, cuando se dejaron de imprimir estos objetos mágicos. Los e-book eran ahora los dueños del mercado editorial, mercado que se tuvo que reinventar a sí mismo, como había sucedido unos años antes con las compañías disqueras. Pensé en rescatar algún libro del baúl cuando regresara a mi casa para volver a leerlo. Mi esposa siempre insistía en que debería hacerlos plata; desde hacía ya algún tiempo, existía un gran mercado negro de fetichistas que pagaban buenas sumas de dinero por los libros viejos, sobre todo si eran primeras ediciones y tenían una antigüedad mayor a los cincuenta años. Por suerte no le hice caso y ahora podía volver sobre las páginas de mis libros, recorrerlas una vez más. Como no le había hecho caso en esto y en otras tantas cosas, Karina me abandonó una tarde de verano y nunca más volví a saber de ella. Tampoco me preocupé demasiado por reencontrarla.          
   Observé detenidamente el paisaje urbano mientras devoraba mi sándwich de milanesa. “La sequía del Río de la Plata cambió definitivamente la fisonomía de la Ciudad”, pensé y continué pensando. El río hoy continúa seco, el fango es tierra dura e infértil. Tras su sequía se encontraron, en algunas zonas cercanas a la costa argentina y uruguaya del río, verdaderas alfombras de restos óseos humanos y animales. Los restos humanos eran, en su mayoría, de las últimas tres décadas del siglo XX y otros, los menos, de tiempos inmemoriales, tan inmemoriales como el mismo río. Era parte de la venganza: mostrarnos, una vez más y con dureza, una herida que no se cerraba nunca en la memoria de muchos argentinos. El paisaje era desolador. En un principio se pensó en sembrar —como es costumbre en la región pampena— el río seco; pero luego se desistió, porque el suelo estaba tan adusto que ni siquiera quedó agua en las napas para utilizarla en sistemas de riego. Tendrían que transportar millones de litros de agua y eso era muy, pero muy costoso e inapropiado, porque deberían vaciar otro río, lago o laguna, dejando así a otro pueblo o ciudad sin su recurso natural. Esta empresa no tenía otro sentido más que restituir el ego herido de los porteños, acontecimiento que no tardaron en aprovechar el resto de las provincias “unidas”; sobre todo las ciudades portuarias del sur de la provincia de Buenos Aires y de la Patagonia, ya que con la pérdida del Río de la Plata también se perdió la posibilidad de salida al mar de otras ciudades como Rosario. La sequía del río, finalmente, terminó con la hegemonía política y económica que habían atesorado durante siglos los habitantes de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Observé detenidamente el paisaje urbano. Daba la sensación de que una cruenta guerra había tenido lugar en ella. Las baldosas de las veredas estaban levantadas, los baches en las calles semejaban cráteres abiertos por la caída de proyectiles explosivos desde las alturas, todo estaba abandonado desde la fatídica tragedia que azotó a la gran polis del Plata. Poca gente por las calles. Ya no era lo que fue, cuna del progreso de la Argentina, lugar de empleo asegurado. Ya no había trabajo para nadie, era espantoso. ¡Daba pena la pobre!      
Consulté mi reloj, la hora del almuerzo había terminado hacía unos diez minutos. Me tomé lo último de gaseosa que quedaba en la botellita y apagué mi cuarto cigarrillo. Aceleré el paso en dirección al juzgado. Llegué corriendo a la sala, Herrera ya había comenzado a hablar. Pedí permiso, lo más silenciosamente que pude, y logré sentarme en la silla que tenía reservada. Mi colega paraguayo me miró y me sonrió cómplice. Luego me enteré de que él también había llegado una vez comenzada la sesión, unos tres minutos antes que yo.           
—Las centelleantes estrellas, que fueron tomadas con claridad por las cámaras del vehículo de reconocimiento, titilaban increíblemente en el espacio. El suelo era arenoso y seco, las huellas del Teniente quedaban, tras sus pasos, marcadas e inmóviles en el polvo satelital. Correa, a pesar de sus arrebatos esquizofrénicos, fue muy valiente. Le dije que llevara la bandera para plantarla en Ops 1. Él obedeció sin chistar, se calzó el traje y tomó con sus dos manos la caja con la bandera, reglamentariamente doblada. Lo saludé con la venia y me devolvió el saludo. Luego miró hacia su costado derecho, buscando la aprobación, entiendo yo que de su amigo imaginario, y subió al vehículo, se abrochó el cinturón de seguridad y cerró las escotillas. “Suerte, Teniente”, le dije y me lo agradeció con un gesto amistoso. Ops 2 era un poco más grande que el 3, pero más pequeño que el 1. En un momento quise bautizar a los otros dos satélites con otros nombres: para 2 pensé Tlön o Trön, ya no lo recuerdo con exactitud; porque, finalmente desistí de realizar el bautismo y los seguí llamando Ops 1, 2 y 3. La bandera quedó preciosa, flameando en aquel suelo desierto. “¿Ve que no hay nadie con usted?”, le dije a Correa cuando volvió, para convencerlo de que Crisóstomo no había salido en la filmación, porque él había ido solo a realizar la misión en el satélite, nadie más estaba en el video que habían registrado las cámaras. Comenzó a reírse a carcajadas y me atemorizó. “Usted no lo ve porque lo niega, porque no lo tolera, nunca le agradó su presencia; pero él está ahí en el video, a mi lado. Claro que yo lo veo… Y ahora también lo veo, está aquí, con nosotros”, me respondió Correa y señaló un lugar vacío a su derecha…
Hablaba fluido y calmo, el cuerpo y las facciones relajadas; por ratos se llevaba las manos a la cara, lo hacía para ocultar una sonrisa nefasta. Una sonrisa de victoria. Era evidente que ya tenía todo resuelto. “¿Qué habrá arreglado con la INCOC?”, me volví a preguntar. Tenía que ser algo jugoso. Con el arreglo que había conseguido, ya no parecían peligrar las negociaciones diplomáticas y económicas entre la Argentina y la INCOC.  
—… Le di la razón, total no le hacía mal a nadie; lo importante era la misión que había sido un éxito. Correa logró tomar algunas muestras muy satisfactorias de minerales y metales preciosos, entre los que se encuentran algunas pepitas de oro y aproximadamente una onza de plata. Nueva Argentina estaba allí, deslumbrante. Aunque su atmósfera era espesa, se podía ver su geografía con bastante claridad, es un planeta gigantesco: grandes cordilleras se extienden al sur y al oeste, formando cadenas montañosas de más de diez mil kilómetros de extensión. Los océanos, también extensos, son azules y algunos de tonos rojos, como sangre o licuado de frutillas. “¿Qué sucedía en ese momento?”, le dije al Teniente, porque yo sólo veía la pared del hangar donde había dejado estacionado el vehículo. Él sólo decía incoherencias, como la teoría del caos que le había explicado Crisóstomo: “En el sentido del caos se resuelven todas las incógnitas del ser…”, me dijo algo así, se había puesto metafísico. Yo lo dejé hablar porque ya no me importaba, sólo quería volver a la Tierra para traerles las novedades de mi descubrimiento. El último día en Ops 1 faenamos a la última de aquellas criaturas. Era una pequeña del tamaño de un cordero; todas las demás, las que habíamos criado en la habitación de Gastaldi, que hacía las veces de establo, las utilicé para hacer el biocombustible en el laboratorio. No desperdicié nada de aquellas pobres bestias, todo (cuero, pelos, huesos, sangre, etc.) me sirvió para desarrollar la fórmula del combustible. Si en aquel satélite había metales preciosos, imagínense lo que habrá en el exoplaneta; teniendo en cuenta sus dimensiones, recursos naturales sin fin…                      
Parecía haberse recuperado del todo de la dolencia que lo había asaltado en la primera indagatoria y hablaba fluido y calmo, el cuerpo y las facciones relajadas; por ratos se llevaba las manos a la cara, lo hacía para ocultar su sonrisa nefasta. Entre los papeles que revisé en el almuerzo, recordé un artículo interesante que hablaba sobre la reacción de los colegas de Gastaldi, sus discípulos y compañeros del proyecto VSVE. Los científicos guardaron silencio, ni siquiera se acercaron a ofrecer su testimonio acerca de la persona de Gastaldi o de la naturaleza del proyecto. Según la fuente que revisé, el Tribunal los habría invitado especialmente a las sesiones; pero ellos se excusaron, alegando que estaban saturados de trabajo que no podían postergar. Era llamativo que VSVE, a pesar de la pérdida de su director y principal mentor, no se haya cerrado. No sólo no se cerró sino que además se había incrementado, en lo que iba del año, un ciento por ciento el presupuesto que destinaba la INCOC para que continuara desarrollándose. Ahora estaba a cargo el Dr. Brandon Smith, un científico norteamericano que había viajado a la estación Taurus-Marte 1 en dos oportunidades.          
—… las posibilidades son más que óptimas para extender nuestras fronteras y las de todo el planeta Tierra. La raza humana no se extinguiría jamás si pudiéramos ir saltando de planeta en planeta, una vez que los vayamos agotando en recursos y espacio. Nueva Argentina está allá, esperándonos. Señores del Tribunal y representantes del Gobierno, ¿dejaremos pasar esta oportunidad? No tengo mucho más para decirles. La Historia nos ha demostrado que somos una raza guerrera, conquistadora, depredadora…
Cada tanto se llevaba las manos a la cara, lo hacía para ocultar su sonrisa nefasta. Desde afuera comenzaron a llegar gritos y clamores, en un principio apagados, pero a medida que pasaban las horas se iban acrecentando. En la puerta de los tribunales se había agolpado un grupo de personas para reclamar por Justicia y Verdad. Organismos de derechos humanos y partidos de izquierda marcharon desde el Congreso hasta las inmediaciones del Juzgado, en reclamo de Justicia para el Dr. Carlos Gastaldi. Cuando vieron que llegaba la última sesión y todavía no se sabía nada concreto sobre el científico y que además todo indicaba que la INCOC estaba detrás, decidieron organizar una manifestación.          
—Y es ese nuestro destino y fin último. Quiero que este país, que soñaron, Grande, nuestros abuelos, cumpla su destino y ocupe el lugar que siempre tuvo reservado; y que por culpa de los tilingos y de la chusma y sus intereses populacheros, como los que gritan ahora sandeces allí afuera —lo dijo señalando hacía la calle, donde se encontraban los manifestantes—, nunca hemos logrado. Señores, el futuro llegó hace rato. Es momento de dejar atrás la Barbarie y abrazar, de una vez y para siempre, la Civilización y su progreso. Basta de los resentimientos egoístas de antaño. La Patria nos lo demanda.          
El estruendo se escuchó, por onda expansiva, desde la puerta. Atravesó los pasillos y llegó hasta la sala. Los manifestantes eran violentamente reprimidos por la policía. Pronto todo el recinto quedó en tinieblas, el humo de los gases lacrimógenos y de las detonaciones de balas de goma inundó todo el edificio. La policía contuvo la movilización con vallas y camiones hidrantes, pero los manifestantes no cedían: “¿Qué pasó con el Dr. Carlos Gastaldi?”, decían los carteles con grandes letras rojas. Muchos tenían remeras blancas con un estampado laser: “¿Dónde está Carlos Gastaldi?”. Seguramente, entre los manifestantes se encontraría la esposa de Gastaldi, también el hombre que le arrojó un tomatazo en la cara a Correa y la mujer gorda que había insultado a Herrera en la segunda sesión. En medio del bullicio, Herrera seguía hablando, ahora lo hacía a los gritos, porque era imposible hacerlo de otra manera, ya sea por las voces que crecían afuera o por la euforia con que el Brigadier llegaba al final de su discurso.     
—¡Viva la Patria, carajo, viva la Patria, carajo, viva la Patria, carajo!
—¿Alguien quiere hacerle alguna pregunta al Brigadier? —dijo, también a los gritos y en medio de la neblina provocada por el humo, el Presidente del Tribunal—. Bueno, entonces damos por cerrada la sesión —agregó, inmediatamente, sin permitir que nadie osara levantar la mano para hacer una pregunta, aunque eso hubiera sido muy difícil, ya que todos tosíamos sin parar y nos cubríamos las vías respiratorias con pañuelos—. Recuerden que este Tribunal debatirá, en los próximos días, los hechos que se han narrado para dictar un veredicto —dijo finalmente.

Así terminó su testimonio el Brigadier Gómez Herrera. Por seguridad, nos hicieron salir por atrás, por una puerta de emergencia. Caminamos en fila por un largo pasillo angosto, similar a los túneles que, según Herrera, había encontrado el Teniente Correa en el satélite Ops 1. Caminamos uno detrás del otro, porque no entrábamos de otra manera por el pasillo. Lo hicimos en silencio, no sé qué les pasaría a los demás, pero a mí me había embargado un sentimiento de indignación, provocado por las últimas palabras de Herrera.
De pronto sentí náuseas y mareos. Un ordenanza del Juzgado se acercó hasta donde me encontraba porque me vio muy pálido y me preguntó si me sentía bien. “¿Se siente bien?”, me dijo y mi colega, el paraguayo, que venía caminando detrás de mí, me atajó para que no me cayera. El suelo comenzó a moverse y me desvanecí.
Cuando desperté me encontraba en una camilla, estaba en un pequeño consultorio de una sala de primeros auxilios que había en el edificio. Me habían trasladado allí porque perdí el conocimiento. Una gran franja de tiempo se me borró completamente de la memoria, al punto de no recordar nada. Me incorporé y me senté en la camilla, sentí un olor espantoso, en el suelo había un balde lleno de vómito, pedacitos de milanesa flotaban en el líquido repulsivo.
De pronto se abrió la puerta que estaba a un costado de la camilla y entró un hombre con delantal de médico. “¿Se encuentra mejor?”, me dijo, y yo miré de reojo el balde pestilente. Él comprendió y luego agregó: “Sí, es suyo. Estuvo vomitando un buen rato, hasta que se quedó dormido”. “Perdón. Es que… lo que dijo aquel hombre en la sala me causó tal asco que de repente no pude contener las náuseas”, le dije avergonzado. “No se preocupe, puede pasar. Su amigo lo ha esperado al pie del cañón”. Yo lo miré sorprendido, ya que me encontraba solo cubriendo el Juicio, no había ido con ningún amigo. “Mientras ustedes hablan, voy a llamar al personal de limpieza para que se deshagan de eso…”, dijo señalando el balde.
Cuando salió, abrió la puerta, enérgicamente, y entró mi supuesto amigo. Al principio lo miré sin reconocerlo: “¿De dónde lo conozco?, pensé. Pero luego de mirarlo unos segundos con atención, lo reconocí: era el paraguayo. “Nos diste un susto grande”, me dijo. Era morocho y de profundos ojos verdes, tenía el pelo largo y oscuro como la noche, recogido en una cola de caballo, y la cara picada de viruela. “Gracias por preocuparte”, le dije sonriente. “De nada. Soy Ricardo Bogado, corresponsal internacional para el Diario Las nuevas vanguardias de Ciudad del Este”, agregó, con una sonrisa amistosa, extendiéndome la mano.  



[1] Este relato, igual que el del Teniente Correa, ganó su propia autonomía; por ese motivo lo transcribo aparte, al final de la indagatoria, sin las intervenciones de Herrera. (Nota del Narrador).   

lunes, 16 de mayo de 2016

Una excursión a los desiertos de Gándara

Apenas salí, me pregunté: “¿Podríamos vivir en tinieblas?”. Era la noche eterna, pero el paisaje sumamente desértico, como si fuera en algún momento del día abrasado por un sol poderoso. Tomé muchas muestras, sobre todo de los suelos. Luego de atravesar una extensa sabana, donde, por momentos, el terreno mostraba algunas ondulaciones (médanos gigantescos, planicies y bajos cerros rocosos), desde la cima de uno de aquellos médanos, el más alto que había atravesado hasta ese momento, divisé un inmenso lago de aguas mansas. Llegué al lago y me detuve unos metros antes de la orilla. Según el escaneo de la computadora, era de azufre líquido. El agua amarillenta e incandescente, como un geiser, emitía unos gases sulfúricos que formaban una espesa neblina al ras de la superficie. Bajé del vehículo de reconocimiento y me acerqué a la costa. Para mi asombro, reconocí que nadaban, en aquel líquido espeso y pestilente, unos gusanos y otras especies larvarias. Tomé varias muestras con el brazo robótico del vehículo de reconocimiento y continué mi viaje. “¿Cómo puede haber oxígeno en este planeta? ¿Cómo puedo respirar sin la escafandra de mi traje espacial?”, me pregunté anonadado. Después de andar, aproximadamente, unas veintitrés horas, me detuve en una inmensa quebrada que, por la erosión constante de los fuertes vientos, poseía unos canales escindidos en las rocas; me servirían de refugio. Decidí acampar ahí, para descansar un rato y comer algo. Primero pensé en estacionar el vehículo de reconocimiento cerca de las rocas para dormir en él, pero luego lo medité un poco más y, como un homenaje al Coronel Mansilla, dormí a la intemperie, observando parte del cielo estrellado y cóncavo.
Cuando desperté, noté un cambio en el cielo; era de un gris plomizo y sin estrellas. Observé durante la excursión tres cambios de estado del cielo: 1) Cristalino, de tonos azulados, todos los tonos del azul, hasta llegar al celeste, similar a nuestros cielos antes de la Gran Polución que se produjo dos años antes de nuestra partida, y que oscureció, considerablemente, el firmamento de las principales ciudades terrestres. 2) Como ya les conté, de un gris plomizo, profundo y espeso; por momentos, entre el gris, se podían observar unas pintitas amarillas. 3) Bordó sangre, o borravino, cubierto de estrellas y satélites, como cuando es de noche en la Tierra.
Hacía mucho frío, sentí que me congelaba, tenía escarcha en la nariz. Intenté hacer un fuego. Estaba a punto de cometer un sacrilegio contra la Patria: quemar la bandera rociándola con un poco del combustible orgánico que había estado produciendo en el laboratorio. Pero me concentré y pude mover, apenas, un poco la cabeza y descubrir, a unos treinta metros de distancia, unas siluetas que parecían unos árboles robustos. Nada me iba a detener. Me arrastré hasta el vehículo, porque las piernas no me respondían; luego de un gran esfuerzo, lo alcancé. Encendí la calefacción y cuando ya estaba recuperado, me dirigí al bosque que había divisado. Fue maravilloso. Eran una especie de árboles de gran tamaño, gruesas ramas, bien secas y duras. No puedo afirmar si eran árboles, pero se les parecían. Corté, con la motosierra del brazo robótico del vehículo, una cantidad razonable de leña para hacer un buen fuego. La conduje hasta las cuevas, la rocié con un poco de combustible y ya, obtuve una gran fogata. Rápidamente puse a asar unas tiras de asado de criatura: las “Aberdeenanhulk”, como las llama usted, Teniente.
El fuego (o el olor a carne quemada) atrajo a unas alimañas que habitan estas tierras desérticas y pantanosas. Noté que unos ojitos parpadeaban en la oscuridad, a unos escasos metros de donde me encontraba. Acaricié, por las dudas, la carabina que tenía a mi lado pero no fue necesario usarla. Las chuletas salieron exquisitas, un manjar. Los ojos continuaron allí, observándome un buen rato. Por momentos tenía la impresión de que eran miradas humanas, por la expresividad cuando parpadeaban. No podía verlas, sólo estaban sus ojitos en la oscuridad, mirándome comer, calentarme al lado del fogón. En un momento me cansé y les grité que se acercaran, pero creo que se asustaron, porque los ojitos dejaron de titilar y desaparecieron.
Caminé un tramo entre las rocas, me hice una antorcha para iluminar el camino, entonces observé algo maravilloso: encontré una piedra en forma de lápida con una especie de inscripción. La tumba parecía tener muchos años, ya que no había allí tierra removida, ni siquiera dura. Sólo había piedra gruesa; y la lápida parecía ser parte de la roca, pero no. Mirándola bien se veían unas inscripciones jeroglíficas talladas en la piedra, y en la base, una marca de soldadura con algo similar a un cemento muy resistente.
De pronto, un viento fuerte apagó la antorcha y quedé a oscuras, fui tanteando la piedra hasta regresar a mi refugio, donde todavía ardían unos leños que me alumbraron, por suerte, los últimos metros. Cuando llegué, noté sin sorpresa que se habían robado los restos del asado. Imaginé que los ojitos que brillaban en la oscuridad eran los responsables del robo. Grité, puteé y maldije fuerte, para que me escucharan, para que aquellas criaturas se incomodaran y temieran. No sé si lo logré, pero no volví a toparme con ellas.
“Creo en lo que viene”, me dije y agarré en dirección a la tumba, pero ya no por los túneles, porque el vehículo no pasaría por los estrechos pasillos, sino por el valle donde crecían aquellos árboles. Atravesé el bosque que no era muy extenso, en total serían unos cincuenta kilómetros. Parecía petrificado y no vi ni un rastro de vida en todo el recorrido, aunque en las copas altas de algunos árboles, observé algo similar a nidos o chozas, pero todos estaban vacíos, abandonados. Saliendo de allí, me tropecé con un gigantesco glaciar de litio; tenía unos diez kilómetros de extensión (algo imposible en la Tierra). Estuve atento para pasar al sistema anfibio en caso de que se quebrara el suelo, pero eso no sucedió. El suelo de litio era duro, tenía una capa de gran espesor. La computadora no lo podía calcular con exactitud, pero era grueso. El termómetro de temperatura externa marcaba unos veinte grados Celsius. Esto me sorprendió, porque pensé que debería hacer mucho frío afuera, para que el litio estuviera congelado. Para comprobar que la medición del termómetro era correcta, bajé la ventanilla y saqué mi brazo izquierdo afuera; efectivamente, la temperatura era agradable. Increíblemente, los valores de radiactividad eran normales. El vehículo los toleraba bien, pero no me animé a bajar de él, no sé si yo los hubiera tolerado.
Cuando atravesé el glaciar, comenzó otro desierto, pero distinto del que había atravesado el día anterior. Este era otra cosa, lo surcaba, por el centro, un ancho río seco que utilicé de ruta; era tan ancho que en algunos tramos no se podían ver las orillas. Después de recorrer algunos cuantos kilómetros por el río, decidí subir por una de sus márgenes. Quería acampar y no lo haría adentro de un río. “No vaya a ser cosa de que te despiertes justo hoy”, le dije y sentí nostalgia. Recordé que nuestro río hoy está seco y el fango es tierra dura. ¡Pobre el Río de la Plata, se lo extraña! Ustedes, seguramente, no hubieran sentido lo mismo que yo. Usted, Teniente, porque no es de Buenos Aires. Y vos, engendro, no sabés ni de qué estoy hablando. Una vez que organicé el campamento para poder descansar un rato, prendí otra fogata con algunos troncos que me habían sobrado de la vez anterior y me dispuse a hacer el asado.  Mientras veía el fuego, hipnotizado, pensé en María Emilia. Mi esposa, católica fiel y devota, seguramente, todos los días debe rezarme un rosario llorando, pidiéndole que no me desampare a la Virgen de Lourdes. Aquel día lo supe con mayor precisión, porque si me concentraba en su recuerdo, podía escuchar sus labios, el leve roce que hacen al susurrar sus oraciones. La podía escuchar y ver; veía sus delicadas manos recorriendo el teclado del piano, su pelo rubio y rizado. Saqué de mi billetera una fotografía de nuestra boda, ¡siempre la llevo conmigo! Yo todavía con el uniforme de cadete; ella, tan angelical, con su pelo rubio y su piel levemente bronceada. No sabía nada de la maldad, no tenía idea de las cosas feas del mundo miserable en el que vivimos.
Salí, por un momento, de mi sopor cuando levanté la vista y me pareció ver, a cierta distancia, una luz que titilaba. “La luz mala”, pensé y me sonreí. Seguramente, ustedes dos creen en la luz mala, ¿no? “Tal vez, un rayo globular o un fuego fatuo”, me dije, y continué observando la fogata y recordando. Las brasas, con esta leña extraña, no eran de color rojo, sino amarillo patito, era un amarillo muy intenso, casi fosforescente.
Nuestras familias se conocían de toda la vida. Eran importantes productores, pero siempre, o al menos desde que yo tengo uso de razón, vivieron en la Ciudad. Sólo en vacaciones íbamos al campo. Yo tenía un caballo allá, y se llamaba Polaco; alguna vez lo vi con las crines arremolinadas, en una playa de Creta en el crepúsculo y desde aquel día aprendí a quererlo más que nunca. Era fuerte, corría ligero cuando le gritaba: “¡Vamos, Polaquito, vamos!” y los músculos se le contraían todos a la vez y sudaba que daba miedo. Parecía corcel de mito, el pelo le brillaba, yo le pasaba un cepillo todas las mañanas, mientras le daba un buen desayuno con alfalfa, él sabía cuánto lo quería. Jamás tenía que golpearlo, nunca se empacaba. Se paraba firme y bien erguido, mirándome para invitarme a que lo monte. La mayoría de nuestros antepasados, además de productores, fueron también militares y políticos. Mi padre y el de ella habían hecho juntos el Liceo.
Me fue venciendo el sueño y dormité un rato, no sé con exactitud cuánto. Soñé con Gastaldi, que estaba vivo y había vuelto, no se entiende cómo, a la tierra. En la caja —donde yo guardo la bandera— también llevaba mi corazón. La abría frente a los de la INCOC (mi sangre había maculado la sedosa tela) y les proponía clonarme. Ellos aceptaban y me emulaban en un laboratorio de Massachusetts. Mi clon tomaba mi lugar y se metía en la cama con María Emilia, la toqueteaba con fruición y ella se dejaba; claro, pobrecita, no sabía que no era yo. Lo veía todo, pero no podía salir del espejo, me encontraba encerrado en el espejo y veía cómo mi clon penetraba a mi mujer, la chupaba y ella gozaba. La podía escuchar y ver; veía sus delicadas manos recorriendo la espalda de mi falso yo. Su pelo rubio y rizado y su piel suave levemente sudados por la excitación. El clon llegaba a mi casa con mi uniforme y mis estrellas. Montaban una farsa sobre nuestro regreso. Correa, a usted también lo clonaban, era espantoso. En la televisión transmitían el regreso con éxito de la Sojisticus: “Han vuelto nuestros héroes del espacio”; “Luego de una larga travesía regresan a casa”; “Vivieron un infierno, pero es éste, un calvario que le ha significado, a todo nuestro país, sin distinciones, una resurrección del coraje, de la fuerza, de la voluntad, de la fe”. María Emilia hacía zapping y no sé cansaba de escuchar los elogios que recibía su esposo. “Si supieras que no soy yo…”, le gritaba desde el otro lado, pero ella no me oía, era en vano. Mientras se amaban, a mi otro yo le brotaban en la cara unos ojos tan repugnantes como los tuyos, Crisóstomo. Entonces, yo me daba cuenta de que él me veía y se estaba burlando de mí: la montaba mirando fijo el espejo, y los ojos, de tan grandes, le saltaban de las órbitas. Había algo en esos ojos sin iris, en las pequeñas pupilas, en sus gigantescos globos oculares, algo atávico que no puedo explicar.
Desperté exaltado. Estaba sudando, hacía mucho calor. El realismo del sueño me había perturbado mucho. Una luna enorme se veía gigante en el cielo bordó-sangre, e irradiaba una luz mortecina, pero caliente como el fuego más abrasador. Entonces sucedió lo inexplicable, se presentó ante mí, a unos cincuenta metros del campamento, algo que antes del asado y del sueño no había visto, una fortaleza circular e imponente.
En un primer momento pensé que era un espejismo, como esos que suceden en las zonas desérticas de la Tierra; me restregué los ojos y  me pellizqué. “¿Sigo soñando?, ¿sigo soñando?”, me pregunté dos o tres veces. Luego, cuando me acerqué —lo fui haciendo de a poco, con cautela y temor—, comprobé, con mucho asombro, que eran los vestigios de una antigua y poderosa civilización; una obra de ingeniería única, como mis ojos nunca vieron y, probablemente, no verán nunca más.
Una verja circular cercaba toda la circunferencia de las ruinas; estaba construida con un material muy resistente, parecía acrílico, pero no lo era, era una especie de cristal grueso y macizo. Parado frente a ellas me sentí más pequeño que una hormiga. La reja tendría unos cinco metros de altura y, como ya les dije, era de un material parecido al cristal, pero cuando empujé la puerta para pasar al primero de los templos, sentí que no pesaba nada; sólo con el roce de mis dedos, cedió. Seguramente, se hubiera abierto de un soplido. “Le hubiera susurrado tu nombre, María Emilia”, pensé mientras subía la primera escalinata. En las grietas de las rocas se formaba un moho rojo, una especie de raíz que se adhería al ras de la piedra. “Estoy en otro mundo. ¿Qué es esto?, ¿quiénes lo construyeron?”, divagaba. Ya no les puedo decir, con certeza, qué vi allí. “Tu pelo rubio y rizado, tus ojos profundamente verdes, tus zapatillas de tela, tu piel suave, tus largas piernas, turgentes senos”, volví a pensar en María Emilia.                                
Eran importantes productores, pero siempre, o al menos desde que yo tengo uso de razón, vivieron en la Ciudad. La mayoría, además de productores, fueron importantes militares y políticos. Mi padre y el de ella habían hecho juntos el Liceo. Y luego hicieron juntos sus carreras en la Fuerza Aérea. Compartieron algunas misiones de relevancia. Nuestras madres pronto se hicieron amigas, se veían en reuniones de caridad que organizaban en la iglesia y a veces iban al teatro o al cine. Sólo en vacaciones íbamos al campo. Yo tenía un caballo allá, y se llamaba Polaco.
¡Estamos en otro mundo, señores! Increíble, lo que vi fue increíble, y ustedes se lo perdieron. No me mire así, Teniente; si quisiera podría juzgarlo aquí mismo, por desacato a la autoridá de un superior. Usted desobedeció mis órdenes en más de una oportunidad, no se haga el otario.
Un altar se elevaba en el centro de la sala principal. Estaba tan consternado que me persigné y recé un Padre Nuestro de rodillas. En las paredes casi transparentes, colgaban unas pantallas inactivas de gran tamaño. El altar era una torre circular labrada con imágenes e inscripciones extrañas. A los costados había —lo que yo imaginé— como dos tumbas, mucho más lujosas que la anterior, la que había encontrado en el túnel. Miren lo que anoté, la de la derecha tenía la siguiente inscripción en el centro: “Ξ к бю ъ≈ ◊□ √¤¬ķα ●ỳж ”. La de la izquierda decía esto: “>`¯°þx ∏◊ n±  ‰‡ω Њ ū小篆”. Parecen garabatos, ¿no?, pero estoy seguro de que significan algo. Primero, oré en silencio; luego grité con todas mis fuerzas a Dios. Le exigí una explicación, pero no obtuve respuesta. En las grietas de las rocas se formaba más moho rojo, era como una especie de raíz que se adhería al ras de la piedra transparente del templo. El altar tenía como base una fuente donde se podía leer, claramente, en letras pequeñas: INCOC: The expression of the future.
Lo demás no tiene mucha importancia. Acampé en las ruinas y volvió el sueño: María Emilia y mi clon organizaban reuniones de caridad en la iglesia. Él daba charlas de fe y contaba su experiencia en el espacio, un supuesto encuentro con Dios, la aparición de la Virgen en las estrellas, los estigmas que le aparecieron cuando la nave naufragó por el espacio, su devoción ciega y su desinteresada tarea por aliviar sus dolores del alma, Teniente. Decía que usted estaba poseído por el demonio y que hablaba con él, todo el día, como un esquizofrénico. Y lo más insólito de todo: “Regresamos porque Dios le dio un leve soplido a la nave y esa fuerza permitió que la Sojisticus atravesara la Vía Láctea a toda máquina”. Las charlas también eran en la televisión, todos los Medios querían tener la primicia de reportear al Brigadier, héroe del espacio. Se presentaba con un rosario grande colgado del cuello y miraba el cielo cada vez que pronunciaba la palabra “Dios”. María Emilia estaba siempre a su lado, embelesada por las palabras de un impostor, su pelo rubio y rizado, su piel suave, sus largas piernas, sus turgentes senos. Daría todo lo que soy por volver a poseerla. De sólo pensar en aquella pesadilla, se me turba el alma. ¿Ella será capaz de engañarme? Cuando ya éramos novios, íbamos al campo de mi familia. Yo y mi Polaquito, que corría como y contra el viento, atravesábamos todo el sendero de trigo, la realidad y la locura más radical; y ella allí, esperándome en la máxima excitación femenina. ¿Será capaz de engañarme?  
Desperté un poco aturdido. Tras un desayuno rápido: unas tiritas de charqui duro como una piedra, seguí investigando el complejo circular. En el fondo de un patio trasero, comenzaba otra gran escalinata, más alta que la anterior. Conducía al segundo templo. Era parecido al anterior, nada más que aquí todo era mucho más grande. Estaba tan consternado que me persigné y recé un Padre Nuestro de rodillas. La sala principal era monstruosa en sus dimensiones y se accedía a ella por una escalera, similar a la de la Biblioteca Laurenciana: un río de lava solidificado formaba, en caída, los amplios escalones. Los materiales eran iguales a los del primer templo. También, las paredes transparentes, las pantallas inactivas a los costados, otras tumbas parecidas a las anteriores pero con distintas inscripciones, el altar acabado en una fuente circular. A diferencia del templo anterior, había, en la pared del fondo, unos murales con imágenes que representaban escenas extrañas. La imagen, que para mí era claramente de San Juan de Antioquia, estaba representando un acontecimiento protagónico en el centro: “De su boca de oro” característica, surgía una espada de plata y, como un buen pastor, conducía hasta el templo a un rebaño de criaturas de las más extrañas y variadas por un gran desierto. En la hoja de la espada se leía en letras góticas y doradas: “Dominus noster imperator”.
Salí corriendo desesperado y confundido de las ruinas, y regresé al vehículo. Cuando me volví para buscar agua, los templos desaparecieron, fue como si se los hubiera tragado el desierto. Al rato de reflexionar y patear la arena para ver si reaparecían las gigantescas edificaciones, retomé el camino de regreso. El GPS del vehículo de reconocimiento comenzó a fallar y me perdí en medio de la nada; ingresé en una zona que no se parecía a nada de lo que había visto antes: una nube espesa de polvo. Por suerte, soy buen baquiano y pude regresar siguiendo las rastrilladas que había dejado el vehículo a la ida.
Mientras estuve perdido, volví a recordarla: Cuando la conocí, ella era, sin dudas, la expresión más lograda de la belleza. Sus rizos rubios, su piel bronceada, sus ojos profundamente verdes, sus zapatillas de tela haciendo juego con su pollerita corta. ¡Qué bonita que era!, tan dulcemente tímida. Tenía una forma muy cómica de correrse los cabellos de la cara, me causaba mucha gracia. Y sus delicadas manos recorriendo el teclado del piano, un encanto. No sabía nada de la maldad, no tenía idea de las cosas feas del mundo miserable en el que vivimos,  pero igual yo se lo perdoné por ser tan linda.
Eso fue lo que pasó en mi viaje por Gándara, como la llama usted a esta tierra, aunque yo preferiría llamarla Nueva Argentina. Se los juro, tienen que creerme, por favor. Lamentablemente, las cámaras del vehículo no funcionaron, creí que estaban grabando todo, pero no. De regreso intenté ver la filmación y comprobé, con asombro y mucha decepción, que no salió nada. Sólo se grabó una gran nube de polvo y unas rocas que no dicen nada. Pero, de todas maneras, quizás podamos ver la grabación, ¿qué les parece? Tal vez, aunque sea, podemos corroborar los distintos tipos de cielos que apunté o acaso, con un zoom importante y con mucha suerte, podamos ver el bosque que les describí. Si quieren, también, podemos volver allá, los tres juntos, para que ustedes puedan comprobarlo. Soy un hombre de palabra. Teniente, ¿por quién me ha tomado? No se rían, se los juro, fue verdad, es la pura verdad. Qué me han dado para tomar, malditos; qué me han hecho, monstruos, maniáticos, los maldigo…


Según el Teniente Feliciano Correa, así concluyó la historia del Brigadier Álvaro Gómez Herrera. Después de contarles la travesía por los desiertos del exoplaneta, estaba tan exhausto por el licor y el relato de su viaje, que se quedó dormido en la silla: tenía la cabeza hacia abajo, mirando el suelo, y un hilo de baba le caía de la boca y se le acumulaba sobre el uniforme.
Con el tiempo, se dijo que lo de la caja con el corazón era verdad. Pero que en lugar del corazón, Herrera había traído el cerebro del Dr. Carlos Gastaldi en una cajita que les había entregado a los soldados de la INCOC, cuando fueron rescatados en el río Paraná. Esta información tampoco figura en los registros del Juicio que el Gobierno dio a conocer. Algunos llegaron a decir que, además, el Dr. Gastaldi fue clonado en un laboratorio de Massachusetts o de Arkansas porque pretendían que el clon pudiera descifrar unas anotaciones que hizo Gastaldi antes de morir, vitales para saber la ubicación exacta del exoplaneta y otros datos de suma importancia para comenzar una nueva misión. Supuestamente, la INCOC ha desarrollado una nueva técnica de clonación, por medio de la cual, a partir de un conjunto de células cerebrales específicas, pueden clonar a un Sujeto completo, física y emocionalmente. Recuperando, de esta manera, recuerdos y gran parte de la capacidad intelectual del original.