Tu
sueño recurrente, Yoli, era claro. Manolo te nombraba reina de las manzaneras.
El viejo organizaba una ceremonia especial para agasajarte. Él tenía un cetro
de madera en la mano, parecido a un ancho de bastos con incrustaciones de
piedras preciosas en la punta. Vos, te arrodillabas y él te tocaba, primero un
hombro, después el otro y por último te daba un mazazo en la cabeza y con voz
carrasposa te decía: “¿Qué querés, querés fama? Volvé a la villa, negra hija de
puta”; vos llorabas y te agarrabas la cabeza con vehemencia; gritabas al ver la
sangre que te chorreaba por el rostro…
Ahí te despertabas toda sudada y te decías
a vos misma: “Sólo fue un sueño, Yoli, sólo eso. No te preocupes, algún día…”.
—Che, levantate que ya llegó la leche —te
gritó, aquella mañana, el Chinchín del otro lado de la cortina que hacía las
veces de puerta y separaba la habitación del sum (living-cocina-comedor-sala de
reuniones).
Con dificultad fuiste hasta la cómoda,
donde tenías una palangana llena de agua
con restos de jabón y un espejo grande para mirarte. Te viste unas ojeras
profundas, surcos te recorrían el rostro asemejándolo a un mapa, con restos de
maquillaje del día anterior pintando valles, desiertos, ríos, lagos, toda una
geografía compleja.
Recién ahí, te diste cuenta de lo extraño
que te había perecido escuchar la voz de tu compañero, levantado tan temprano.
“¿Qué hora es?”, te preguntaste. Yoli, estabas toda despeinada y con el
maquillaje corrido por la cara como un payaso. Lo que pasó fue que llegaste
muerta a la madrugada y no tuviste tiempo de limpiarte la cara, había terminado
tarde la reunión en el Consejo y fue muy difícil atravesar la custodia y llegar hasta la Chiche para entregarle, entre
otras, la cartita de la Bety, que vos misma habías escrito —porque la Bety no
sabe leer ni escribir— con una prosa improvisada y plebeya; la letra toda
chueca, como tus dientes, se desparramaba por los renglones de la hoja que le
habías arrancado al cuaderno Rivadavia del Bebu. “Pobre Bety, tiene diez pibes
pa’ alimentar, y encima, el más chiquito le nació enfermito”, pensaste mientras
te lavabas la cara, te cepillabas los dientes y hacías gárgaras con el agua que
tenías en una botellita de plástico.
Mientras te peinabas te observabas
detenidamente las raíces de los cabellos, que crecían oscuras en tu cuero
cabelludo. “Tengo que volver a teñirme”. En ese momento, miraste de reojo la
foto de “esa mujer” a un costado. Con
el cepillo en la mano, le prendiste una velita a ella y a San Cayetano como
todos los días, e intentaste imitar lo que hacía aquella mujer en la foto. Era una de sus más famosas, se la podía
ver joven y linda, muy linda, con sus cabellos rubios, ondulados; se estaba
cepillando el pelo como vos, Yoli. La foto irradia amor, una nostálgica
inocencia en esos ojitos soñadores. “Qué mujer”, pensaste todo el tiempo que te
llevó suspirar, unos segundos y nada más. “Tengo que estar radiante”, te
dijiste luego. “¡Como la Su! Porque, en Chingolo, yo soy más famosa que Susana
Giménez”. Te reíste sola y cruzaste de un salto la cortina.
—Che,
Yoli, de nuevo mandaron unas medialunas más duras que una roca. ¿Qué se piensan,
que somos animales? —te gritaba de nuevo el Chinchín.
—No
me grités que estoy al lado tuyo —le contestaste, un poco ofuscada. No sabías
si era por las medialunas duras o por que el Chinchín te estaba gritando, o por
las dos cosas. —¿Qué raro, vos,
levantado tan temprano? ¡Va a llover, cagamos!
—Bueno,
che no es pa’ tanto. ¿Qué tiene de malo? Al que madruga dios lo ayuda, ¿no?
Afuera, empezaron a ladrar tus perros y
los de los vecinos. “Llegó la Bety”, dijo el Chinchín. Golpeó despacito y entró
encorvada, como si fuera muy alta y tuviera que agacharse para entrar, pero no
es así, esa es su postura natural; algunos dicen que quedó así porque cargó a
muchos pibes en brazos, a veces cargaba a dos o a tres a la vez. Como todas las
mañanas, venía a ayudarte a preparar el matecocido con leche para los chicos
del barrio. Detrás de ella avanzaba una chorrera de niños de todas las edades y
tamaños, sus hijos.
—¡Buen
día!, ¿se puede pasar? —dijo, pero ya había entrado. Estaba más inquieta que
otras veces, le brillaban los ojitos, se moría de ganas de preguntarte, pero no
se animaba a decirte nada sobre la carta.
—Pasá,
Bety —le dijiste—; tengo buenas noticias, ya le entregué tu carta a la señora;
bah, se la dejé a su Secretario Privado que es lo mismo.
—¿Creés
que la va a leer? Porque, viste cómo son acá, la Isabel me decía ayer que no me
iban a dar pelota. Que se limpian el culo con los reclamos de la gente.
—Quedate
tranqui, Bety, hay que tener paciencia en la vida —le dijiste a la Bety,
chupando un mate, con el pucho y el encendedor en la otra mano. —Seguro que hoy por la mañana ya la
tiene en su despacho y la está leyendo con mucha atención.
Luego, hicieron silencio y la Bety, con
mucha humildad, puso una olla gigantesca llena de agua sobre la hornalla. Los
chicos se sentaron en una mesa larga que había en medio del comedor. Todos
tenían caras de dormidos, a uno de los más chiquitos le chorreaban los mocos y
cada tanto se pasaba la manga de la camisa por la nariz, para limpiarse. Vos te
acercaste despacito, sacaste un pañuelo descartable de tu bolsillo y le
limpiaste los mocos al hijo de la Bety.
Una semana después, la Bety todavía no
había recibido respuestas, pero a vos te citó Manolo en su despacho. Estabas
asustada. “¿Qué querrá pedirme este viejo a mí?”, le dijiste al Chinchín en la
cama, pero él no te contestó, ya estaba roncando, se había tomado dos botellas
de vino con la cena.
Al otro día, llegaste temprano y te
hicieron pasar al hall de entrada. Te habías pintarrajeado toda y te calzaste
la mejor pilcha que tenías. Al final el viejo no te pudo atender: “Compromisos
contraídos con anterioridad…”, te dijo una mujer que salió de una oficina, pero
su Secretario te hizo pasar a un cuarto y te dijo que te habías ganado un
premio, por tu trabajo en la villa y por la gente que llevabas a los actos: “¡La
última vez trajiste dos micros repletos!”, y vos asentiste con la cabeza. El
tipo sacó unos bauchers del bolsillo, estaban atados con una cintita celeste y
blanca: “Son para el Complejo de Chapadmalal, está todo pago para dos personas”.
—Gracias
—le dijiste y agregaste—, decile a Manolo que yo no vivo sólo de regalos, ¿qué
pasó con el puesto que le pedí hace un mes?—y luego te salieron unas palabras
que no eran tuyas—: “Porque tal vez mi
más profundo sentimiento es el de la indignación ante la injusticia, yo he
conseguido hacer mi trabajo de ayuda social sin caer en lo sentimental ni
dejarme llevar por la sensiblería… que nadie se sienta menos de lo que es,
recibiendo la ayuda que le presto. Que todos se vayan contentos sin tener que
humillarse dándome las gracias…”.
El Secretario te miró desorientado, con
cara rara. Al principio pensaste que el sol que entraba por la ventana de su
oficina le estaba haciendo daño a los ojos, porque se los refregaba con fuerza
y repetía a los gritos, como si hubiera visto a un fantasma:
—No puede ser, vos no sos ella, vos no sos…
Te diste media vuelta, lo dejaste hablando
solo y te fuiste a la Estación a ver vidrieras. Después de caminar un rato, te
compraste un bikini fucsia, “¡precioso!”, que vendían a buen precio.
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