domingo, 24 de marzo de 2019

Anagnórisis


     “¿Quién soy?” había dejado de ser una pregunta que me inquietara; porque, ya por aquel entonces, eso no tenía ninguna importancia. Es decir, este relato va a hablar de otra cosa y no de esta pregunta existencial. ¿O acaso ustedes saben quiénes son? ¿Se lo preguntaron alguna vez? Yo soy Raúl Bermúdez, eso es una obviedad, lo autentifica mi documento.   
     “¿Qué sos vos, Bermúdez?”, me dijo la de Historia en tercer año. Creo que esa fue la primera vez que alguien se animó a decírmelo de frente, sin ningún tipo de rodeos ni tapujos. Yo notaba que en todas las clases me miraba con desprecio. Nunca se dirigía a mí, sólo me nombraba para darme los trabajos y los exámenes que por supuesto —para ella, claro— estaban siempre mal, siempre me aplazaba. Pero ese día no se aguantó más y me lo preguntó así, frente a todos mis compañeros.     
     Desde entonces, “¿Qué carajo sos?” era lo que veía en el rostro de todos los que se detenían a mirarme: en la calle, en el subte, en la escuela, en la verdulería, en una plaza, en el tren, en la panadería, en el club, en… La situación me comenzó a incomodar y tuve miedo, sobre todo cuando me miraba al espejo y veía, efectivamente, a otro, distinto. En esos momentos me daba cuenta de que no eran sólo fantasías adolescentes, sino que yo en realidad era extraño.
     Por suerte a algunas personas yo no les caía mal. No era un friki anti social, para nada. Podía hablar con la gente y comunicarme lo más bien. Pero la mirada de algunas personas me causaba miedo. Hasta que un día iba en el colectivo, creo que estaba yendo a Cemento a ver a Los Brujos,  una vieja no me sacaba los ojos de encima, ¡una cara de chusma tenía la muy zorra! Me acuerdo que le clavé la mirada con intensidad y noté que se atemorizó mucho, quedó paralizada pero, de todas formas, no me sacaba los ojos de encima. Mientras me bajaba del bondi en Constitución, le grité: “¿Qué mirás, vieja chota?”. Pero antes de bajarme, me acerqué a ella y pegó un saltó en el asiento; noté que le corría un sudor frío por su cuello muy arrugado y colgante. Simplemente se quedó helada, sobre todo cuando le acerqué la cara lo más cerca que pude y le dije: “¿Le pasa algo, señora?”. Después, todo se fue de cauce, se hizo confuso, y ahí fue cuando le grite “Vieja chota” y me bajé del colectivo como si nada. Ninguno de los pasajeros me dijo una palabra, todos cerraron la boca. Yo me bajé tranquilo del bondi y caminé en dirección a Estados Unidos.
     Antes de llegar, en el kiosco que estaba a la vuelta, me lo encontré a Charly, un loco que conocía de los recitales. “¿Qué hacés, chabón?”, me dijo, y yo me acerqué y nos pusimos a charlar. Charlamos un poco de todo: de música, de películas, de libros. Al toque compramos una cerveza y un pancho. “Mirá lo que estoy leyendo”, me dijo Charly, y me extendió un librito. Lo agarré, abrí la primera página y leí en silencio, mientras Charly empinaba la botella.

Cuando una mañana se despertó, Gregorio Samsa, después de un sueño agitado, se encontró en su cama transformado en un espantoso insecto…”.

     “No lo conozco, ¿está bueno?”, le pregunté, y él me dijo que sí, que estaba muy bueno. Bah, en realidad me dijo: “Es reflashero”. Recuerdo que memoricé el nombre del libro, porque el del autor era medio raro; y dos días después lo conseguí en una librería de usados, a buen precio y estado. Lo devoré en un par de horas, me tiré en una plaza que había cerca de mi casa y me lo leí todo de un tirón. Con el tiempo pensé que había sido una indirecta de mi amigo, ¡justo recomendarme ese libro a mí! No me sonaba a coincidencia, pero luego recapacité y me dije que seguramente lo había hecho sin mala intención.
     Claro que mi caso era diferente al de Gregorio. Porque yo “Nací así”. Esa fue la respuesta que le di a la de Historia con los ojos inyectados de sangre en aquella oportunidad y, desde ese día, fue la respuesta que les daba a todas las personas que me lo preguntaban. Simplemente, “Nací así”, les decía encogiéndome de hombros y cambiaba rápidamente de tema.
     Ustedes deben estar preguntándose ¿qué pasaba con mi familia, si tengo una? o ¿por qué    —en caso de tener padres— no les preguntaba a ellos sobre mi origen? Desde muy chico comencé a dudar sobre mi identidad. Había algo que me decía que no era hijo de mis padres, con sólo mirarlos a ellos y a mí juntos, cualquiera se daba cuenta. Pero bueno, me llevó un tiempo poder ponerlo en palabras, porque si algo había heredado o, en este caso, aprendido de esas personas que me criaban, era cierta facilidad para la negación. Sí, la negación. Ellos evitaban siempre el tema, me decían “¿Vos estás loco, Raúl?, sos nuestro hijo a pesar de lo que diga la gente”.
     Todo esto me siguió pasando hasta que un día fuimos con Charly a ver a una banda que se llamaba Los Cometas. Hacían una música medio espacial, recolgada. Cuando terminó el recital, se acercó el guitarrista, me preguntó cómo me llamaba y me dijo si no quería salir en el próximo video. Le dije que sí, que no tenía ningún problema. Le pregunté cómo se llamaba el tema y me dijo: “El renacuajo del espacio está sediento”. En un principio lo miré medio mal. “¿Por quién me está tomando, por un fenómeno?”, pensé; pero después le dije que sí, que no tenía ningún problema.    
     A la semana me llaman por teléfono, era el manager de Los Cometas. “Hola, ¿Raúl?, ¿cómo estás? Soy Guido, el manager de Los Cometas”. Tres días después de la conversación telefónica, estaba en la sala de ensayo para ultimar detalles. Llegué temprano para poder ver el ensayo, nunca antes había visto uno. Cuando terminaron de ensayar, cayó el director del video con dos minitas que iban a ser mis compañeras protagónicas y atrás de ellos, el manager venía corriendo y gritaba sacudiendo un papelito con la mano derecha en alto. “¡Lo conseguí, tengo el permiso para usar el Planetario!”. Tomamos algo y hablamos sobre el video. Jhony, el cantante, me dijo sonriendo: “Raúl, qué bueno que viniste, si no iba a tener que ponerme esta porquería en la cabeza” y sacó de la funda de su guitarra una máscara del extraterrestre del caso Roswell.    
     El video, no hace falta que lo cuente, todos seguramente lo vieron por la televisión o en Internet, ¡ya es un clásico de los videos rockeros! Ese trabajo me llevó a la fama.
     A la semana de haberse estrenado en MTV, llovieron los llamados laborales, las propuestas de trabajo eran de lo más insólitas: desde hacer publicidades de insecticidas hasta ir a fiestas privadas como sorpresa para los agasajados. Recuerdo muy bien una de esas fiestas: el tipo era un fanático de las películas de Steven Spielberg, toda su vida había soñado con tener un Encuentro cercano del tercer tipo. En aquella oportunidad me di cuenta de por qué no me gustaban sus películas. Por ejemplo, nunca había visto E.T., el muñeco me parecía un sacacorchos, algo muy desagradable.
     Guido dejó de ser el manager de Los Cometas y se convirtió en mi representante. De un día para otro tenía mi propio merchandising: muñequitos, figuritas, ¡“mi cara estaba en todas las remeras”! Cuando mi fama era un hecho, una mañana me llama un colaborador de Fabio Zerpa, el reconocido parapsicólogo quería realizarme una serie de estudios que permitirían —según él— esclarecer mi origen alienígena, o al menos saber si yo poseía ADN humano. Le dije que no, que gracias, pero no. Yo ya sabía muy bien lo que era, era una Estrella.
     Luego llegó Hollywood y los Oscar y todo lo que ustedes ya saben.

sábado, 16 de marzo de 2019

Estar cerca, estar lejos


Anastasia, mi esposa, se deprimía cuando recordaba su patria. Entonces se iba a contemplar los barcos al puerto, donde pasaba muchas horas, ensimismada, mirando la lejanía del horizonte. Yo me preocupaba demasiado por su bienestar, trataba de complacerla en todo, pero ella no dejaba de pensar en Rusia.
Todas las mañanas, cuando salía a trabajar, pensaba en ella, no podía irme así, sabiendo que ella se deprimiría y que a mi regreso tendría que ir a buscarla al puerto, donde la encontraría llorando por lo que había perdido en su país: su familia, sus amigos, todo lo que tuvo alguna vez.
Uno estaba siempre en contacto con extranjeros; después de la guerra muchas personas vinieron a buscar su destino a estas tierras. El hecho era que ninguno se acostumbraba a su nuevo hogar, todos parecían tristes y, en mi caso particular, yo odiaba tener que consolar a mi esposa todo el tiempo.   
Hacía tres años que estábamos casados y no teníamos hijos, creo que era porque ella no los deseaba y porque yo temía que ella quisiera volver a Rusia. Los primeros meses de nuestra relación fueron inolvidables. Ana recién había llegado y todo era nuevo, entonces sí que la pasábamos bien. Salíamos a tomar un helado y caminábamos horas tomados de la mano; luego nos recostábamos en el césped de un parque para quedarnos mirando las nubes correr desesperadas en el cielo, imaginando que se transformaban en objetos al chocar unas con otras.
En ocasiones yo sabía que el hecho de haberse alejado de sus cosas, y haber perdido, en cierta forma, parte de su identidad, era difícil para ella. Entonces me sentía mal por no ocupar ese vacío que le comprimía el corazón y que oscurecía su joven alma, la que, al parecer, se estaba secando como una planta sin agua.
Cuando la quería hacer reír la comparaba con Debad, el carpintero de la esquina. Debad era un viejo libanés que ya llevaba muchos años en el país, su aspecto era muy gracioso, siempre tímido y tranquilo. Ella me decía que pronto se encorvaría como Debad, ambos reíamos a carcajadas y luego nos amábamos sin fronteras para encontrarnos exhaustos en un lugar donde todas las distancias del mundo desaparecían.
El tiempo transcurría y yo no encontraba la fórmula para hacerla feliz, todo se había vuelto insoportable, ya que en ocasiones me encontraba discutiendo con nadie, porque ella no me respondía, se la pasaba pensando y yo me irritaba con facilidad. Las peleas fueron cada vez más frecuentes y ella se escapaba a cada instante a ver los barcos para llorar sola. Yo temía lo peor, temía que ella tomara una decisión trágica.
Un día volvíamos del puerto, ella me abrazaba acongojada, llorando en mi hombro, mientras yo le acariciaba su largo cabello rubio. En la esquina de casa vimos una escena que me impresionó: Debad, ese hombre grandote, con su largo cabello oscuro y sus ojos profundamente negros (los que transmitían una mirada tan cerrada como la noche), repartía juguetes de madera hechos con sus propias manos, producto de su talento y de su capacidad, a un grupo de niños que gritaban de felicidad a su alrededor.
—Mirá, Ana, ¡qué linda imagen! ¿No te parece encantadora? —le dije, ella sonrió y todo su rostro se llenó de color. Entonces me respondió:
—Creo que deberíamos tener un hijo.
Debad, que parecía ser muy inteligente y con quien jamás habíamos cruzado una sola palabra (sólo lo nombrábamos para burlarnos de él), nos llamó desde la esquina para ofrecernos un juguete.
—Gracias, señor Debad, pero nosotros no tenemos hijos. —dije simpáticamente agradecido.
—¡No importa, ya los tendrán! —respondió él con una sonrisa.
Lo que había pronosticado Debad no sucedía, al contrario, todo empeoraba. La mirada de Anastasia estaba cada vez más perdida. Yo la extrañaba mucho y me estaba volviendo loco, porque no tenía idea de qué hacer para que regresara mi Anastasia, esa chica rusa que me había cautivado unos años antes.
El día que la vi por primera vez sentí que toda mi vida se había resuelto, que toda la soledad que me envolvía en aquel momento se evaporaba para quedar flotando en el aire y perderse en una nebulosa que se fusionaba con la nada. Todo mi ser se llenó de alegría. Ella bailaba hermosa alrededor de un jardín de margaritas, dejando a la vista toda la fragilidad femenina de su figura. ¡Qué extrañamiento feliz, qué maravilloso sentimiento se había apoderado de mí! Todo se completó cuando me acerqué a hablarle y me respondió con su mejor expresión: una delicada sonrisa de asombro que sonrosaba sus pálidas mejillas. Ahora, aquella felicidad ya no existía.
Un día regresaba de trabajar y me detuve frente al taller de Debad. Él se asomó por la puerta y me saludó, yo le devolví el saludo y me acerqué hasta él.
—Buenos días, señor Debad, ¿puedo hacerle una pregunta?
En mi rostro se dibujaba una expresión de cansancio, de desesperación, que él supo descifrar.
—Claro que sí, amigo, pregunte nomás.
—¿Cómo hace para ser feliz aquí y no extrañar?
—¿Quien le dijo a usted que yo no extraño? —respondió con seguridad—. Todos extrañan su lugar de origen. ¿Acaso cree que yo no? Lo que sucede conmigo es que no puedo regresar por un problema con la justicia.
—Usted que es una persona inteligente, que tiene, no sé por qué, aspecto de sabio, dígame qué debo hacer para que mi esposa no se deprima.  
Debad me miró asombrado, se quedó unos minutos en silencio, como pensando una respuesta para dejarme satisfecho.
—No sé qué decirle, yo para no deprimirme junto estampillas. Soy filatelista desde hace mucho tiempo; tengo una gran colección de todo el mundo, menos del Líbano, esas trato de evitarlas…
Antes de despedirnos, él metió la mano en el bolsillo y me ofreció una estampilla de Rusia que tenía impreso el rostro de Dostoievski. De repente, me di cuenta de que me encontraba con una estampilla en la mano, mientras Debad ingresaba a su casa. Traté de relacionar qué tenía que ver esto de ser filatelista con el problema de mi esposa. ¿Me la regaló por qué él era un exiliado? Porque no existía manera de que él supiera que Ana tenía, entre las pocas pertenencias que había traído de Moscú, una edición de Crimen y castigo.  
Cuando llegué a casa, Ana no estaba, imaginé que se encontraba en el puerto y la fui a buscar. Empecé a caminar despacio. Antes de llegar alcé la mirada al cielo, había comenzado a llover a cántaros. La lluvia me mojaba y yo tenía mucho frío, pero seguí caminando hasta ver el muelle. Ana estaba sentada mirando el agua, me acerqué silencioso hasta ella, la abracé, le dije que la amaba y la ayudé a erguirse. Caminamos bajo la lluvia sin decirnos una sola palabra.
Una vez en casa, nos sacamos la ropa mojada y nos metimos en la cama sin dejar de abrazarnos. Por primera vez pude llorar junto a ella, porque estaba sintiendo exactamente lo mismo y no podía dejar de hacerlo. Después de llorar un buen rato le extendí la mano cerrada para ofrecerle un obsequio. Ana abrió mi mano dedo por dedo y se encontró con la estampilla que me había regalado Debad.

domingo, 3 de marzo de 2019

Discontinuidad en el vacío


Siempre que comía pescado le picaban los dedos de las manos y cuando comía sandia dejaba que las moscas le caminaran por la cara. A mí me daba mucho asco, pero —tengo que confesarlo— no tanto como para odiarla, porque después de comer me gustaba chuparla toda, le chupaba las manos y el rostro hasta la cavidad de los ojos. Luego hacíamos el amor y ella se dejaba hacer de todo, hasta se dejaba acabar en la boca. 
Había comenzado a sentir el aire enrarecido, como si me faltase. Se condensaba en el ambiente y me provocaba nauseas; y los cristales de la cabina se empañaban tanto que no me dejaban ver el camino que debía recorrer. El malestar aumentaba a medida que la cápsula ascendía sin rumbo determinado. Entonces (como le sucedía a un tal Hans Pfaall), soñaba yo con lograr la hazaña de poder respirar en el espacio, de romper las barreras de la naturaleza y soportar la presión que ejercería la falta de atmósfera en mi cuerpo. Era verdad que yo no viajaba en un simple globo construido con pedazos de periódicos, pero sucedía algo con mi cápsula espacial que parecía que la cabina estaba a la intemperie. Y no podía hacer nada para solucionarlo, porque nunca aprobé el curso de Física Mecánica que se requería para emprender tan ambiciosa empresa.
De Laura recuerdo su insolente manera de vivir; su parsimonioso andar languidecido, como si vivir le costara un esfuerzo sobrehumano que le impedía ser dinámica. Es por eso que me encantaba hacer el amor con ella: era tan dócil, tan manuable que me excitaba mucho. Ocurría que siempre todo era tan en cámara lenta, sin violencia alguna, que me exasperaba por llegar a casa y observarla tirada en la reposera del jardín, comiendo sandia furtivamente y dejando que las moscas le invadan el cuerpo, mientras ella se esforzaba (poco) por quitárselas de la cara. Cuando abría la puerta de entrada ya escuchaba el zumbido en el jardín y sabía que ella me esperaba toda pegajosa, para que yo le lave el cuerpo con mi saliva y luego ella me preguntaba casi estúpida: “¿Por qué suceden las cosas?”. Yo respiraba profundo y para no ahondar en detalles le contestaba con una frase tan estúpida como su pregunta: “Porque sí”, le decía y ella se conformaba con mi respuesta y me convidaba un pedazo de sandía para volver a encastrarnos. Así, volvíamos a comenzar, hasta que caía la noche y el cielo se empachaba de estrellas.
Estaba alejándome de la tierra a gran velocidad. Podía observar desde allí toda la geografía terrestre: los valles se elevaban verdes y las luces de las ciudades se veían como estrellas pegadas en una superficie plana; los océanos despejados como un cielo limpio, donde las olas furiosas hacían las veces de nubes. En un determinado momento me esforcé tanto por respirar que sentí el rostro humedecido por algún líquido espeso; las venas de la cabeza parecían reventar, las sentía inflamarse desde los pies hasta la cabeza. Me pasé la mano por la cara y con sorpresa comprobé que me sangraba la nariz y los ojos. Todo comenzaba a nublarse, me sentía desvanecer al punto de encontrar una muerte casi placentera. Desde lo profundo de mi ser escuchaba la voz de Laura preguntándome reiteradas veces por qué sucedían las cosas y sobre la voz de Laura otra voz que parecía ser mi conciencia le respondía: En el sentido del caos, si es que existe, se resuelven las incógnitas del ser. Estaríamos ante una respuesta ontológica, más o menos coherente, pero contradictoria. Las personas se sienten aturdidas ante el caos y lo que no pueden entender es que el sentido único de la existencia se encuentra en él. Desde esta óptica, la naturaleza, que es parte fundamental y expresión materializada del caos, se encuentra activa como desatadora de estímulos químicos que producen el equilibrio y la proliferación de acontecimientos reales o verosímiles ante la mirada sorprendida de los hombres. Por medio de la anulación de estos estímulos, uno se ubica en una zona de neutralidad o paradoja, que suprime todo lazo con aquellos estímulos químicos que modera la naturaleza. La incapacidad para descubrir e interpretar signos en los entes que nos rodean es la forma más lograda de esa neutralidad que nos ubica en un sin sentido, que en algunas ocasiones se traduce como locura. Partiendo de esta base, si así quisiéramos, podríamos encontrarnos con una anomalía al tratar de encontrar un lugar donde ubicar las pasiones dentro de este gran espectro de acontecimientos que detallan el caos y su funcionamiento —si es que posee uno— al degenerar el equilibrio propuesto por la naturaleza, en cuya incógnita o signo sin significado determinado se produciría un vacío inconsciente. Ahora Laura respondía a mí monólogo: “Discontinuidad”, decía una y otra vez. “Discontinuidad”. Yo no sabía si estaba muriendo o me estaba volviendo loco, pero lo que sabía con seguridad era que sucedía algo con mi cápsula espacial que parecía que la cabina estaba a la intemperie y yo ya nada podía hacer para solucionarlo, porque nunca había aprobado el curso de Física Mecánica que se requería para emprender tan ambiciosa empresa.
A Laura no le gustaba que yo trabajara como astronauta, ella siempre protestaba y se preocupaba demasiado por mi bienestar, yo la quería mucho pero deseaba más que nada en el mundo realizar un viaje, aunque sea de prueba, al espacio. Los primeros años en Zúrich nos habían dado paz y tranquilidad. Por aquel entonces, mi trabajo consistía en el entrenamiento de rutina en el laboratorio. Allí se realizaban pruebas de resistencia: me montaban en un simulador de vuelo, o me encerraban por horas en un cuarto sellado al vacío, sin una gota de oxigeno, para comprobar si era capaz de acostumbrarme a llevar el traje espacial con soltura; en ocasiones me daban un simio de compañero, era divertido.
Ella estaba enamorada de sus manos, las observaba sin interrupción durante horas, por eso le molestaba mucho que le picaran los dedos cuando comía pescado, pero resultaba que el pescado, especialmente el sushi, era una de sus debilidades gastronómicas. Cuando comía pescado me llamaba por teléfono al laboratorio, porque la única forma que tenía de terminar con su picazón era que yo le acariciara el cabello mientras la penetraba con dulzura (le hacía el amor)  y le mordía cariñosamente la oreja izquierda.
Los aparatos de medición no funcionaban, todas las agujas se habían detenido, tenía delante de mí un tablero de comandos inservible, yo continuaba sin saber qué hacer, por suerte había alcanzado mi traje con el que podría respirar durante algunas horas, luego tendría que acostumbrarme a morir. La calma rodeaba la cápsula, el espacio era tan extraño, tan particular, no se oía nada, no se sentía nada. Había transcurrido un día desde que perdí la comunicación con la Torre Central, todos los aparatos estaban obsoletos, yo comenzaba a comprender que no existía una salida, que indefectiblemente moriría abandonado en el espacio. A Laura no le hubiera gustado verme así.
Muchas personas me decían que Laura estaba loca, yo no lo creía, para mí ella era alguien muy especial, alguien que sentía distinto, hubiera jurado mil veces que ella era más feliz que los demás por su particular inocencia. Sus locuras eran divertidas. Recuerdo la vez que llevé a mi compañero de laboratorio a pasar un fin de semana con nosotros: A Boris le gustaban las bananas bien maduras y treparse de los arboles, por eso le encantó nuestro parque, con tantas flores, plantas y árboles por todos lados. Resulta que a Boris se le dio por treparse a un árbol, donde comenzó a masturbarse, entonces a Laura se le ocurrió subir al árbol que estaba frente a Boris e insistió con que nos desnudáramos e hiciéramos el amor colgados de una rama, así Boris tendría un incentivo para masturbarse. Luego paseamos desnudos por el parque y comimos bananas maduras y sandías toda la tarde.
El frío era intolerable, ya había perdido toda esperanza, la oscuridad se apoderaba de la cápsula, el hambre me estrujaba el estomago haciendo un sonido extraño, la sangre se había secado en mi rostro, todavía tenía las venas hinchadas y los ojos me dolían mucho, no había nada que yo pudiera hacer para escapar de esto, igualmente no tenía miedo, ni estaba triste, en realidad no sentía nada y aceptaba mi destino. Desde mis coordenadas parecía que me encontraba sobre uno de los Polos, porque se podía apreciar la aurora boreal o austral, varios círculos concéntricos de meteoros luminosos entrando a la atmósfera y desvaneciéndose al contacto con el aire. No sabía cuál era mi posición actual, estaba recorriendo una órbita sin sentido.    
Nunca había estado tan triste como aquella tarde que llegué a nuestra casa, por aquel entonces vivíamos en París. Por suerte desde aquel día llevo siempre conmigo estas pastillas que me dio Laura, a demás, el Dr. Jonson antes de un viaje nos recetaba una dosis de morfina para utilizar sólo en caso de emergencia, ahora pensaba en un cóctel de calmantes mientras observaba el espectáculo: De la aurora, las estrellas, el infinito, un agujero negro. La casa de París era pequeña, estaba en el barrio Montparnesse, Laura extrañaba Zúrich. ¿A qué distancia estaría de la Luna? Especialmente el jardín, sus plantas y flores. ¿Por qué sucedían las cosas? Boris murió dos días después de aquella tarde. Sucedía algo con mi cápsula espacial que parecía que la cabina estaba a la intemperie y yo ya nada podía hacer para solucionarlo, porque nunca había aprobado el curso de Física Mecánica que se requería para emprender tan ambiciosa empresa. Todo ocurrió un martes del mes de abril. ¿Estaba solo en el espacio? Hacía mucho que no teníamos relaciones, Laura empeoraba  y yo me la pasaba en la Luna. ¿Qué pensarían de mí mis superiores, al saber que eché a perder la misión, qué les hice perder mucho dinero? Laura estaba desnuda en la bañera. El reloj de mi equipo marcaba aproximadamente dos horas de oxigeno. Sus ojos fuera de las órbitas, una gota de sangre le surcaba el rostro, pálido y redondo como un plato de porcelana. Sus pechos rígidos estaban helados. Debía estar cerca de un satélite, la radio se había encendido de repente, escuchaba una música somnífera, una orquesta, dos violines. Ella dormía como un ángel. Discontinuidad. ¿Proliferación de sonidos en el vacío? Ella estaba lejos y yo estaba solo desde hacía algún tiempo. Detrás de los cristales de la cabina el aire era más espeso. Ella creyó ver algo extraño y se asustó tanto, por una sombra, un reflejo. Sucedía algo con mi cápsula espacial que parecía que la cabina estaba a la intemperie y yo... Ella estaba  desnuda en la bañera. De pronto tenía a la Luna sobre mí. Discontinuidad. Caminar acá debe ser más fácil que en las pruebas que hicimos en la Tierra. Una gota de sangre le surcaba el rostro. El vehículo de reconocimiento estaba atorado en el transbordador. Laura no respiraba. Las personas se sienten aturdidas ante el caos. Boris falleció dos días después. Era muy suave (Laura), pero aquí y allá, la comprimía con el Recogedor de Emergencia y la encontraba muy dura (como muerta). El cristal de la cabina parecía fracturarse y las esquirlas una y otra vez. Laura pasaba mucho tiempo sola. Estar en el espacio era como estar debajo del agua. Discontinuidad. La luz me cegaba, el reloj  de mi equipo marcaba aproximadamente: 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1...