El concierto terminó
a las 23 horas. ¡Fue todo un éxito! Después de beber unas copas con sus
compañeros de la orquesta, Ruperto se fue a dormir. La noche todavía era joven,
pero casi todos estaban cansados. Saludó a los últimos rezagados del grupo y
salió caminando por la calle del puerto. Al cerrar la puerta del bar, se dio
cuenta de que estaba un poco ebrio, no midió sus fuerzas y empujó la puerta con
cierta vehemencia.
Los ensayos semanales
habían sido agotadores. Fue difícil ponerse de acuerdo con los agudos violines,
porque elevaban las notas a sonidos tan altos que tocaban, por un instante, la
puntita de una nube. Él quería sonidos más terrestres, entonces insistía con
las teclas más graves; por momentos, lograba una frecuencia de vibraciones tan
pequeñas que llegaban a pesar como un yunque.
En el camino, de
regreso a la pieza de la pensión donde vivía, sintió una leve molestia en el
oído izquierdo pero no le dio mayor importancia. “Debe ser por la exigencia del
concierto”, pensó por un instante fugitivo.
Por la mañana, como de
costumbre, salió al balcón de su pieza para escuchar a un zorzal que cantaba ahí
todos los días, posado sobre las ramas de un viejo árbol que había crecido muy alto
y, en algún momento, atravesó parte de su balcón, para llegar a rozar, apenas, el
cristal de su ventana. Pero, desde hacía un tiempo, Ruperto dormía con la
ventana abierta. El calor era agobiante en la ciudad, no corría una gota de aire.
El zorzal no cantó esa mañana. Él aprovechó para observar detenidamente la rama
del árbol y comprobó sorprendido que se había extendido y llegaba ya hasta la
cabecera de su cama. “Qué extraño, —pensó—, si ayer nomás llegaba hasta el
vidrio de la ventana”. Era verdad, el calor había comenzado esa última semana,
a finales de agosto, y Ruperto no había notado que las ramas del viejo árbol
habían crecido a toda prisa.
En menos de lo que
canta un gallo, el árbol ya estaba lleno de flores: una especie de calas muy
blancas y pequeñas. Tampoco tardó mucho tiempo en llenarse de frutos: unas
pelotitas verdes que se pudren colgadas de la rama o se caen y ensucian todo el
suelo. A partir de aquel día, comenzó todas las mañanas a juntar pelotitas por
toda la habitación, algunas, también, de arriba de su cama.
Una mañana, mientras
se daba una ducha, volvió a sentir el dolor en el oído izquierdo. Cuando
terminó, se observó al espejo y notó que le salían unas hojitas de adentro. Las
retiró con cuidado y una vez más no le dio importancia al asunto.
Luego de la ducha,
volvió a su habitación y puso un disco de pasta en la antigua vitrola que
atesoraba desde la muerte de su abuelo. Salió al balcón para absorber, aunque
sea poco, el aire de la mañana. La música de la vitrola se hizo imperceptible, estaba
ensombrecida por otro canto. El zorzal había vuelto y cantaba más estupendo que
antes de la ausencia. De pronto, su oreja izquierda le contestó el canto al ave.
—Ruperto, Ruperto
—repetía una voz gravísima cerca de su cabeza—. Ruperto, Ruperto…
—¿Quién habla? —dijo
Ruperto, un poco mareado.
—Soy yo, tu oreja.
—¿Qué?
Luego una leve
molestia, un zumbido. La oreja emprendió vuelo, desplegó sus alas y se refractó
en el cielo límpido una mañana a fines de agosto; la seguía el zorzal y la
brisa.
Por un tiempo Ruperto
se sintió apenado. Luego comprendió que la pobre necesitaba su independencia.
No le guardó más rencores y se olvidó del asunto. Pero antes tuvo que cambiar
algunas cosas en su vida, dejó la música y se hizo jardinero.
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