Siempre que comía pescado le picaban los dedos de las manos y cuando
comía sandia dejaba que las moscas le caminaran por la cara. A mí me daba mucho
asco, pero —tengo que confesarlo— no tanto como para odiarla, porque después de
comer me gustaba chuparla toda, le chupaba las manos y el rostro hasta la
cavidad de los ojos. Luego hacíamos el amor y ella se dejaba hacer de todo,
hasta se dejaba acabar en la boca.
Había comenzado a sentir el aire enrarecido, como si me faltase. Se
condensaba en el ambiente y me provocaba nauseas; y los cristales de la cabina
se empañaban tanto que no me dejaban ver el camino que debía recorrer. El
malestar aumentaba a medida que la cápsula ascendía sin rumbo determinado. Entonces
(como le sucedía a un tal Hans Pfaall), soñaba yo con lograr la hazaña de poder
respirar en el espacio, de romper las barreras de la naturaleza y soportar la
presión que ejercería la falta de atmósfera en mi cuerpo. Era verdad que yo no
viajaba en un simple globo construido con pedazos de periódicos, pero sucedía
algo con mi cápsula espacial que parecía que la cabina estaba a la intemperie.
Y no podía hacer nada para solucionarlo, porque nunca aprobé el curso de Física
Mecánica que se requería para emprender tan ambiciosa empresa.
De Laura recuerdo su insolente manera de vivir; su parsimonioso andar
languidecido, como si vivir le costara un esfuerzo sobrehumano que le impedía
ser dinámica. Es por eso que me encantaba hacer el amor con ella: era tan
dócil, tan manuable que me excitaba mucho. Ocurría que siempre todo era tan en
cámara lenta, sin violencia alguna, que me exasperaba por llegar a casa y
observarla tirada en la reposera del jardín, comiendo sandia furtivamente y
dejando que las moscas le invadan el cuerpo, mientras ella se esforzaba (poco)
por quitárselas de la cara. Cuando abría la puerta de entrada ya escuchaba el
zumbido en el jardín y sabía que ella me esperaba toda pegajosa, para que yo le
lave el cuerpo con mi saliva y luego ella me preguntaba casi estúpida: “¿Por
qué suceden las cosas?”. Yo respiraba profundo y para no ahondar en detalles le
contestaba con una frase tan estúpida como su pregunta: “Porque sí”, le decía y
ella se conformaba con mi respuesta y me convidaba un pedazo de sandía para
volver a encastrarnos. Así, volvíamos a comenzar, hasta que caía la noche y el
cielo se empachaba de estrellas.
Estaba alejándome de la tierra a gran velocidad. Podía observar desde allí
toda la geografía terrestre: los valles se elevaban verdes y las luces de las
ciudades se veían como estrellas pegadas en una superficie plana; los océanos
despejados como un cielo limpio, donde las olas furiosas hacían las veces de
nubes. En un determinado momento me esforcé tanto por respirar que sentí el
rostro humedecido por algún líquido espeso; las venas de la cabeza parecían
reventar, las sentía inflamarse desde los pies hasta la cabeza. Me pasé la mano
por la cara y con sorpresa comprobé que me sangraba la nariz y los ojos. Todo
comenzaba a nublarse, me sentía desvanecer al punto de encontrar una muerte
casi placentera. Desde lo profundo de mi ser escuchaba la voz de Laura preguntándome
reiteradas veces por qué sucedían las cosas y sobre la voz de Laura otra voz
que parecía ser mi conciencia le respondía: En el sentido del caos, si es que
existe, se resuelven las incógnitas del ser. Estaríamos ante una respuesta
ontológica, más o menos coherente, pero contradictoria. Las personas se sienten
aturdidas ante el caos y lo que no pueden entender es que el sentido único de
la existencia se encuentra en él. Desde esta óptica, la naturaleza, que es
parte fundamental y expresión materializada del caos, se encuentra activa como
desatadora de estímulos químicos que producen el equilibrio y la proliferación
de acontecimientos reales o verosímiles ante la mirada sorprendida de los
hombres. Por medio de la anulación de estos estímulos, uno se ubica en una zona
de neutralidad o paradoja, que suprime todo lazo con aquellos estímulos
químicos que modera la naturaleza. La incapacidad para descubrir e interpretar
signos en los entes que nos rodean es la forma más lograda de esa neutralidad
que nos ubica en un sin sentido, que en algunas ocasiones se traduce como locura.
Partiendo de esta base, si así quisiéramos, podríamos encontrarnos con una
anomalía al tratar de encontrar un lugar donde ubicar las pasiones dentro de
este gran espectro de acontecimientos que detallan el caos y su funcionamiento
—si es que posee uno— al degenerar el equilibrio propuesto por la naturaleza,
en cuya incógnita o signo sin significado determinado se produciría un vacío
inconsciente. Ahora Laura respondía a mí monólogo: “Discontinuidad”, decía una
y otra vez. “Discontinuidad”. Yo no sabía si estaba muriendo o me estaba
volviendo loco, pero lo que sabía con seguridad era que sucedía algo con mi
cápsula espacial que parecía que la cabina estaba a la intemperie y yo ya nada
podía hacer para solucionarlo, porque nunca había aprobado el curso de Física
Mecánica que se requería para emprender tan ambiciosa empresa.
A Laura no le gustaba que yo trabajara como astronauta, ella siempre
protestaba y se preocupaba demasiado por mi bienestar, yo la quería mucho pero
deseaba más que nada en el mundo realizar un viaje, aunque sea de prueba, al
espacio. Los primeros años en Zúrich nos habían dado paz y tranquilidad. Por
aquel entonces, mi trabajo consistía en el entrenamiento de rutina en el
laboratorio. Allí se realizaban pruebas de resistencia: me montaban en un
simulador de vuelo, o me encerraban por horas en un cuarto sellado al vacío,
sin una gota de oxigeno, para comprobar si era capaz de acostumbrarme a llevar
el traje espacial con soltura; en ocasiones me daban un simio de compañero, era
divertido.
Ella estaba enamorada de sus manos, las observaba sin interrupción
durante horas, por eso le molestaba mucho que le picaran los dedos cuando comía
pescado, pero resultaba que el pescado, especialmente el sushi, era una de sus
debilidades gastronómicas. Cuando comía pescado me llamaba por teléfono al
laboratorio, porque la única forma que tenía de terminar con su picazón era que
yo le acariciara el cabello mientras la penetraba con dulzura (le hacía el
amor) y le mordía cariñosamente la oreja
izquierda.
Los aparatos de medición no funcionaban, todas las agujas se habían
detenido, tenía delante de mí un tablero de comandos inservible, yo continuaba
sin saber qué hacer, por suerte había alcanzado mi traje con el que podría
respirar durante algunas horas, luego tendría que acostumbrarme a morir. La
calma rodeaba la cápsula, el espacio era tan extraño, tan particular, no se oía
nada, no se sentía nada. Había transcurrido un día desde que perdí la
comunicación con la Torre Central, todos los aparatos estaban obsoletos, yo
comenzaba a comprender que no existía una salida, que indefectiblemente moriría
abandonado en el espacio. A Laura no le hubiera gustado verme así.
Muchas personas me decían que Laura estaba loca, yo no lo creía, para mí
ella era alguien muy especial, alguien que sentía distinto, hubiera jurado mil
veces que ella era más feliz que los demás por su particular inocencia. Sus
locuras eran divertidas. Recuerdo la vez que llevé a mi compañero de
laboratorio a pasar un fin de semana con nosotros: A Boris le gustaban las
bananas bien maduras y treparse de los arboles, por eso le encantó nuestro parque,
con tantas flores, plantas y árboles por todos lados. Resulta que a Boris se le
dio por treparse a un árbol, donde comenzó a masturbarse, entonces a Laura se
le ocurrió subir al árbol que estaba frente a Boris e insistió con que nos
desnudáramos e hiciéramos el amor colgados de una rama, así Boris tendría un
incentivo para masturbarse. Luego paseamos desnudos por el parque y comimos
bananas maduras y sandías toda la tarde.
El frío era intolerable, ya había perdido toda esperanza, la oscuridad
se apoderaba de la cápsula, el hambre me estrujaba el estomago haciendo un
sonido extraño, la sangre se había secado en mi rostro, todavía tenía las venas
hinchadas y los ojos me dolían mucho, no había nada que yo pudiera hacer para
escapar de esto, igualmente no tenía miedo, ni estaba triste, en realidad no
sentía nada y aceptaba mi destino. Desde mis coordenadas parecía que me
encontraba sobre uno de los Polos, porque se podía apreciar la aurora boreal o
austral, varios círculos concéntricos de meteoros luminosos entrando a la
atmósfera y desvaneciéndose al contacto con el aire. No sabía cuál era mi
posición actual, estaba recorriendo una órbita sin sentido.
Nunca había estado tan triste como aquella tarde que llegué a nuestra
casa, por aquel entonces vivíamos en París. Por suerte desde aquel día llevo
siempre conmigo estas pastillas que me dio Laura, a demás, el Dr. Jonson antes
de un viaje nos recetaba una dosis de morfina para utilizar sólo en caso de
emergencia, ahora pensaba en un cóctel de calmantes mientras observaba el
espectáculo: De la aurora, las estrellas, el infinito, un agujero negro. La
casa de París era pequeña, estaba en el barrio Montparnesse, Laura extrañaba Zúrich.
¿A qué distancia estaría de la Luna? Especialmente el jardín, sus plantas y flores.
¿Por qué sucedían las cosas? Boris murió dos días después de aquella tarde.
Sucedía algo con mi cápsula espacial que parecía que la cabina estaba a la
intemperie y yo ya nada podía hacer para solucionarlo, porque nunca había
aprobado el curso de Física Mecánica que se requería para emprender tan
ambiciosa empresa. Todo ocurrió un martes del mes de abril. ¿Estaba solo en el
espacio? Hacía mucho que no teníamos relaciones, Laura empeoraba y yo me la pasaba en la Luna. ¿Qué pensarían
de mí mis superiores, al saber que eché a perder la misión, qué les hice perder
mucho dinero? Laura estaba desnuda en la bañera. El reloj de mi equipo marcaba
aproximadamente dos horas de oxigeno. Sus ojos fuera de las órbitas, una gota
de sangre le surcaba el rostro, pálido y redondo como un plato de porcelana. Sus
pechos rígidos estaban helados. Debía estar cerca de un satélite, la radio se
había encendido de repente, escuchaba una música somnífera, una orquesta, dos
violines. Ella dormía como un ángel. Discontinuidad. ¿Proliferación de sonidos
en el vacío? Ella estaba lejos y yo estaba solo desde hacía algún tiempo.
Detrás de los cristales de la cabina el aire era más espeso. Ella creyó ver
algo extraño y se asustó tanto, por una sombra, un reflejo. Sucedía algo con mi
cápsula espacial que parecía que la cabina estaba a la intemperie y yo... Ella
estaba desnuda en la bañera. De pronto
tenía a la Luna sobre mí. Discontinuidad. Caminar acá debe ser más fácil que en
las pruebas que hicimos en la Tierra. Una gota de sangre le surcaba el rostro.
El vehículo de reconocimiento estaba atorado en el transbordador. Laura no
respiraba. Las personas se sienten aturdidas ante el caos. Boris falleció dos
días después. Era muy suave (Laura), pero aquí y allá, la comprimía con el
Recogedor de Emergencia y la encontraba muy dura (como muerta). El cristal de
la cabina parecía fracturarse y las esquirlas una y otra vez. Laura pasaba
mucho tiempo sola. Estar en el espacio era como estar debajo del agua. Discontinuidad.
La luz me cegaba, el reloj de mi equipo
marcaba aproximadamente: 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1...
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