Anastasia, mi esposa, se
deprimía cuando recordaba su patria. Entonces se iba a contemplar los barcos al
puerto, donde pasaba muchas horas, ensimismada, mirando la lejanía del
horizonte. Yo me preocupaba
demasiado por su bienestar, trataba de complacerla en todo, pero ella no dejaba
de pensar en Rusia.
Todas las mañanas, cuando
salía a trabajar, pensaba en ella, no podía irme así, sabiendo que ella se
deprimiría y que a mi regreso tendría que ir a buscarla al puerto, donde la
encontraría llorando por lo que había perdido en su país: su familia, sus
amigos, todo lo que tuvo alguna vez.
Uno estaba siempre en
contacto con extranjeros; después de la guerra muchas personas vinieron a
buscar su destino a estas tierras. El hecho era que ninguno se acostumbraba a
su nuevo hogar, todos parecían tristes y, en mi caso particular, yo odiaba
tener que consolar a mi esposa todo el tiempo.
Hacía tres años que
estábamos casados y no teníamos hijos, creo que era porque ella no los deseaba
y porque yo temía que ella quisiera volver a Rusia. Los primeros meses de nuestra
relación fueron inolvidables. Ana recién había llegado y todo era nuevo,
entonces sí que la pasábamos bien. Salíamos a tomar un helado y caminábamos
horas tomados de la mano; luego nos recostábamos en el césped de un parque para
quedarnos mirando las nubes correr desesperadas en el cielo, imaginando que se
transformaban en objetos al chocar unas con otras.
En ocasiones yo sabía que
el hecho de haberse alejado de sus cosas, y haber perdido, en cierta forma,
parte de su identidad, era difícil para ella. Entonces me sentía mal por no
ocupar ese vacío que le comprimía el corazón y que oscurecía su joven alma, la
que, al parecer, se estaba secando como una planta sin agua.
Cuando la quería hacer
reír la comparaba con Debad, el carpintero de la esquina. Debad era un viejo
libanés que ya llevaba muchos años en el país, su aspecto era muy gracioso,
siempre tímido y tranquilo. Ella me decía que pronto se encorvaría como Debad,
ambos reíamos a carcajadas y luego nos amábamos sin fronteras para encontrarnos
exhaustos en un lugar donde todas las distancias del mundo desaparecían.
El tiempo transcurría y
yo no encontraba la fórmula para hacerla feliz, todo se había vuelto
insoportable, ya que en ocasiones me encontraba discutiendo con nadie, porque
ella no me respondía, se la pasaba pensando y yo me irritaba con facilidad. Las
peleas fueron cada vez más frecuentes y ella se escapaba a cada instante a ver
los barcos para llorar sola. Yo temía lo peor, temía que ella tomara una
decisión trágica.
Un día volvíamos del
puerto, ella me abrazaba acongojada, llorando en mi hombro, mientras yo le
acariciaba su largo cabello rubio. En la esquina de casa vimos una escena que
me impresionó: Debad, ese hombre grandote, con su largo cabello oscuro y sus
ojos profundamente negros (los que transmitían una mirada tan cerrada como la
noche), repartía juguetes de madera hechos con sus propias manos, producto de
su talento y de su capacidad, a un grupo de niños que gritaban de felicidad a
su alrededor.
—Mirá, Ana, ¡qué linda
imagen! ¿No te parece encantadora? —le dije, ella sonrió y todo su rostro se
llenó de color. Entonces me respondió:
—Creo que deberíamos
tener un hijo.
Debad, que parecía ser
muy inteligente y con quien jamás habíamos cruzado una sola palabra (sólo lo
nombrábamos para burlarnos de él), nos llamó desde la esquina para ofrecernos
un juguete.
—Gracias, señor Debad,
pero nosotros no tenemos hijos. —dije simpáticamente agradecido.
—¡No importa, ya los
tendrán! —respondió él con una sonrisa.
Lo que había pronosticado
Debad no sucedía, al contrario, todo empeoraba. La mirada de Anastasia estaba
cada vez más perdida. Yo la extrañaba mucho y me estaba volviendo loco, porque
no tenía idea de qué hacer para que regresara mi Anastasia, esa chica rusa que
me había cautivado unos años antes.
El día que la vi por
primera vez sentí que toda mi vida se había resuelto, que toda la soledad que
me envolvía en aquel momento se evaporaba para quedar flotando en el aire y
perderse en una nebulosa que se fusionaba con la nada. Todo mi ser se llenó de
alegría. Ella bailaba hermosa alrededor de un jardín de margaritas, dejando a
la vista toda la fragilidad femenina de su figura. ¡Qué extrañamiento feliz,
qué maravilloso sentimiento se había apoderado de mí! Todo se completó cuando
me acerqué a hablarle y me respondió con su mejor expresión: una delicada
sonrisa de asombro que sonrosaba sus pálidas mejillas. Ahora, aquella felicidad
ya no existía.
Un día regresaba de
trabajar y me detuve frente al taller de Debad. Él se asomó por la puerta y me
saludó, yo le devolví el saludo y me acerqué hasta él.
—Buenos días, señor
Debad, ¿puedo hacerle una pregunta?
En mi rostro se dibujaba
una expresión de cansancio, de desesperación, que él supo descifrar.
—Claro que sí, amigo,
pregunte nomás.
—¿Cómo hace para ser
feliz aquí y no extrañar?
—¿Quien le dijo a usted que
yo no extraño? —respondió con seguridad—. Todos extrañan su lugar de origen. ¿Acaso
cree que yo no? Lo que sucede conmigo es que no puedo regresar por un problema
con la justicia.
—Usted que es una persona
inteligente, que tiene, no sé por qué, aspecto de sabio, dígame qué debo hacer
para que mi esposa no se deprima.
Debad me miró asombrado, se
quedó unos minutos en silencio, como pensando una respuesta para dejarme
satisfecho.
—No sé qué decirle, yo para
no deprimirme junto estampillas. Soy filatelista desde hace mucho tiempo; tengo
una gran colección de todo el mundo, menos del Líbano, esas trato de evitarlas…
Antes de despedirnos, él
metió la mano en el bolsillo y me ofreció una estampilla de Rusia que tenía
impreso el rostro de Dostoievski. De repente, me di cuenta de que me encontraba
con una estampilla en la mano, mientras Debad ingresaba a su casa. Traté de
relacionar qué tenía que ver esto de ser filatelista con el problema de mi
esposa. ¿Me la regaló por qué él era un exiliado? Porque no existía manera de
que él supiera que Ana tenía, entre las pocas pertenencias que había traído de
Moscú, una edición de Crimen y castigo.
Cuando llegué a casa, Ana no
estaba, imaginé que se encontraba en el puerto y la fui a buscar. Empecé a caminar
despacio. Antes de llegar alcé la mirada al cielo, había comenzado a llover a
cántaros. La lluvia me mojaba y yo tenía mucho frío, pero seguí caminando hasta
ver el muelle. Ana estaba sentada mirando el agua, me acerqué silencioso hasta
ella, la abracé, le dije que la amaba y la ayudé a erguirse. Caminamos bajo la
lluvia sin decirnos una sola palabra.
Una vez en casa, nos sacamos
la ropa mojada y nos metimos en la cama sin dejar de abrazarnos. Por primera
vez pude llorar junto a ella, porque estaba sintiendo exactamente lo mismo y no
podía dejar de hacerlo. Después de llorar un buen rato le extendí la mano cerrada
para ofrecerle un obsequio. Ana abrió mi mano dedo por dedo y se encontró con
la estampilla que me había regalado Debad.
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