sábado, 2 de julio de 2016

Los preparativos

Entre los papeles que encontré en el sobre, se hallaban algunas copias de varios folios del Expediente Nº 23.463/5. La verdad que no hallé en ellas nada especial. Eran fojas que yo ya había leído, salvo por unas pocas que mencionaban —además de lo que le había dicho el Teniente Correa acerca de la muerte de su hermano al Brigadier Gómez Herrera— algunas acciones desarrolladas por la INCOC en la región del Cono Sur.
Tenía, definitivamente, que viajar a la zona en cuestión. De paso me daría una vuelta por la base de la IIª Brigada Aérea de Paraná, luego cruzaría por Corrientes hasta Curupaytí para visitar el escenario de la fatídica batalla, y finalmente llegaría a Ciudad del Este, donde podría rastrear a Bogado y pedirle algunas explicaciones sobre el material que contenía el sobre.   

Un domingo a la tarde tomé valor y me fui a verlo a Lorenzo. Me levanté, con cierta dificultad, desayuné algo a las apuradas y salí para su casa.

—¿Cómo andás? Hace mucho que no nos vemos —le dije a mi amigo cuando me abrió la puerta con cara de asombro. Hacía como un año y medio que no nos veíamos. A veces hablábamos por teléfono, generalmente, para algún cumpleaños o festejo. La última vez que me había llamado había sido para el día del amigo y yo estaba tan ocupado con lo del Juicio que no le di mucha pelota, conociéndolo a Lorenzo sabía que, seguramente, estaba ofendido.

—Bien, ¿y vos? Vení, pasá o querés que vayamos a tomar algo a un bar. Hay uno muy bueno acá a dos cuadra, ¿vamos? Porque con Clara y los chicos en casa no se puede hablar tranquilos —me dijo y yo le dije que sí, que era mejor ir a un bar.

—¡Dale! Salir a caminar un rato y tomar un poco de aire nos va a hacer bien. Así nos ponemos al día, nos distendemos y nos tomamos unos drinks

Estaba decidido a pedirle un gran favor y pensé que sería mejor si lo hacíamos en compañía de unos tragos. Caminamos un rato recordando personas y viejas historias, era lo que hacíamos cada vez que nos veíamos. Cuando llegamos, nos sentamos y pedimos una cerveza, Lorenzo me volvió a preguntar cómo estaba; seguramente ya se había imaginado que le iba a pedir algo importante.   

—¡Estoy bien! Vine a verte porque necesito un favor —le dije sin rodeos, y ahí nomás le pregunté— ¿Todavía tenés el Jeep que era de tu tío? Porque necesito un vehículo para ir hasta Ciudad del Este a seguir una pista, y creo que el tuyo es especial para realizarlo…

—¿En qué andás metido ahora que tenés que ir hasta Paraguay en mi Jeep?

—¡No, nada raro, eh! Estoy escribiendo un libro sobre el Juicio a los tripulantes de la Sojisticus, ¿te acordás que te conté que lo estaba siguiendo para una revista? Ahora pienso continuar investigando, para que se pueda esclarecer el caso de la desaparición de Gastaldi. ¿No te parece que es confuso lo que contaron los astronautas?

—¿Y qué tiene que ver Ciudad del Este en todo esto? —me interrumpió Lorenzo de pronto—, porque, que yo sepa, todo sucedió en el Paraná a la altura de Rosario y después en Entre Ríos, donde los tuvieron encerrados durante unos cuantos días para que se recuperaran. Para mí que también los adoctrinaron, para asegurarse de que dirían lo que tenían que decir. Nadie pudo haberse tragado las pavadas que contaron, ¿no te parece?

Lorenzo había heredado hacía unos años un Willys CJ-3B, una verdadera reliquia del siglo XX. Un vehículo todoterreno como ya no se hacen más. Él lo había adaptado para que funcionara con biocombustible y con cuatro baterías nucleares concentradas (esas nuevas, que son del tamaño de una pila y almacenan unos cuantos kilowatts como para mover un avión pequeño o un helicóptero), pero salvo la vez que se fue a recorrer la Patagonia, nunca lo sacaba del garaje porque era difícil andar por la ciudad con semejante máquina.
Entonces le conté todo: el itinerario de mi viaje; mi intención de pasar por la base de Paraná para ver dónde estuvieron alojados Herrera y Correa después del rescate; la intrigante historia de Ricardo Bogado (que iría a rastrearlo en la redacción del Diario Las nuevas vanguardias), el gigante y el sobre; las fotos de los insólitos detalles de la obra de Cándido López; las fojas del Expediente Nº 23.463/5 que mencionaban algunas operaciones secretas de la INCOC; las palabras de Herrera sobre el hermano del Teniente Correa: “Héctor perdió la vida en una extraña misión que se desarrolló en la Triple Frontera…”. Hasta le recité, a continuación y de memoria, el verso de la Ilíada que decía: “…ojeó las hileras y vio en seguida al Atrida, que despojaba de la armadura a Euforbo, y a éste tendido en el suelo y vertiendo sangre por la herida…” y que yo había recordado cuando vi las fotografías y reconocí en la primera de ellas al Crisóstomo que despojaba de sus armas a un soldado argentino, que vertía su sangre caído en el suelo. Y, además, que el epitafio en la tumba del hermano de Correa rezaba: “Frente a la agresión enemiga, el soldado Héctor Correa defendió los estandartes de la democracia y la libertad”. Por último, hablé sin parar de lo que era un Aleph; de Mansilla, su Excursión a los indios ranqueles y de la batalla de Curupaytí; del manco Paz y de otros mancos de la oscura  historia-política de la Argentina.  
Lorenzo me miraba atónito. “Estás obsesionado con todo esto”, me dijo después y luego agregó, abriendo grande los ojos y haciendo una mueca rara con la boca: “¿Estás yendo al psicólogo, o ya lo dejaste?”. Nos reímos un rato. Cuando quiere es muy divertido Lorenzo.

—¿Te acordás del manco piadoso que rezaba en la campaña? Era el Luke Skywalker bonaerense —agregó después irónicamente—. Hay muchos que cambiaron de mano con el paso del tiempo y otros, como éste, perdieron la mano de verdad. Eso sí, a ninguno le sucedió por meterla en la lata…

—Yo pensé lo mismo, ¡mirá si nos conoceremos, eh! —le dije alegre y volví a preguntarle por el Jeep—. ¿Entonces, me vas a prestar a Willy’s? —así llamaba, cariñosamente, Lorenzo, a su vehículo. Sabía que no sería fácil que me lo prestara. Su cara, mientras le preguntaba, me lo decía. Cuando mencionaba a  Willy’s, abandonaba el humor y se ponía serio.

—Dejame que lo piense unos días, dale. Sabés lo que significa Willy’s para mí.  

Entonces comprendí, le dije que lo entendía y que esperaría su respuesta sin ponerme ansioso. Él me lo agradeció con júbilo.  
Para distendernos y cambiar de tema —por otro que también me interesaba—, aproveché para hablarle de Samanta. Le conté que la había visto hacía unos días en el Museo y que estaba muy linda. Le hablé sobre el culito contoneándose por los pasillos, y que cuando me despidió en la sala y se marchó, no pude dejar de mirárselo; era fantástico, redondito como una manzana.

—¡Che, no me acordaba de que tu primita estuviera tan fuerte!

—Lo que pasa, ¿viste?, es que desde que se separó del marido hace un año, se puso más linda que nunca, empezó a salir de nuevo con las amigas, se operó las tetas y se tuneó un poco. ¿Y por qué no le preguntaste a ella por las fotos de la pintura?, mirá que ella es una experta en esas cosas de arte argentino —me dijo Lorenzo y yo no pude evitar sentirme un poco boludo.

 —Sí, lo sé, pero me avivé después, cuando recordé cómo la había conocido, y no me animé a llamarla de nuevo para molestarla —le contesté con cierta vergüenza.


—Si querés un día de estos hacemos un asado en casa y la invito a Samanta. Cenamos de a cuatro, como en los viejos tiempos.

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