sábado, 9 de julio de 2016

Paraná

Partí con rumbo noreste un viernes por la mañana. El Servicio Meteorológico Nacional anunciaba lluvias ácidas para el mediodía; entonces puse mi piloto en el asiento de Willy’s para tenerlo a mano en caso de que fuera necesario.
Después de que el satélite de observación de la Tierra SAC-D Aquarius dejara de funcionar por desperfectos técnicos fue colisionado brutalmente por un asteroide, la Argentina (ahora con colaboración de la INCOC) puso en órbita el SAC-D Aquarius II.
Una de las misiones secundarias de la Sojisticus AR-1 era cambiar un equipo de rastreo y actualizar unas funciones digitales del sistema de observación del satélite argentino. Esta información está registrada en el Expediente Nº 23.463/5 en fojas 3.445/3.500, donde se describen, con lujo de detalles, todas las tareas que la nave tenía que cumplir; pero en todo el Juicio no se hizo referencia ni una sola vez a esta misión o a otras. El Teniente Correa sólo habló, largo y tendido, de la misión principal que deberían haber cumplido: “El fin de la misión era que los primeros colonos (de Marte) pudieran autoabastecerse, durante largos períodos de tiempo, de alimentos, oxígeno y recursos energéticos”.   
A pesar de que nunca se llegó a concretar la reparación, el Aquarius II sigue siendo bastante preciso en el pronóstico del clima.
La lluvia me encontró en medio de Zarate-Brazo Largo. Por suerte la nueva capota de Willy’s era de acrílico reforzado y aguantaba perfectamente una lluvia ácida, y también las que vienen con granizo, que son las más peligrosas —en ocasiones, cuando las partículas de hielo ácido son lo suficientemente grandes, pueden llegar a perforar chapas de acero galvanizado, delgadas construcciones de hormigón armado y hasta vidrios blindados.
El puente parecía chico, con tanta lluvia no podía ver a más de tres metros de distancia; pero lo extraño era que, por tramos muy cortos en los que desconectaba el limpiaparabrisas, el cielo se abría y se filtraban intensos rayos de sol. En uno de esos tramos, miré hacia mi costado derecho y vi el río: sobre el agua se formaba el arco iris más espectacular que yo haya visto jamás. Por lo general, los arco iris son débiles, y no se distinguen bien todos los colores que lo componen; pero en aquella oportunidad cada color era único y se podía ver con tanta nitidez, que parecía una alucinación.

En Paraná logré algunas entrevistas con oficiales de la Brigada, pero me costó el ingreso a las instalaciones de la Base. Luego de cinco largos días de espera, conseguí un permiso, pude entrar y recorrerla, quería ver los cuartos donde estuvieron alojados (e incomunicados) los astronautas de la Sojisticus, una vez que fueron rescatados en el río.
El primero que vi era un pequeño cuarto en el que estuvo alojado el Teniente Correa. Era oscuro —y eso que todavía no era de noche—, había un catre de campaña que hacía las veces de cama; una precaria mesa de luz donde reposaban un montón de revistas viejas, entre las que reconocí algunas de aviones, de farándula (y como en una celda de la prisión, o en una gomería, dos revistas pornográficas que hacían juego con el póster que colgaba de una de las paredes, en el que se podía ver a una señorita, con unos enormes pechos, comiendo una banana en pose sexy); lo demás no decía nada, casi no había otro mobiliario que no sea el que ya mencioné y una silla destartalada de madera con respaldo de cuerina o ecocuer.
Detrás de mí entró el guardia que me hacía el tour por la Base y corrió, lentamente, las cortinas, para que entrara un poco de luz, pero fue en vano. El encierro de la habitación y el cielo nublado de aquella tarde impidieron el ingreso de algún tipo de luminosidad. Entonces recordé las palabras de Correa: “El enfermero corrió las cortinas, para que entrara un poco de luz. Necesitaba, como algunos lagartos, calentar mi piel por unos minutos. No he vuelto a mi vida anterior y no creo volver a ella”. Me pregunté si lo habrían torturado en este recinto y llegué a la conclusión de que no, de que era poco probable.             

—¿Usted lo vio al Teniente Feliciano Correa cuando estuvo acá? —lo indagué al guardia que me acompañaba—. ¿Estaba herido, o llegó en buen estado de salud?, ¿usted también descorrió las cortinas cuando él se encontraba en esta habitación?

—Señor, no estoy autorizado a darle esa información. Sólo puedo conducirlo por las instalaciones y despejar sus dudas sobre ellas. Cualquier otra cosa que usted desee saber sobre las actividades que se desarrollan acá, deberá solicitársela a mis superiores —me respondió como buen soldado. Entonces no volví a hablarle más, hasta que llegamos a la habitación del Brigadier Gómez Herrera: “¿Es ésta?”, le pregunté y él me dijo: “Sí, señor”. Y luego, al despedirnos en la puerta del cuartel, le agradecí especialmente el paseo y él asintió con la cabeza, sin decirme una sola palabra.

Cuando me alejaba (ya del otro lado de la reja), me pareció ver, adentro de un hangar a medio abrir, que asomaba la punta del PIPER PA-31, en el cual fueron trasladados Gómez Herrera y Correa hasta la Base el día del rescate; pero cuando intenté focalizarlo a la distancia, noté con sorpresa que el portón del hangar estaba completamente cerrado. “¡Qué extraño!”, pensé sin darle mayor importancia al asunto. Entonces, puse en marcha el Jeep y me marché rumbo a Curupaytí.
En el camino reflexioné sobre lo que había logrado hasta entonces. Y comprobé amargamente —aunque ya lo sospechaba— que no había conseguido nada. Pensé en dar la vuelta y volver a mi casa, pero la noche ya estaba cayendo y tenía que encontrar un lugar donde pernoctar. No tenía en mente hacerle un homenaje al Coronel Mansilla y dormir a la intemperie, observando parte del cielo estrellado y cóncavo, como había dicho Correa o Herrera, ya ni siquiera podía distinguirlos, en el Juicio.
Mientras estaba embebido en estas elucubraciones y el sol caía sórdido en el horizonte, alcé la vista y, de pura casualidad, vi en la ruta un cartel que decía: “Camping Cruces de palo a tres kilómetros”. Tomé ese camino. Por suerte, en el camping tenían unas cabañas para pasar la noche y no tuve que hacerlo en una carpa.
Aquella noche me sobrevino un sueño rarísimo. Soñé con Ricardo Bogado. En realidad, creo que en el sueño él estaba muerto y con el que me encontraba, allí mismo en la pequeña cabaña, era con su espectro, que se asemejaba a un holograma. El fantasma se asomaba sigiloso —como un gato en la oscuridad—, y me revelaba algo increíble:

“Che, tengo que confesarte que yo vengo del futuro. Viajaré, en un futuro no muy lejano, al espacio en la Sojisticus AR-2 junto con las otras dos naves de la INCOC que volverán a Gándara, como escribió —según dicen— el Doctor Gastaldi en Las crónicas de Gándara. La nave argentina y su tripulación, nuevamente estarán al mando del Brigadier Gómez Herrera; pero —porque esta segunda vez se asegurarán de que nada pueda salir mal— a cargo de la misión militar se encontrará el General Supremo del Comando Espacial Sur de la INCOC, General Edmond Carter, y la parte científica será comandada por el Dr. Brandon Smith, el científico norteamericano que remplazó al Dr. Carlos Gastaldi en la VSVE. Si querés saber más, deberás buscarme en Ciudad del Este, tengo más información para darte….

—El muerto que parla, debería jugarle al 48 a la cabeza— me interrumpió Felipe Fierro, el encargado del camping, por la mañana, mientras desayunábamos y yo le contaba el sueño. No sé qué me pasó, pero tuve la necesidad de contárselo a alguien.

 —¿Usted cree que debería hacerlo? No lo sé, nunca he jugado a nada —le contesté y continué contando mi sueño—. Luego el fantasma se marchó por la ventana y las cortinas roídas que cuelgan de ella se batieron con fuerza, como las alas de un gran pájaro que intenta, esforzándose, remontar su vuelo. Yo me quedaba un segundo paralizado, y luego salía afuera, a la noche inmensa de este páramo, e intentaba sin resultados alcanzar al holograma fantasmal de Ricardo Bogado, que corría a toda velocidad, atravesando las cosas en la espesura de la selva. Pasaba por entre los árboles, las plantas, las piedras, la bruma y se perdía a lo lejos, que era cerca, porque no se veía nada, sólo lo que la luz de la luna llena me dejaba ver…

—Hermano, qué cosas ha soñado. ¿Acaso está usted engualichado por Mandinga? Debería ir a ver a doña Javorái, tal vez ande por acá hoy a la tarde; los días de lluvia suele salir en busca de alimañas que le trae el agua del río. Ahora no hay tantas como antes, se ven pocos bichos, escasean junto con el monte, al que lo han pelado casi todito.

—Pero si no llueve, ¿me está… —no terminé la frase y ya se había largado a diluviar—…cargando? Cómo puede ser, si recién había un sol esplendido —le dije extrañadísimo.

—Las va juntando en frascos y cacharros, no sé cómo no les teme, sobre todo a las bichas. Cuando completa su búsqueda, pasa toda empapada y tiritando a tomar una copita pa’ calentarse las tripas.

—¡La puta, yo que pensaba irme esta misma tarde! Con la tormenta no me voy a poder mover de acá hasta mañana, ¿no?

—Y no. En realidad, no sé. Los caminos quedan todos anegados después de un aguacero como este. Sabe, son muy comunes por esta zona. Capaz que llueve toda la mañana y a la tarde sale un solazo que raja la tierra. Pero eso nunca se sabe.

—¿Quiere que termine de contarle el sueño? —le pregunté entonces. Ya que debería pasar todo el día en aquel paraje perdido, me iba a entretener charlando con un paisano, como los de antes.   

—¿No había terminado ya? —me preguntó Felipe.

Era un hombre tranquilo, de unos cincuenta y pico de años; bajito pero fornido, tenía la espalda ancha y los brazos gruesos; lucía una calva brillante, la barba tupida y los ojos rasgados. Estábamos en una especie de quincho sin paredes, en el centro había una construcción endeble que hacía las veces de su hogar y proveeduría del camping. Del dintel de la puerta de madera vencida colgaba un cartel de chapa que tenía el nombre del camping pintado con letras redondas y rojas: “Cruces de palo”.   
De pronto, levanté los ojos para recibir un mate que me ofrecía el paisano Felipe y vi afuera una gruesa pared de agua que chocaba con fuerza contra el suelo; un suelo impenetrable de tierra colorada, tan impermeabilizado estaba que el agua no lo penetraba, sino que salía disparada a toda velocidad, como una avalancha, por una leve pendiente cuesta abajo hacia el río, que a esa altura, creo, estaría muy torrentoso.

—En aquel momento yo miraba el cielo, plenamente estrellado, una nave gigantesca en forma de plato volador lo surcaba de norte a sur y luego desaparecía. El silencio era aterrador en la noche, ni los grillos cantaban, y las copas de los árboles estaban inmóviles, como petrificadas por la desolación y el mutismo. De pronto llegaba volando un mamboretá, se posaba en mi hombro y movía la cabeza triangular hacia los lados, luego me señalaba el norte con sus manitas. Yo asentía con la cabeza, como si estuviera entendiendo lo que el simpático bichito me quería decir…

Estaba contando esto cuando vi pasar unas sombras detrás de la pared transparente de agua que seguía cayendo del cielo. “Ahí viene”, me dijo Felipe, yo me encogí de hombros y continué mirando, para ver de quién se trataba. Entonces apareció la vieja Javorái, escoltada por una chorrera de perros de todos los tamaños, colores y pelajes. Caminaba encorvada y de tan doblada que iba se le formaba una joroba ovoide en la espalda. La vieja se fue acercando y, antes de llegar al quincho, Felipe le gritó: “Venga, pase doña Javo; pero, eso sí, a los perros me los deja afuera, bien lejos, si no me llenan todo el establecimiento de pulgas y garrapatas”.

   —Buenos días —dijo la vieja con una voz aflautada y maligna; cuando abrió la boca para saludar, le pude ver el hueco oscuro, las encías flojas y arrugadas y, en el centro, tres o cuatro dientes afilados y bien pulidos. “Buenas”, le respondimos a coro. Felipe le sirvió al instante un vaso cargado de caña. Javorái, que estaba toda empapada y temblaba de frío, se lo bebió de un solo sorbo y luego le extendió el bracito raquítico para que le sirviera otro.

 —Aquí el amigo anda buscando algunas respuestas. Yo creo que usted lo puede ayudar —le soltó Felipe a la vieja desdentada y raquítica que por fin había dejado de temblar y se sacudía el agua como si fuera uno más de sus perros.

—No sé en qué lo puedo ayudar a este forastero —le dijo a Felipe sin mirarme siquiera y agregaron unas cuantas palabras en guaraní para que yo no entendiera lo que se decían.

Entonces me acerqué sigiloso, arrimé mi silla junto a la suya, abrí mi bolso, extraje las fotos de la obra, Después de la batalla de Curupaytí, de Cándido López que me había enviado Bogado en el sobre y se las arrojé sobre la mesa a unos centímetros de donde se encontraba ella.                      

—Mamboretá… —dijo, y se quedó pensativa. Al rato, agregó—. El cacique de una tribu guaraní, que vivía por esta zona, descubrió un día a un extraño merodeando en su tierra y le preguntó: “¿Quién sos? ¿Dónde están los tuyos?” El extranjero le respondió: “Los he abandonado porque se han dejado esclavizar por los blancos que llegaron en grandes naves desde otro mundo”. A partir de ese momento lo comenzaron a llamar Mamboretá. Dicen que el jefe lo invitó, solícito, a quedarse y que vivió un tiempo con ellos, alegrándolos en las festividades con sus danzas estrafalarias. Con el tiempo el forastero abandonó la tribu y no se supo nunca más de él.  Una noche de luna llena en que el silencio era aterrador, porque ni siquiera los grillos o las ranas cantaban, y las copas de los árboles estaban inmóviles, como petrificadas por la desolación y el mutismo, llegó volando un extraño insecto y se posó inquieto en el hombro del cacique. Movía su cabeza triangular hacia los lados, señalando el norte con sus manitas. Por los movimientos raros que hacía, al jefe de la tribu le pareció reconocerlo. Entonces le preguntó con alegría: “¿Che, sos vos, Mamboretá?” Y el hermoso insecto le respondió elevando sus bracitos al cielo y bailando al ritmo de una música imaginaria…

 —No puede ser, es casi igual a mi sueño —la interrumpí a la vieja y dirigiéndome a Felipe con voz severa agregué—. Vos le contaste en guaraní a esta señora lo que soñé anoche, era eso lo que cuchichiaban hace un rato, ¿no?

—¿Pero, che, cómo va a pensar así de mí? Usted se equivoca, amigo porteño —me gritó muy enojado—. Se ve que no me conoce, yo siempre voy de frente.

La vieja suspiró resignada, mientras negaba con la cabeza en un gesto de decepción. La lluvia se iba calmando, de no ser por algunas gotitas que se escurrían del techo y de las ramas de algunos árboles, no quedaban rastros de ella. Ya había vuelto a salir el sol y empezaba a calentar las altas copas de la floresta y los suelos colorados e impermeables de la selva frondosa.

—Está bien Felipe, no se altere. El porteño todavía no está preparado para saber más. Se ha equivocado Ricardo al enviarlo hasta aquí —dijo con voz de resignación y un poco compungida doña Javorái. Yo me quedé inmóvil, no podía creer lo que escuchaba, ¿cómo era que conocían a Ricardo Bogado?—. M’hijito —continuó ofuscada—, yo sólo le estoy contando la leyenda del Mamboretá, no sé nada sobre su sueño, aunque lo intuyo, puedo imaginarlo.

—Perdónenme, no quise ofenderlos. Por favor, señora, continúe su relato, quiero saber más sobre este asunto y estoy preparado para hacerlo —le dije un poco avergonzado por mi actitud.

—Está bien. Entonces le decía que el bichito bailaba al ritmo de una música imaginaria. Algunos le agregamos a la historia un condimento especial (o mejor dicho espacial), dicen que este extranjero, que mis ancestros apodaron Mamboretá, vino de otro mundo, de un mundo lejano, tan lejano como el infinito. Era un viajero intergaláctico que llegó, atravesando el espacio y el tiempo en una nave circular…

—La misma que usted vio en su sueño —interrumpió Felipe Fierro, dirigiéndose a mí.

—… para advertirnos sobre el futuro de la Tierra y el Universo todo. Se lo ha podido ver por aquí en varios momentos de la Historia, uno de esos momentos fue la guerra contra el Paraguay, suponemos que el manco debió haberlo visto en el campo de batalla y por eso lo retrató en este cuadro que usted me muestra.

—¿Por qué Cándido López lo pintó representando soldados de los dos bandos? ¿Entonces Mamboretá es Crisóstomo? ¿Cómo sabía Bogado que yo pasaría la noche en este páramo olvidado? ¿Y ahora, cómo sigue todo esto?

—Son muchas preguntas. Yo no sé cómo sigue su camino, es esta toda la información que le puedo dar. Lo demás lo sabrá cuando encuentre a Ricardo Bogado. En cuanto al cuadro, la cara aparece en los dos bandos para indicarnos que ambos son lo mismo, ¿acaso no eran hermanos los que se enfrentaron en aquella batalla nefasta? Un placer conocerlo, le deseo mucha suerte para su futuro —agregó por último la vieja Javorái.

Luego se levantó de la silla, recogió los cacharros que había dejado en el suelo arenoso, silbó con fuerza para reunir a su ejército de perros y se marchó por un caminito que se abría, apenas, en la oscura espesura vegetal de la selva. Uno de los perros que había quedado rezagado se detuvo, con la cabeza erguida, a observarme; luego movió la cola tres o cuatro veces y me dirigió un ladrido amistoso antes de voltearse y volver trotando con el resto del grupo.

Por la tarde noche, me despedí de Felipe Fierro con un apretón de manos y un “Hasta luego”, que Felipe acompañó con una frase que me sacó una sonrisa: “Que la fuerza lo acompañe, chamigo”.

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