sábado, 16 de julio de 2016

Curupaytí

Dos días después llegué a Curupaytí, en el departamento de Ñeembucú. Crucé un puente nuevo que se construyó hace unos años sobre el Río Paraná Medio para unir Itá Ibaté en la Provincia de Corrientes con Panchito López en el Departamento de Misiones, en Paraguay. Es un puente muy moderno, está construido con un material muy resistente, parece acrílico, pero no lo es, es una especie de cristal grueso y macizo.
En Itá Ibaté, antes de cruzar el puente me detuve a tomar una cerveza fría (fueron más de una) y, como se hizo tarde y el calor era demasiado agotador, decidí quedarme a pasar la noche allí.
En el bar Guaripola se hablaba de que algunos lugareños que se encontraban pescando un día antes de mi arribo aseguraban haber visto a una criatura monstruosa devorarse a un yacaré entero en las orillas del río. La noticia al igual que otras que ya he mencionado sobre estos relatos de personas que habitan en las cercanías del Paraná  no hizo ruido, ya que se ignoró no sólo en los Medios nacionales, sino también en los locales, ninguno publicó siquiera una referencia al hecho.
La ciudad, a pesar del desarrollo urbano, todavía conserva un toque salvaje. Conviven a orillas del Paraná altos rascacielos y pequeños pantanos. Al igual que las palomas y las cucarachas en Buenos Aires, los lagartos se pueden ver en grandes cantidades en las aguas pantanosas; amontonados en los esteros cercanos a los centros comerciales, devoran los residuos que, a caudales, produce la urbe todos los días. El que había sido visto cuando se lo deglutía una criatura extrañísima, según los testimonios, pesaba unos doscientos kilos; tenía pintitas amarillas y rayas rojas en el lomo; unos colmillos del tamaño del asa de una sartén de gran tamaño. Algunos aseguraban haberlo visto cerca de la isla Ovechá, otros decían en los suburbios de la ciudad, en un barrio que se conoce con el nombre de La Tyvy.
Salí del bar cuando ya era de noche. El barman me recomendó hospedarme en la lancha-hotel Irupé que estaba amarrada en un muelle a pocas cuadras de Guaripola. Me dijo que en la recepción preguntara por Tino y que no olvidara mencionar que iba de parte de Charly del bar. “Si le dice que va de parte mía le harán un buen precio, hágame caso, no se arrepentirá”. Así lo hice, caminé por la costanera unas tres o cuatro cuadras hasta llegar al muelle 33-A y pasé la noche en la lancha-hotel. No quería conducir dado mi estado, entonces dejé a Willy’s en un estacionamiento que había al lado del bar y caminé.
El cielo estaba calmo y, cerca del agua, corría una leve brisa que, después del calor insoportable de la tarde, me acariciaba el rostro con cariño. El vientito me ayudó a despejarme un poco. Estaba confundido, las palabras de la vieja Javorái resonaban aún en mi cabeza: “Una noche de luna llena en que el silencio era aterrador, porque ni siquiera los grillos o las ranas cantaban, y las copas de los árboles estaban inmóviles, como petrificadas por la desolación y el mutismo”.    
De lejos, sólo de lejos, el Irupé todavía guarda un toque de sus épocas de gloria. Es gigantesco, más que una lancha parece ser un crucero. Charly me contó que supo tener un casino y una piscina que cuando recorrí la cubierta, por la mañana, lo pude comprobar con mis propios ojos ahora se convirtió en depósito de un moho extrañamente verde que se ha formado en las paredes. Es como una especie de alga que se adhiere con facilidad a los muros descascarados, y una vez que ya no tiene espacio en éstos, flota en el agua que se va enturbiando de a poco hasta obtener un aspecto de quietud absoluta.
Caminé con paso lento por el erial costero unas tres o cuatro cuadras hasta llegar al muelle 33-A, donde descansaba el Irupé y, “¡…bajo la noche que abría sobre mí su gran corimbo de estrellas!”, observé el agua calma, buscando encontrar a uno de esos endriagos que describían los moradores de aquella región; pero llegué al muelle sin obtener ningún avistaje, sólo se veía, cada tanto, una botella o alguna bolsa de plástico flotando a la deriva; en ocasiones, formando pequeñas islas de desperdicios a las que se les creaba una especie de espuma o baba blanca y espesa alrededor.
Una noche de luna llena en que el silencio era aterrador, porque ni siquiera los grillos o las ranas cantaban, y las copas de los árboles estaban inmóviles, como petrificadas por la desolación y el mutismo”, seguía sonando la voz de la vieja en mi cabeza. La recordé empinándose, con fruición y esmero, el cáliz de caña. Absorbía, con ayuda de sus encías succionadoras, hasta la última gota de aguardiente antes de estirarle el brazo escuálido a Felipe para que le cargara nuevamente el vaso.
Hablé con Tino y tal como me había dicho Charly me hicieron un descuento especial y recibí una atención de lujo.
—Hola, ¿usted es Tino? —le dije al hombre que estaba sentado en la recepción del barco-hotel.
—Sí, soy yo. ¿Qué desea?
—Vengo de parte de Charly del Guaripola, me dijo que hablara con usted para conseguir una habitación a buen precio. ¿Tienen habitaciones disponibles? —le dije y mis palabras surtieron el efecto que buscaba.
—¿Así que viene de parte de Charly? ¡Claro, tenemos lugar de sobra!, venga pase. Siempre tenemos habitaciones disponibles para las personas que recomienda un amigo como Charly —me dijo invitándome a tomar asiento en unos silloncitos comodísimos que había en el lobby.    
  —¡Muchas gracias! —le dije amablemente—. Es sólo por una noche. Si quiero desayunar aquí mañana, ¿puede ser en cubierta?, vi que tenían mesitas con sombrillas y me pareció buena idea desayunar allí; debe haber una bella vista del río y sus islas.
   —Claro, señor, como usted lo desee. El desayuno se sirve hasta las doce del mediodía, pasada esa hora cobramos un recargo, pero le servimos un almuerzo. ¿Quiere que lo despierte a alguna hora en particular?
—Estaría bien a las diez, ¿puede ser?
—Seguro, delo por hecho —me dijo—. Venga por aquí que le muestro su habitación. ¿Desea una con vista al Paraná? —y me invitó a seguirlo. Cruzamos el vestíbulo, una gran sala comedor y después otro salón amplio que, supuse, habría sido el antiguo casino; ahora tiene unas consolas de realidad virtual y unas computadoras; finalmente subimos dos pisos por escalera y llegamos a un gran pasillo, abrió la segunda puerta a la izquierda y entramos. Tino me dejó el control remoto de la televisión y un juego de toallas limpias.
—Muchas gracias, Tino, por el buen trato —le dije amistosamente, con confianza, y le puse la propina en la mano.
—De nada, señor. Que duerma usted bien. Entonces mañana lo despertaré a eso de las diez para desayunar en cubierta —dijo por último, antes de cerrar la puerta y perderse de vista. Me pegué a la puerta para escuchar sus pasos por el pasillo, luego cerré con llave (dos vueltas) y me descalcé, necesitaba hacerlo con urgencia. Me di una ducha con agua fría y cuando salí del baño, me tomé una gaseosa Mocoretá de lima-limón que encontré en el frigobar.   
 Finalmente, me recosté en la cama y prendí el pequeño televisor que había en mi camarote por cierto, muy amplio y bien decorado. Los Medios ya habían dejado de hablar sobre el tema de mi investigación. “La opinión pública olvidará la cuestión por completo en unos dos o tres días”, pensé y me apené.
Me desperté sobresaltado a las dos y media de la mañana (el televisor seguía encendido, estaban pasando la remake del año 1978 de un clásico de ciencia-ficción), porque escuché unos ruidos extraños en la cubierta, me acerqué a la ventana en forma de escotilla que había en el otro extremo de la cama, descorrí cuidadosamente las cortinas y observé qué sucedía afuera. Pude ver a Tino arrojando al río una bolsa grande de plástico que primero arrastró, con dificultad parecía muy pesada—, por el suelo. “¿Será un cuerpo?”, me pregunté por unos minutos. Pero no le di mayor importancia al asunto y me volví a la cama.   
Miré un rato la película. Era viejísima y se llamaba: Invasion of the Body Snatchers. Al rato, me quedé dormido, creo que justo antes del final. En la parte en que el protagonista —después de que el cuerpo de su mujer se le desintegrara en los brazos— logra escapar de los extraterrestres invasores y corre desesperado por una ruta.
En ese momento entre la vigilia y el sueño (y con los gritos de  Donald Sutherland de fondo), una milésima de segundo antes de dormirme, volví a escuchar las palabras que me había dicho la vieja Javorái: Una noche de luna llena en que el silencio era aterrador, porque ni siquiera los grillos o las ranas cantaban, y las copas de los árboles estaban inmóviles, como petrificadas por la desolación y el mutismo”.
Luego no recuerdo nada, esta vez, por suerte, no soñé con nada extraño; pero me hubiera gustado dormir un poco mejor. Me desperté cuando Tino golpeó la puerta, exactamente a las diez de la mañana.
—Señor, ya son las diez y su desayuno está listo —me dijo con una voz enérgica desde el pasillo.
—Gracias, Tino —le respondí con una voz de ultratumba. Luego me lavé la cara y los dientes y observé en el espejo que tenía ojeras, unas grandes manchas grises se me habían formado debajo de los párpados. Tenía que lograr dormir una noche completa si no me convertiría en un zombi.  
El desayuno no estuvo mal (quería partir antes del mediodía y comer bien por la mañana me ayudaría a no detenerme para almorzar) y la vista desde aquella altura era muy buena; se podían ver, con claridad, algunas islas del río Paraná, como Ovechá, Melilla y Santa Isabel. El sol, todavía débil, caía sobre el agua y le daba un color dorado que yo jamás había visto en otro lugar.
A pesar de la basura que había visto flotando por la noche, el agua no despedía olor alguno. Es más, me acerqué a la baranda y observé con atención hacia abajo, no había rastros de basura en el río, parecía estar completamente limpio. “Los yacarés se deben encargar de comerse todos los desperdicios por la noche. Por eso Tino debió arrojar aquella bolsa de plástico a la madrugada. ¡Una buena forma de reciclar tienen acá!”, pensé y me reí un rato como un tonto.    
Cuando terminé de desayunar, di una vuelta por la cubierta y —como ya he dicho— me acerqué a la piscina que me describió Charly. Efectivamente, la pileta era el depósito de un moho extrañamente verde que se le había formado en las paredes. Como una especie de alga que se adhería con facilidad a los muros descascarados, algunos pedacitos flotaban en el agua que se había enturbiado y tenía un aspecto de quietud absoluta.
Por algún motivo, relacioné aquel moho con el que se había formado en la Sojisticus y el que, según Herrera, había en las ruinas circulares de Gándara: “En las grietas de las rocas se formaba un moho rojo, una especie de raíz que se adhería al ras de la piedra”, y me consterné en demasía. “¿No será este moho, también, como el de los Body Snatchers que vi en la tele?”, pensé, finalmente, para agregarle un poco de humor a mis elucubraciones. Después fui hasta la habitación a buscar mis cosas y bajé al lobby del hotel, para abonar y despedirme de Tino.
 —Señor, antes de que me olvide nuevamente, dejaron este paquete para usted hoy a primera hora de la mañana —me dijo Tino y yo me sorprendí, porque nadie sabía que me encontraba en este hotel.
—¿De parte de quién es? —le pregunté.
—De otro amigo que tenemos en común, del señor Ricardo Bogado —me respondió para sorpresa mía, ¿cómo podía ser que todo el mundo conociera a Bogado? Me extendió un paquete que sacó de abajo del mostrador. Era una caja cuadrada, no muy grande, envuelta en papel floreado de regalo y un moño rojo.
—Gracias, Tino —le dije y me despedí de él con un apretón de manos y una sonrisa. Salí del barco y tomé el camino que había hecho por la noche. Pude ver a algunos yacarés revolcándose o tomando sol en los arenales de la orilla.
Recién cuando subí al Jeep, abrí el misterioso paquete. Era una de esas nuevas pistolas de rayos gamma. Venía acompañada por un permiso de portación internacional falso y una nota que decía:

“Querido amigo: deseo que no te alteres por el obsequio y que no tengas que utilizarlo, pero creí que era necesario, por tu seguridad, que la portaras. Un abrazo y te espero en Ciudad del Este. PD: Destruí esta carta una vez que la hayas leído. Atentamente, Ricardo Bogado”.

Antes del anochecer llegué, por fin, a Ñeembucú donde se encuentra el viejo campo de batalla, de aquella batalla fatídica e innecesaria como todas las que se libraron en esa guerra absurda.
Me desvié unos tres kilómetros del río Paraguay hacía el este. Es una zona donde los caminos son bastante anegados, pero con ayuda de Willy’s y de algunos lugareños —muy amables por cierto— que me hicieron de guía, pude llegar al lugar del camposanto.
De pronto me concentré en el agua que corría por todos lados, era una zona muy húmeda. Por momentos, en medio de la densidad arbórea, se hacía un claro en aquel monte y se divisaban, a una distancia irracional entre uno y otro, pequeños charcos o esteros. Allí, el agua brota de la tierra, la humedad proviene de canales subterráneos que nacen en los ríos profundos y surcan aquellos suelos, acorralándolos.
Crucé el puente internacional con cierto temor porque llevaba conmigo un arma con un permiso falso; era falso porque yo nunca lo tramité en ninguna oficina, de eso se había encargado Ricardo Bogado, un hombre que yo casi no conocía, pero que, sin embargo, me había arrastrado hasta allí. En realidad no era sólo Bogado, sino la historia, la aventura que me propuso él y hasta ahora unos cuantos compinches que lo seguían.
El olor líquido del agua se respiraba en el aire. Entraba en las fosas nasales y te atravesaba el cerebro. Todo el tiempo se respiraba agua, pensé que debería tener branquias para poder respirar con facilidad en esos lugares. Cuando me cruzaba con alguna persona de la zona observaba su cuello, en ocasiones, también me detenía en los dedos de los pies o de las manos buscando membranas entre ellos.
En medio del río me topé con un control de frontera, en la garita había unos seis prefectos de los dos países limítrofes (tres y tres)  y como “apoyo” —así decía un cartel que colgaba en la ventanilla donde se presentaban los papeles— contaban con unos diez marines de la INCOC, armados hasta los dientes. Al lado de aquel cartel había una foto del gigante que me había entregado el sobre cerca del pasaje La Nave. Escrito con grandes letras rojas en la foto se podía leer (en guaraní, en español y en inglés): “Tulio Corundo Ojeda. Terrorista Internacional. Se busca. Hay recompensa…”.
Cuando vi la foto y descifré la leyenda, me comenzaron a sudar las manos y me puse pálido como un papel, temía que me descubrieran, o lo que era peor, que encontraran el arma. Cuando me llegó el turno de mostrar los documentos, acompañé con mi pasaporte el carnet de prensa y, por suerte, me dejaron pasar, sin siquiera tener que mostrarles lo que llevaba en mi bolso. Los soldados tomaban mate en una casilla endeble y charlaban de mujeres, algunos estaban atrincherados por ahí, dispersos en las dos orillas y en los alrededores del puente.
El tiempo aguachento y caluroso de aquel lugar me generaba una modorra particular, todo parecía en cámara lenta. Las temperaturas superaban los límites de lo real, todo se tornaba confuso. La selva era espesa como un buen pulóver de lana. Por momentos, las huellas del camino que estaba siguiendo se chocaban con un impenetrable muro verde de árboles y lianas; entonces me detenía, daba marcha atrás e imaginaba otro surco que, a través de los claros, me condujera a destino.
Algunos monos pequeños se arrojaban desde los frondosos árboles al parabrisas del Jeep y me hacían pegar unos sustos tremendos. Cada vez que uno se aferraba al cristal, yo intentaba echarlos haciendo gestos con las manos y gritándoles injurias, pero viendo que los macacos no se movían, terminaba encendiendo el limpiaparabrisas para que salieran espantados.
Escuché el viento que traía, como en sueños, voces lejanas en el tiempo. Dialectos que, según mi opinión, ni siquiera la gente de aquel lugar había escuchado jamás. Era el clamor de la tierra, una súplica acallada tras años de pesadumbre y cansancio. Luego comenzaron los lamentos de la guerra y el olor a agua se convirtió en olor a sangre, a muerte.
Observé las fotografías de La batalla de Curupaytí: algunas cosas habían cambiado en el paisaje, no era exactamente igual al cuadro. Quizás, a la distancia, el manco no retuvo exactamente cómo era este sitio donde yo me encontraba ahora, respirando, sintiendo en lo más profundo de mi ser, a la Muerte que acechaba sin tregua.
A lo mejor, el tiempo y la selva se han tragado los recuerdos concretos de las masacres que se cometieron en aquella tierra; ya no se pueden ver las famosas trincheras, porque han quedado sepultadas bajo miles y miles de hojas secas, raíces, barro tal vez. Al día siguiente, un campesino (El hombre que conoció a la bestia) me mostró el lugar donde habían estado. También, corriendo unos yuyos de tres o cuatro metros de alto con un machete, me enseñó el lugar donde, todos arrumbados pero aún en pie, se encuentran el monumento en homenaje al Gral. José Eduvigis Díaz y una placa que recuerda a los caídos.
La noche me sorprendió allí, en el monte oscuro. A lo lejos se escuchaban los compases embriagadores de una polca, el viento los traía hasta mis oídos, entonces, siguiendo el rastro que me acercaba la brisa, el sonido que vibraba en el aire, me dejé llevar hasta el lugar de donde provenía. Subí a Willy’s, encendí el motor y partí.
No sabía bien dónde me encontraba, por el camino que me había llevado hasta allí, al el viejo campo de batalla, de aquella batalla fatídica e innecesaria, como todas las que se libraron en esa guerra absurda, casi no había visto casas, mucho menos algún poblado. Al último morador que había visto en el camino lo encontré a menos de medio kilometro antes de llegar, pero no vi ninguna casa o algo por el estilo; me parecía que aquel hombre iba de camino también, porque arrastraba, a sus espaldas, un carro con herramientas, leña y hojas.
Pensaba en Correa, Gastaldi y Herrera perdidos en el espacio mientras me dirigía hacia la polca. Por momentos, veía luces inverosímiles atravesar la noche, eran como luciérnagas o hermosas hadas de los pantanos que producían un efecto incandescente único: las luces se trasladaban en el espacio como algunas fotografías en movimiento, donde la luminosidad de los carteles y las luminarias de la ciudad parecen viajar por el aire, asemejando al humo. Recordé cuando era pequeño y mi papá nos encendía una estrellita —que también hacía un efecto similar— o un cohete con el fuego del cigarrillo. “Perdidos en el espacio, ¿qué luces habrán visto?”, me pregunté.
El camino era confuso, los faroles del Jeep, aunque eran potentes, no lograban despejar bien el sendero. Cuando me iba a dar por vencido, la música sonó más fuerte y pude oír algunas voces que celebraban al frescor del aire libre.
“Seguramente —pensé—, la compañía de aquella bebida, el licor que preparaba Crisóstomo haciendo fermentar un líquido verde que les exprimía a las criaturas, los ayudó a despejar sus temores”. Como a aquellos hombres que encontré tocando polcas paraguayas y bebiendo, también, un licor fuerte que me ofrecieron ni bien puse un pie en la tierra. El que primero se me acercó, con la botella en la mano, fue el último que había visto por la tarde en el camino. Me reconoció rápidamente y me saludó alegre.
Chamigo, ¿cómo dice que le va? Venga, pase, únase al grupo —me dijo y me extendió la botella—. ¿Se le ofrece algo para comer? —me preguntó y una señora, vestida con una falda larga y camisa blanca, me trajo una chipá deliciosa. “¡Lo único que falta es que también sean amigos de Ricardo Bogado!”, me dije para mis adentros y no pude evitar sonreír levemente mientras le devolvía el saludo. 
—Hola, ¿cómo están? Muchas gracias, me gustaría mucho unirme a ustedes, siempre y cuando sea bienvenido —dije tímido y entré en un terreno cercado con alambre y palos, donde había una casa muy modesta.
—Claro, venga pase —me dijo—. Usted vino a ver el campo de Curupayty, ¿no es cierto? ¿Le piensa pasar por Cerro Corá también? —me preguntó, sin rodeos, una vez que nos sentamos.
  —No, tengo un compromiso en Ciudad del Este —le respondí—. ¿Cómo me dijo que se llamaba, usted?
—Creo que no se lo he dicho, me llamo Pedro Ramón Alves, pero todos me llaman El hombre que conoció a la bestia —antes de decirlo se sacó el sombrero y, sin la sombra que le hacía, pude ver que una cicatriz profunda le atravesaba todo el rostro; era una hendidura oscura, pero no lograba ocultarla sólo con la barba y el pelo largo casi hasta los hombros. Luego se calzó nuevamente su sombrero y no volvió a quitárselo en toda la noche.
Al rato, cuando los músicos se callaron, empezó una ronda de mate. Calentaban el agua a las brasas, en un caldero de barro cocido. El mate era una calabaza bastante grande, los mates se hacían largos como esperanza de pobre. Luego, al rato, cuando vieron que estaba exhausto de tanto chupar la bombilla, me advirtieron que era para tomar un trago y pasarlo. “Me lo hubieran dicho antes”, dije, y todos largamos la carcajada. La mayoría de los presentes sólo parecían hablar en guaraní, aunque creo que me entendían; salvo Alves, que se dirigía a mí en español y a veces me traducía lo que decían los otros, y uno de los músicos, un misionero encantador, era el que tocaba el acordeón y cantaba.  
Finalmente, El hombre que conoció a la bestia me indicó un lugar donde podía dormir. Me habían colgado una hamaca paraguaya entre dos árboles robustos. Entonces me recosté e intenté dormir; era cómoda, pero no pude pegar un ojo. Las estrellas se veían espesas de tan amontonadas en el cielo. Era fabuloso verlas; no sé bien por qué, me recordaban esas pinturas puntillistas del siglo XIX.
Terminé yendo a dormir arriba de Willy’s, porque todo me distraía: los ruidos cercanos y lejanos al mismo tiempo, el cielo y sus astros, el olor del agua pululando en el aire, la brisa húmeda que se adhería a mi piel y la dejaba toda pegajosa, el gusto ácido de los mates, los mosquitos que zumbaban hambrientos cerca de mi cabeza, cierto temor a lo desconocido…
Entonces los vi: unos ojitos que parpadeaban en la oscuridad, a unos escasos metros de donde me encontraba, comenzaron a inquietarme. Acaricié, por las dudas, la pistola de rayos gamma que llevaba en la cintura, oculta debajo de la camisa, pero no fue necesario usarla. En el Jeep me sentí un poco más resguardado, coloqué la capota, recliné las butacas, me saqué las zapatillas y me acosté en cuero y sin pantalones. Finalmente me dormí.
Desperté por la mañana, temprano, cuando un rayo de sol que se filtraba ya con fuerza entre los árboles me estaba taladrando el cerebro. Descubrí que El hombre que conoció a la bestia  me observaba sentado en un tronco con un mate en la mano.
—¡Buenas y santas! ¿Cómo ha dormido?, parece que no le gustó la hamaca —me dijo y se río solo—. Venga a tomarse un amargo —agregó después y ya me extendía la mano para ofrecerme la infusión. Me senté a su lado, en otro tronco y agarré el mate con las dos manos, era un tereré fresquísimo.  
—¡Buenos días! Quiero que me acompañe hasta el lugar del campo de batalla, de aquella batalla fatídica e innecesaria, como todas las que se libraron en la guerra absurda entre nuestros países. Me han hablado de las famosas trincheras, pero ayer no las encontré; busqué en la selva durante un rato, pero no las hallé. Por favor, ¿puede, si es que aún existen, acompañarme y mostrármelas? —le dije con respeto y cierta solemnidad, que luego me pareció innecesaria.
—Claro, chamigo argentino, le voy a hacer la tour por Curupayty. No hacía falta que me lo pidiera, porque le iba hacer de todas formas —me dijo amable y desinteresadamente—. Sé que usted le vino desde lejos a conocer y eso aquí nos importa mucho. Tómese unos amargos más y después le vamos al monte a conocer las trincheras y el busto del General Díaz —Alves estaba suelto de lengua, se notaba que quería conversar—. ¿Así que es de Buenos Aires? ¿Extrañan el río por allá, no?, no se han resignado a perderlo. Al menos eso es lo que dijo un gringo que estuvo hace un tiempo por acá, después de haber pasado por Buenos Aires, dijo que se sorprendió y que a los porteños se les había bajado el copete.

Fuimos con Willy’s hasta un cierto punto del monte, cuando no pudimos avanzar más por la espesura de la selva, me condujo a pie por unos senderos estrechos. Caminamos mucho y, aunque todavía no era el mediodía, ya hacía un calor infernal. No entendía cómo, porque no había ni rastros del sol, la frondosidad cerrada cubría todo el cielo y la luz llegaba muy débil hasta el suelo, apenas si se filtraban unos rayitos entre los gigantescos árboles, enmarañados de ramas y lianas. Por fin, después de atravesar una pequeña laguna donde nos refrescamos un rato, se hizo un claro y nos chocamos con los monumentos cubiertos de pastizales altísimos. Alves corrió, como si fuera un gran telón, unos yuyos de tres o cuatro metros de alto con un machete, para enseñarme el lugar donde, todos arrumbados pero aún en pie, se encuentran el monumento en homenaje al Gral. José Eduvigis Díaz y una placa que recuerda a los caídos.
Estuvimos en silencio un buen rato. Entonces pensé en la posibilidad que tenía de perderme en algún lugar del planeta donde —y recordé un poema—: “…la alegría se desparrama como el polen…”, llegué a la conclusión de que era demasiado efímero.
Nos quedamos en silencio, El hombre que conoció a la bestia y yo. Mientras pensaba lo observaba cautelosamente. Había algo en sus ojos rasgados; en el bigotito oscuro y lampiño; en la forma que tenía de pararse, siempre con las manos al costado del cuerpo; no sé, era algo atávico que no logro, aún hoy, describir.
No me animaba a preguntarle qué clase de bestia era la que había conocido. Lo más llamativo era su cara, lo vi dos veces sin el sombrero de ala ancha que le oscurecía más de media cara. Tenía una cicatriz profunda que le atravesaba todo el rostro; era una hendidura sombría que no lograba ocultar sólo con la barba, demasiado lampiña, y el pelo largo casi hasta los hombros.
 Lo seguí en silencio hasta otro sector. Antes de llegar atravesamos un claro. Alves echó un vistazo al cielo y dijo que teníamos que apurarnos porque se venía la tormenta y que si nos encontraba allí no podríamos salir hasta que no cesara. “Un arca —se me ocurrió decir—, podríamos construir un arca”. El otro me miró asombrado y sonrió, después se detuvo y me señaló un lugar.
Caminamos nuevamente en silencio hasta el sitio que señalaba. Era a unos pocos metros. Los pájaros interrumpieron el silencio, una bandada de guacamayos de todos los colores (algunos que yo jamás había visto) y tamaños salió volando a los gritos y El hombre que conoció a la bestia me dijo por fin:

—Ésta, como todas, es tierra de leyendas. ¿Ve?, las trincheras le estaban por aquí, dicen que atravesaban kilómetros de monte y que también habían cavado un foso de más de cuatro metros de ancho por tres de profundidad. Ahora no hay nada… la selva es así, borra todas las huellas, se las traga, las acarrea a su vientre terroso y las convierte en su alimento. La leyenda está en todas partes, la lleva el viento de un lugar a otro, como el polen.

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