martes, 31 de mayo de 2016

Misión Ops 1

El muro era sólido, como de quince metros de alto. En la cima tenía un alero del que colgaban filosas estalactitas. Cuando pisé el suelo seco me di cuenta, casi al instante, de que se había activado el dispositivo, ya era tarde. Un dispositivo similar a una mina, si levantaba el pie, ¡zas! Me iba directo al infierno. Pero no, eso no sucedió. Crisóstomo logró desactivar la trampa: una cadena atada a un resorte; con el menor contacto, el resorte primero se extendía hasta su máxima capacidad, después se soltaba y listo: las estacas caían y te atravesaban la cabeza y el cuerpo.
Usted no me cree, ¿no, Brigadier? Porque eso no fue registrado por las cámaras, y usted no cree en nada que sus ojos no vean, o mejor dicho, no quieran ver.
El suelo era de polvo, un polvo fino, semejante, en color y consistencia, a la canela, pero a diferencia de ésta era inodoro e insípido.
Crisóstomo me salvó la vida, un gesto que le agradeceré por siempre. Lo voy a extrañar, ya me informó que él no vendrá con nosotros a la Tierra; se queda aquí, en Gándara, porque así se llama este exoplaneta y no Nueva Argentina como le puso usted. ¿No es cierto que te vas a quedar? Amigo mío, te voy a extrañar mucho. Brigadier, no me mire así, ¿acaso nunca ha despedido a un amigo?
Descendí del vehículo de reconocimiento con cierto temor, pero cuando deposité mis pies en el polvo, me inundó un pánico aterrador. El fuego incandescente abrasaba la gran llanura desértica como un lanzallamas gigantesco. Crisóstomo apoyó su mano sobre mi hombro y me dijo “Es el claroscuro del ocaso. Las ondas electromagnéticas que despide la estrella madre de esta galaxia se alteran cuando chocan con la escasa atmósfera del satélite, produciendo la remoción de polvo en la superficie, logrando así un efecto lisérgico, conocido como “trastorno del crepúsculo”.
Me tranquilicé y obedecí a mi amigo. Caminamos atravesando el fuego sin quemarnos, era sólo un espejismo.
“¿Me escucha, Brigadier?, cambio”, probé el intercomunicador varias veces. Usted tardó en responderme, seguramente había alguna interferencia en la radio. “¿Me escucha, Brigadier? Estamos bien, hemos descendido con éxito al suelo del satélite, cambio”. Desde mi ubicación veía la nave a unos quinientos metros, estaba posada en la cima de un pequeño cerro. “¿Me escucha, Brigadier?, cambio y fuera”. Era tan inmenso el horizonte, tan vasto, que mis ojos no podían abarcarlo. Hacía frío y el traje me incomodaba. El polvo se adhería a las articulaciones de la carcasa, dificultándome los movimientos. “Este escenario le hubiera agradado a Gastaldi”, pensé. Continuamos caminando y a unos metros divisamos un campamento abandonado. Me recordó la Base Marambio, donde realizamos parte del entrenamiento para el viaje, sólo que aquí, en lugar de nieve había polvo galáctico. ¿Se acuerda, Brigadier? Recordé que permanecimos dos meses incomunicados en una especie de tráiler, con escasa calefacción y alimentos. En aquella estadía nos hicimos buenos amigos con el Dr. Gastaldi. En cambio usted, siempre huraño y distante. Desde el principio le gustó marcar su superioridad.    
Esta construcción era similar a la de la Antártida, quizás un poco más sofisticada, pero en completo abandono. Nada funcionaba, todo estaba trunco: unos radares, varias computadoras, equipos de radio de largo alcance, un generador de energía y otros equipos más que no sabría cómo catalogar. Tenían hasta un robot de rastreo y algunos explosivos. Registramos el lugar con cautela, esperando encontrarnos no sé qué, pero no encontramos nada. Todo estaba cubierto de polvo marrón.
Planté la bandera a unos cien metros de la base. Permaneció estática y lentamente se comenzó a llenar de polvo. Recité la Oración a la bandera de Joaquín V. González, que había aprendido de memoria en la escuela primaria: “Bandera de la Patria celeste y blanca… que flote con honor y gloria al frente de nuestras fortalezas, ejércitos y buques y en todo tiempo y lugar de la Tierra donde ellos la condujeren”. Crisóstomo me miró sin comprender: “No entiendo. Es sólo un trapo, además ya no está en la Tierra”, dijo luego y se encogió de hombros. Me dio la espalda y entró en la base abandonada.
Me quedé solo, observando la bandera inmóvil. Entonces tuve otros recuerdos. Extrañaba mi tierra, Santa Rita se llama. La ciudad más cercana queda a 250 kilómetros. Tres pequeñas poblaciones comparten su desolación en la zona: Santa Rita, Ordóñez y el pueblo más importante de los tres que es Gral. Lamolleja, porque tiene una estación de tren, ahora abandonada. Rostros, combinación de gestos, viejas caricias. Mi cuerpo recordaba conmigo, era como si él estuviera viviendo de nuevo mi pasado. “¡Feli, poné la mesa que ya está la cena! ¡Vamos, vengan a comer!”, decía la voz de mi madre, siempre a los gritos. Mi papá, silencioso, ojeaba un periódico en el porche de la casa, todavía chupaba un mate, aunque el agua hacía rato que estaba helada. Cuando pasaba a su lado, rumbo a cumplir con la tarea de poner la mesa, me acariciaba la cabeza y me daba una palmada en el hombro.                                           
Por suerte, planté la bandera cerca de la base. Permanecía estática y ya se había llenado toda de polvo: el blanco estaba marrón y el azul mostraba un efecto extraño, parecía de un tono verdoso. Yo también entré finalmente en la base. Se había desatado una tormenta de arena muy fuerte, con ese clima no podríamos regresar a la Sojisticus, debíamos esperar a que amaine. Menos mal que encontramos aquel campamento abandonado que nos serviría de refugio a nosotros y al vehículo, no fuera a ser que el polvo arruinara los comandos y nos quedáramos varados en medio de la nada. Corrí a toda velocidad hasta el vehículo, lo encendí y aceleré en dirección al refugio. Cuando estaba en la puerta, le grité a Crisóstomo para que abriera el portón lateral, así podría ingresar el vehículo de reconocimiento y estacionarlo lejos de la tormenta de arena. Como no obtenía respuesta, toqué bocina dos o tres veces, hasta que lo vi asomar su cabeza por el portón apenas entreabierto. Teníamos cuarenta y ocho horas de oxígeno y una reserva de tres horas más, por las dudas. Eso sería suficiente. Mientras la tormenta disminuía su intensidad, haríamos una recorrida por la base abandonada. Esta construcción, como ya le dije y como usted puede observar en la filmación, era similar a la de la Antártida, quizás un poco más sofisticada, pero en completo abandono. Estaba constituida por tres grandes compartimentos, conectados entre sí por un largo pasillo circular concéntrico. Aunque eran sólo tres habitaciones, el pasillo tenía una disposición similar a un laberinto, hecho que nos complicó mucho el registro de la base abandonada. Pero logramos registrarla por completo.
Cuando empujamos la puerta del tercer recinto y atravesamos el umbral, en el suelo se abrió, repentinamente, una esclusa y caímos varios metros por una especie de tobogán con muchas curvas, como esos que hay en algunos parques acuáticos. Cuando nos recuperamos de la caída, nos levantamos asustados y muy sorprendidos. Mientras nos sacudíamos el polvo que se había adherido a nuestros trajes, vimos el muro sólido, como de quince metros de alto que en la cima tenía un alero del que colgaban filosas estalactitas. Una vez que Crisóstomo me salvó de morir atravesado por aquellas lanzas de hielo, descubrimos una puerta secreta en el muro. El pasaje se activaba haciendo presión sobre unos de los cinco ladrillos que sobresalían unos centímetros del muro. “Es éste”, dijo Crisóstomo y activó, muy convencido, el dispositivo: los cinco ladrillos se hundieron hasta coincidir con los restantes, y en el centro de la gigantesca pared se abrió una puerta de unos cuatro metros de alto y tres de ancho. Cruzamos el umbral con mucho cuidado, con temor a dar un paso en falso, como quien cruza un puente colgante que está en malas condiciones, porque no se veía nada de lo que nos esperaba del otro lado. La oscuridad era absoluta y nuestro temor también.  
Mi cuerpo recordaba conmigo, como si él estuviera viviendo de nuevo mi pasado. Toda mi vida pasaba, en un segundo, por mi cabeza; se distribuía por el tronco y luego llegaba hasta los miembros, primero los superiores, luego los inferiores. Temí la muerte, ¿no dicen que antes de morir uno recuerda toda su vida en una milésima de segundo? Crisóstomo volvió a salvarme, ni bien puse un pie del otro lado de la puerta gigantesca, me empujó hacia adelante con fuerza, y rodé por el suelo unos tres metros. Él recibió de lleno, en todo su cuerpo, unos rayos láser que se dispararon, automáticamente, cuando atravesamos la puerta. “¡Noooooooo…!”, grité con todas mis fuerzas, creyendo que había perdido a mi mejor amigo y compañero de aventuras. Crisóstomo se desplomó en el suelo e, instintivamente, se colocó en posición fetal para cubrirse de las irradiaciones de los láseres. Todos esos rayos estaban descargándose en su cuerpo. Pero sucedió algo increíble: la materia con que está hecho se descompuso en pequeños átomos que viajaron con lentitud, como en cámara lenta, hasta donde me encontraba yo —sin saber qué hacer y aún tirado en el suelo— y se volvieron a unir covalentemente, uno por uno, hasta volver a darle forma de Crisóstomo a un conjunto informe de moléculas. Me restregaba los ojos porque no podía creer lo que estaba viendo: todo (Crisóstomo y su traje) se volvió a formar con exactitud a mi lado.
Brigadier, no me interrumpa. Usted sólo ve la pared del hangar porque no nos avivamos de llevar la cámara del vehículo y el equipo manual de filmación con nosotros.                        
“¿Me escucha, Brigadier, me escucha?, cambio”; probé, en ese momento, el intercomunicador varias veces, pero no había señal. Estábamos en un lugar muy profundo para que funcionara la frecuencia de radio. “No se preocupe, mi Teniente…”, me dijo al instante Crisóstomo, cuando se percató de mi desesperación por lograr reanudar la comunicación con la Sojisticus. “…Ya estoy bien. Fue sólo un susto. Tuve que pensar rápido, y lo que se me ocurrió dio resultado. Descompuse por electrólisis la materia de mi traje y de mi cuerpo, utilizando la energía de los rayos como fuente de alimentación eléctrica. Luego aceleré el tiempo unos segundos, para que los iones pudieran desplazarse con rapidez en el espacio y así alejarse de los rayos láser y volver a unirse en otro punto”. Lo miré confundido, pero no le pedí mayores explicaciones porque de todos modos no hubiera entendido nada. Aunque a él no le importó lo que yo pensara al respecto, ya que comenzó a desarrollar una intrincada teoría filosófica:
En el sentido del caos, si es que existe, se resuelven todas las incógnitas del ser. Siguiendo este razonamiento, estaríamos ante una respuesta ontológica más o menos coherente, pero contradictoria. Las personas se sienten aturdidas ante el caos, y lo que no pueden entender es que el sentido único de la existencia se encuentra en él. Desde esta óptica, la naturaleza —que es parte fundamental y expresión materializada del caos— se encuentra activa como desatadora de estímulos químicos que producen el equilibrio y la proliferación de acontecimientos reales o verosímiles, ante la mirada sorprendida de los hombres. Por medio de la anulación de estos estímulos, uno se ubica en una zona de neutralidad o paradoja, que suprime todo lazo con aquellos estímulos químicos que modera la naturaleza. La incapacidad para descubrir e interpretar signos, en los entes que nos rodean, es la forma más lograda de esa neutralidad. Neutralidad que nos ubica en un sin sentido que, en algunas ocasiones, se traduce como locura. Partiendo de esta base, si así lo quisiéramos, podríamos encontrarnos con una anomalía al tratar de encontrar un lugar donde ubicar las pasiones dentro de este gran espectro de acontecimientos que detallan el caos y su funcionamiento, al degenerar el equilibrio propuesto por la naturaleza, en cuya incógnita o signo sin significado determinado se produciría un vacío inconsciente”.
“¡Ok!”, le dije. Me incorporé del suelo de un salto, las palabras de Crisóstomo habían actuado sobre mí, como un poderoso estimulante. “Tal vez el espectro de masas, que registra la distribución de átomos ionizados, moléculas o partes de moléculas en función de una masa o de la relación masa/cuerpo, ha actuado sobre sus sentidos, recargándole la energía, como si se tratara de una batería eléctrica. Es decir, que la exposición a la radiación no ha sido gratis; cuando suceden estas exposiciones, nadie sale incólume”, dijo luego. Por suerte, el efecto que había provocado en mí me favorecía, me sentía renovado.
De pronto sentí que podía llevarme el mundo por delante, pero dando dos pasos hacia el frente tropecé con un tablero. Atónito observé sobre él la maqueta de una ciudad en ruinas. Me acerqué más y la alumbré con la pequeña linterna, que hacía las veces de llavero, enganchada a las llaves del vehículo; y reconocí un monumento quebrado en el centro-este de la ciudad. ¡Era el Obelisco! La punta colgaba de unos hierros retorcidos cabeza abajo, apuntando a la Av. Corrientes; lo supe porque los cartelitos de algunas calles seguían en pie y se podía leer en ellos, en letras muy pequeñas, los nombres. Allí estaba la extraña maqueta de Buenos Aires, la observé detenidamente una vez más: el río seguía vacío; pero atravesándolo había una autopista que, supuestamente —digo “supuestamente” porque era lo que indicaban los cartelitos: “Autopista Buenos Aires-Montevideo”, ya que la capital uruguaya no entraba en la representación—, unía las dos ciudades más importantes del Plata.
“¿Qué hará aquí?”, le pregunté a Crisóstomo. Él no supo qué contestarme, se encogió de hombros como hacen los niños. Era raro que habiendo expresado hacía un rato nomás las complejas teorías que me describió, ahora no pudiera siquiera plantear una hipótesis sobre la maqueta. No me detuve en esos detalles, porque quería explorar más aquel insólito recinto.
Crisóstomo tocó de casualidad un interruptor que había en una de las paredes y se encendió un reflector. La habitación quedó completamente iluminada, era un recinto muy pequeño, similar —por lo que había visto en un documental— a las salas de reuniones que hay en los túneles de Cu Chi, en Vietnam. Ya no quedaban rastros de la gigantesca puerta, ni de la trampa de rayos láser. En cada extremo de la habitación se bifurcaba un túnel angosto y tenebroso. “¿Dónde conducirán?”, le pregunté a Crisóstomo. “No sé, pero pronto lo sabremos, debemos buscar una salida”.
“Temo la muerte, dicen que antes de morir uno recuerda toda su vida en una milésima de segundo”, le dije a mi compañero. “Creo que antes de encontrar la salida, deberíamos comer algo. El esfuerzo físico me abrió el apetito”, agregué luego.
Después de una merienda, nos quedamos dormidos. Yo, con el termo entre las piernas. Crisóstomo, a mi lado, con el mate en la mano. Hacía un tiempo, había encontrado un poco de yerba entre las cosas de Gastaldi y estuve unos días enseñándole a Crisóstomo a tomar mate. Al principio hacía arcadas, pero luego se acostumbró al sabor y a los efectos de la yerba mate. Cuando despertamos, estábamos congelados, hacía un frío terrible. No sentía las piernas. El lugar estaba nuevamente oscuro.
Pensé —o tal vez soñé—, unos minutos en el pasado. Las imágenes eran claras en mi cabeza y en mi cuerpo. Crisóstomo continuaba durmiendo, roncaba con sonidos estridentes. Me incorporé como pude, agarrándome de las paredes. Busqué el interruptor e intenté encender las luces otra vez.
El campo era amplio, pero no era nuestro. Mi familia lo cuidaba, lo trabajaba y vivía allí. Girasoles, sembrábamos girasoles. De repente, corría por un campo eterno de girasoles, corría y corría, pero nunca llegaba al final del sembradío. Yo era pequeño o las plantas eran extremadamente gigantes. No, no era pequeño como si fuera niño otra vez, era diminuto, como si me hubieran miniaturizado. Intentaba alcanzar el final del recorrido y tocar la tranquera, para correr de nuevo hasta la casa; un ritual que hacía cuando niño: corría desde la casa, atravesando parte de la siembra, hasta la tranquera de la entrada, la tocaba y decía una palabra en voz alta, la primera que se me ocurría. Luego corría de nuevo hasta el porche (casi una hectárea) y cuando llegaba, volvía a repetir la palabra. Si me la había olvidado, me obligaba a realizar de nuevo la carrera. Era tan torpe que casi siempre me la olvidaba y tenía que correr otras veces. En ocasiones, después de haber realizado el trayecto en muchas oportunidades, me rendía, caía exhausto en el porche y permanecía varios minutos tendido, intentando recuperar oxígeno. Mi hermano mayor, Héctor, se burlaba de mí, diciéndome que era un juego de tontos. “Es un juego para tontos, porque es muy fácil no olvidar la palabra, sólo hay que recordarla más. Correr no te prohíbe pensar…”, decía riendo.
Las luces se encendieron de nuevo. Habíamos permanecido en aquel lugar unas dos horas. Lo desperté a Crisóstomo, zamarreándolo del brazo. Teníamos que salir de allí lo antes posible. “¿Cómo que no podés hacer uno de tus trucos de magia?”, le dije. Me miró enojado e indicó que no con la cabeza. “Pero sé cuál es el túnel que tenemos que atravesar para regresar a la salida”, dijo luego, y eso me tranquilizó, porque podríamos regresar.
Regresaba, de a ratos, a los campos sembrados de girasoles; a ese pasado que cada vez se me hacía más palpable. “Bigornia”, decía, por ejemplo, y corría hasta el porche de la casa. Y cuando llegaba, ya había olvidado lo que había dicho. “Zarza”, y cuando estaba por alcanzar la meta ¿…? “Mulita” y… Así durante horas, hasta caer al piso por el agotamiento.
Cuando me di vuelta, Crisóstomo ya había introducido más de medio cuerpo en un túnel, veía sus piecitos colgando, eran como dos gusanos haciendo equilibrio en el vacío. Por fin entraban, y yo corría hasta el pasadizo e intentaba entrar también. Al principio, dudé si mi cuerpo robusto y torpe cabría allí, pero inmediatamente introduje mi cabeza y me zambullí en la oscuridad siniestra. Por momentos, Crisóstomo se detenía para tomar una decisión ante un camino bifurcado y (por suerte) me chocaba con sus pies; era la única manera de saber que seguía detrás de él. El paso subterráneo era tan estrecho y oscuro que no se podía ver más allá de dos centímetros de distancia. El suelo era arenoso, todo el tiempo temía que se derrumbaran el techo y las paredes; las tocaba con la punta de los dedos y sentía cómo corría la arena entre ellos, era una situación desesperante. Aquellos pasadizos amenazaban todo el tiempo con el final, moriríamos enterrados en el centro de un satélite lejanísimo. “Todos tenemos derecho a enterrar a nuestros muertos”, pensé y me pareció una reflexión inapropiada. “¿Qué pasaría con Gastaldi?”, porque usted, Brigadier, se ha propuesto no llevarle ni los huesos a su familia. “¿Me escucha, Brigadier, me escucha?, cambio y fuera”, intenté nuevamente, reanudar la comunicación con la Sojisticus, pero no había caso.        
Cuando caía exhausto, veía el cielo extenso desde el suelo, lo hacía para imaginar estar bien alto. Era, por las noches, el espectáculo de las estrellas el que más me fascinaba. La bóveda celeste cubierta de astros infinitamente lejanos. “Aldebarán”, mi favorita, la más brillante de la constelación de Tauro. En algunas ocasiones, detenía el tiempo con sólo mirar el firmamento. Detenía el tiempo, esas cosas que sólo pueden hacer los niños, o Crisóstomo. Recuerdo cuando volvió mi tío Ernesto de la guerra y me trajo de regalo un pequeño telescopio. Su batallón se había detenido en la ciudad por unos días, para ser condecorados por las autoridades. Entonces el tío se fue a buscar regalos y me consiguió un telescopio fantástico. No paraba de ver el cielo, así surgió mi sueño de viajar al espacio.
“¿Me escucha, Brigadier?”, insistía, pero no pasaba nada. Sólo se escuchaba ruido en la frecuencia de la radio. Las paredes eran cada vez más estrechas; nos movíamos muy lentos, arrastrando primero los miembros superiores y el torso y luego el resto del cuerpo. Intenté hablar con Crisóstomo pero no se oía nada. “¿Falta mucho?”, le pregunté en varias oportunidades, pero no me escuchó. Cuando salimos me dijo que él también había tratado de hablar conmigo sin resultados. Señaló que se tranquilizaba cuando sus pies me tocaban la cara, porque de esa manera se daba cuenta de que yo lo seguía atrás. Estuvimos arrastrándonos por aquel túnel unas dos horas aproximadamente. Después de una última bifurcación, el túnel comenzó a ensancharse de a poco; ya no se desprendía arenilla de sus paredes, era más sólido. En un momento gritamos de alegría “¡Viva!” —y ahí sí que nos escuchamos—, cuando vimos un haz de luz ingresar tímidamente en medio de la oscuridad. Llegamos al final, pero todavía no estábamos en la primera sala, donde habíamos dejado el vehículo de reconocimiento. Nos encontrábamos en otro lugar, similar al anterior, del cual veníamos, pero un poco más grande. Allí también había una mesa con una maqueta, pero en ésta, la ciudad de Buenos Aires estaba intacta. Al pie de la maqueta había un cartelito que rezaba: “Nuevos Aires”. También encontramos allí: dos potes de dulce de leche vacíos, uno contiene unas pepitas de oro y el otro una onza de plata; unos mapas de Gándara que indican con un círculo rojo, en un gran delta que termina en un estuario muy ancho, la construcción de Nuevos Aires.
Mi hermano mayor, Héctor, —siguiendo los pasos del tío Ernesto—, ingresó en el Ejército. Pero a diferencia del tío que hizo una carrera brillante, Héctor perdió la vida en una extraña misión que se desarrolló en la Triple Frontera. Nunca supimos qué le sucedió. Lo trajeron una tarde en un ataúd envuelto con la bandera argentina, e hicieron una ceremonia a todo trapo en el cementerio de Santa Rita; creo que nunca hubo tanta gente como aquel día en el camposanto de mi pueblo. Estuvo hasta el Ministro de Defensa en representación del Presidente de la República. Mi madre rechazó las disculpas del Ministro. “Nada nos devolverá a nuestro hijo”, le dijo con los ojos inyectados de lágrimas, y el Ministro: “Lo siento mucho, señora, su hijo es un héroe, murió en defensa de la soberanía nacional”.
Pero lo más importante que encontramos allí fue esta libreta con anotaciones, una especie de crónicas de viaje o diario íntimo. Y —esto no lo va poder creer— lo más llamativo y sorprendente de todo es que la libreta[1] está firmada por el Dr. Carlos Gastaldi. Espere, Brigadier, ya se la doy, si yo no la quiero para nada. ¿Cree que si quisiera quedármela se la hubiera mostrado?
Unos años después de la muerte de mi hermano, cuando yo decidí ingresar en la Fuerza Aérea, mi madre puso el grito en el cielo, porque mi decisión alimentó su temor a perder otro hijo. “Feliciano no es como Héctor, él va volar alto, va a llegar lejos”, le dijo mi tío Ernesto y las palabras de mi tío eran santas. Sostenía una versión extraoficial de la muerte de mi hermano. Decía que “Héctor contrabandeaba ‘estupefacientes’ en la frontera junto a unos marines del Comando Sur; hasta que estos gringos se vieron en problemas con sus superiores y necesitaron un chivo expiatorio o cabeza de turco”. La versión oficial sostuvo que Héctor murió baleado por un grupo de terroristas que planeaban, desde hacía unos meses, un atentado en la frontera. Uno de los principales objetivos de la misión, que desarrolla la base militar norteamericana desde el año 2005 en Paraguay, cerca de la zona de la Triple Frontera, es “impedir que los estados renegados apoyen a organizaciones terroristas” o que éstas se instalen en sus territorios. “Frente a la agresión enemiga, el soldado Héctor Correa defendió los estandartes de la democracia y la libertad”; por eso se lo despidió con todos los honores, como a un héroe. Ahora, mi familia recibirá una pensión de por vida por la muerte de uno de sus integrantes. Yo escuchaba a mi tío con admiración. Era un hombre de acción, un verdadero soldado, había participado en importantes conflictos internacionales. Cada vez que viajaba a Medio Oriente, las malas lenguas de la familia decían que era un mercenario. “¿Qué tiene que hacer un soldado argentino allá?”, te preguntaban con ironía.  
“Es muy raro este diario acá, ¿no te parece?”, le dije yo a Crisóstomo. “No veo por qué”, me contestó. Entonces farfulló una teoría sobre la presencia del diario de Gastaldi en aquella habitación subterránea: “Como nos dijo el Brigadier. Cuando atravesamos el Agujero de gusano que nos condujo hasta aquí, entramos en una dimensión paralela, un no lugar, un no tiempo, un Aleph, una abertura donde todos los mundos posibles e imposibles se reúnen en uno solo. Los saltos en el espacio-tiempo suelen provocar desajustes de la realidad. Pueden modificar la percepción que tenemos del tiempo y también del espacio”. Según él, Gastaldi habría viajado en el tiempo hacia el futuro de nuestro punto de partida: la Tierra. Pero nosotros también habíamos viajado hacia el futuro pero mucho más lejos que Gastaldi. “Exacto. El diario es del pasado para nuestro presente, pero es el futuro para el presente de la Tierra. Por eso lo encontramos junto a la maqueta de Nuevos Aires. Infiero que los humanos volvieron a Gándara”. Luego sostuvo que un grupo de porteños liderados por el Dr. Carlos  Gastaldi, quien conocía bien la zona porque había estado durante dos largos años sobreviviendo solo en Gándara hasta la llegada de un nuevo contingente, habrían organizado una rebelión para lograr su independencia y defender su soberanía.
“¡O sea que esto confirma que volveremos sanos y salvos a la tierra!”, le dije contento y él asintió con la cabeza. “Buscaron erigir una réplica de la Ciudad de Buenos Aires en Gándara. Por eso en los mapas se indica con un círculo rojo, en un gran delta que termina en un estuario muy ancho, la construcción de Nuevos Aires”, dijo luego. “Ya no quedan rastros del Crisóstomo prehistórico que había encontrado comiendo un trozo de carne cruda y roja”, reflexioné en aquel momento. Me había olvidado por completo de la evolución intelectual de mi amigo. “Volvamos. Es por aquel otro túnel”, dijo señalando un nuevo conducto abierto en una de las paredes de la habitación subterránea. “¿Qué hacemos con lo que encontramos?”, le pregunté. “¿Se lo llevamos a Herrera?”, agregué después, y él dijo “Me parece lo correcto”. 
Cuando comenzamos a recorrer el nuevo túnel tan estrecho como el anterior, volví a mi ensoñación. En mi sueño aparecía mi tío Ernesto y era como si estuviera allí conmigo. Se mostraba y hablaba frontal como siempre, era sincero y directo en sus apreciaciones, pero sólo era así en la intimidad familiar. Con los demás no hablaba o hablaba poco. Era una situación incómoda, por ejemplo, ir a comprar algo con él, porque se expresaba tan lacónico y frío que no era él, ¿me entiende?, se transformaba en un soldado obediente. A veces usted me recuerda mucho a mi tío, sobre todo cuando se muestra silencioso y expectante… como ahora.
Por fin logramos salir a la superficie. Cuando lo conseguimos, nos abrazamos y festejamos un buen rato. “Estamos salvados”, me dijo Crisóstomo. Yo lo miré sonriente y le palmeé el hombro. “Vos sí que sos un buen soldado”, le dije en tono de broma. Encendimos el vehículo, abrimos el portón de la base abandonada y partimos rumbo a la Sojisticus. Por suerte, la tormenta de arena ya era un recuerdo; pero había dejado algunas huellas de su paso por el satélite: todo lo que había quedado a la intemperie estaba cubierto de arena marrón, similar por su color y textura a la canela en polvo. Parte de la puerta de salida tenía arena a la altura de un metro o metro y medio; Crisóstomo —recién ahí me percaté— había olvidado la escafandra y la linterna en el suelo, pero ya no existían, quedaron enterradas bajo el polvo. Juraba que adentro había visto que llevaba su casco puesto. Pero él lo negaba rotundamente. “Teniente, está usted delirando. Le digo que no, lo dejé justo aquí”, me dijo señalando un lugar en el suelo, donde yo sólo veía arena.
Lo demás ya lo sabe, está registrado por las cámaras del vehículo de reconocimiento y lo puede volver a ver en el video cuando guste, le advierto que sólo verá arena y desierto.


Así concluyó la historia que, según el Brigadier Gómez Herrera, refirió el Teniente Correa sobre su misión a Ops 1.
Un día después apareció don Anselmo Correa, el padre del Teniente, en un programa de televisión. Sorpresivamente, desmintió parte del relato del Brigadier. Dijo que su hijo muerto no se llamaba Héctor sino que su nombre completo era Roberto Ceferino Correa, y mostró el certificado de defunción para corroborar lo que decía. También dijo que su cuñado, Ernesto, no era ni fue ningún mercenario y que nadie de su familia creía o creyó nunca lo contrario.
De pronto se cortó la transmisión y lo sacaron, “extrañamente”, del aire. En lugar del programa político-informativo que estaban transmitiendo, apareció en la pantalla un dibujo animado viejísimo: Los 4 Fantásticos. “En una nave cruzando el espacio sideral / por un accidente tomaron poderes sin igual / guo, guo, guo, guo / los cuatro fantásticos llegan…”, cantaba en español el Capitán Memo Aguirre en la cortina de la serie animada. La canción me causó tanta risa que tuve que apagar el televisor.
Un tiempo después y por curiosidad —creyendo que quizás encontraría más material para mi libro—, investigué al Coronel Ernesto Goretti, el tío de Correa. Me llevé muchas sorpresas: Goretti había realizado, hacía unos años, varias gestiones junto a otros Oficiales del Ejército Argentino para reflotar el GOU (Grupo de Oficiales Unidos o Grupo Obra de Unificación). Las gestiones no tuvieron cabida, la logia sólo realizó algunas reuniones secretas; donde —según aseguran importantes fuentes— se repartieron antiguos escudos con la característica inscripción: “Patria y Honor”, debajo de la cabeza de un águila imperial y el retrato del General San Martín en el centro.
Una de las primeras misiones que planeaba realizar el Neo GOU era recuperar el sable corvo del General Edelmiro J. Farrell —primera réplica del sable del General San Martín, hecha y entregada al Presidente de la Nación en el año 1946— que, desde hacía unos años, se encontraba en poder de la familia de un antiguo caudillo bonaerense. El sable había permanecido expuesto, junto a otras reliquias históricas, en el despacho del Intendente de Lanús hasta el año 2007, cuando perdió —después de haber permanecido en el poder durante muchos años— fatídicamente las elecciones municipales. Desde su muerte en el año 2008, la espada histórica se encuentra en manos de la familia del ex Intendente.
A partir de entonces se corre una profecía esotérica entre las filas de las Fuerzas Armadas, que sostiene que el que posea el sable obtendrá el Poder. “Sólo el que lo posea logrará ser el emperador de Gándara o Nueva Argentina”. Cuando me la contaron no lo podía creer, la verdad es que no me lo dijo una fuente muy confiable; pero desde que comencé a investigar este caso dudo de que algo, de todo lo que se dijo y se dirá, sea cien por ciento confiable.


[1] A continuación transcribiré algunos pasajes de esta libreta. Cabe aclarar que nunca se mostró ni se utilizó como prueba en el Juicio y que ningún Medio o colega tuvo acceso a ella. Lo que se conoce fue publicado en el Boletín Oficial y transcripto tal cual por un periódico de la Capital. Algunos dicen que fue escrito por Herrera, por el Gobierno Nacional o por la INCOC para confundir a la opinión pública sobre la desaparición de Gastaldi. (Nota del Narrador).   

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