lunes, 16 de mayo de 2016

Una excursión a los desiertos de Gándara

Apenas salí, me pregunté: “¿Podríamos vivir en tinieblas?”. Era la noche eterna, pero el paisaje sumamente desértico, como si fuera en algún momento del día abrasado por un sol poderoso. Tomé muchas muestras, sobre todo de los suelos. Luego de atravesar una extensa sabana, donde, por momentos, el terreno mostraba algunas ondulaciones (médanos gigantescos, planicies y bajos cerros rocosos), desde la cima de uno de aquellos médanos, el más alto que había atravesado hasta ese momento, divisé un inmenso lago de aguas mansas. Llegué al lago y me detuve unos metros antes de la orilla. Según el escaneo de la computadora, era de azufre líquido. El agua amarillenta e incandescente, como un geiser, emitía unos gases sulfúricos que formaban una espesa neblina al ras de la superficie. Bajé del vehículo de reconocimiento y me acerqué a la costa. Para mi asombro, reconocí que nadaban, en aquel líquido espeso y pestilente, unos gusanos y otras especies larvarias. Tomé varias muestras con el brazo robótico del vehículo de reconocimiento y continué mi viaje. “¿Cómo puede haber oxígeno en este planeta? ¿Cómo puedo respirar sin la escafandra de mi traje espacial?”, me pregunté anonadado. Después de andar, aproximadamente, unas veintitrés horas, me detuve en una inmensa quebrada que, por la erosión constante de los fuertes vientos, poseía unos canales escindidos en las rocas; me servirían de refugio. Decidí acampar ahí, para descansar un rato y comer algo. Primero pensé en estacionar el vehículo de reconocimiento cerca de las rocas para dormir en él, pero luego lo medité un poco más y, como un homenaje al Coronel Mansilla, dormí a la intemperie, observando parte del cielo estrellado y cóncavo.
Cuando desperté, noté un cambio en el cielo; era de un gris plomizo y sin estrellas. Observé durante la excursión tres cambios de estado del cielo: 1) Cristalino, de tonos azulados, todos los tonos del azul, hasta llegar al celeste, similar a nuestros cielos antes de la Gran Polución que se produjo dos años antes de nuestra partida, y que oscureció, considerablemente, el firmamento de las principales ciudades terrestres. 2) Como ya les conté, de un gris plomizo, profundo y espeso; por momentos, entre el gris, se podían observar unas pintitas amarillas. 3) Bordó sangre, o borravino, cubierto de estrellas y satélites, como cuando es de noche en la Tierra.
Hacía mucho frío, sentí que me congelaba, tenía escarcha en la nariz. Intenté hacer un fuego. Estaba a punto de cometer un sacrilegio contra la Patria: quemar la bandera rociándola con un poco del combustible orgánico que había estado produciendo en el laboratorio. Pero me concentré y pude mover, apenas, un poco la cabeza y descubrir, a unos treinta metros de distancia, unas siluetas que parecían unos árboles robustos. Nada me iba a detener. Me arrastré hasta el vehículo, porque las piernas no me respondían; luego de un gran esfuerzo, lo alcancé. Encendí la calefacción y cuando ya estaba recuperado, me dirigí al bosque que había divisado. Fue maravilloso. Eran una especie de árboles de gran tamaño, gruesas ramas, bien secas y duras. No puedo afirmar si eran árboles, pero se les parecían. Corté, con la motosierra del brazo robótico del vehículo, una cantidad razonable de leña para hacer un buen fuego. La conduje hasta las cuevas, la rocié con un poco de combustible y ya, obtuve una gran fogata. Rápidamente puse a asar unas tiras de asado de criatura: las “Aberdeenanhulk”, como las llama usted, Teniente.
El fuego (o el olor a carne quemada) atrajo a unas alimañas que habitan estas tierras desérticas y pantanosas. Noté que unos ojitos parpadeaban en la oscuridad, a unos escasos metros de donde me encontraba. Acaricié, por las dudas, la carabina que tenía a mi lado pero no fue necesario usarla. Las chuletas salieron exquisitas, un manjar. Los ojos continuaron allí, observándome un buen rato. Por momentos tenía la impresión de que eran miradas humanas, por la expresividad cuando parpadeaban. No podía verlas, sólo estaban sus ojitos en la oscuridad, mirándome comer, calentarme al lado del fogón. En un momento me cansé y les grité que se acercaran, pero creo que se asustaron, porque los ojitos dejaron de titilar y desaparecieron.
Caminé un tramo entre las rocas, me hice una antorcha para iluminar el camino, entonces observé algo maravilloso: encontré una piedra en forma de lápida con una especie de inscripción. La tumba parecía tener muchos años, ya que no había allí tierra removida, ni siquiera dura. Sólo había piedra gruesa; y la lápida parecía ser parte de la roca, pero no. Mirándola bien se veían unas inscripciones jeroglíficas talladas en la piedra, y en la base, una marca de soldadura con algo similar a un cemento muy resistente.
De pronto, un viento fuerte apagó la antorcha y quedé a oscuras, fui tanteando la piedra hasta regresar a mi refugio, donde todavía ardían unos leños que me alumbraron, por suerte, los últimos metros. Cuando llegué, noté sin sorpresa que se habían robado los restos del asado. Imaginé que los ojitos que brillaban en la oscuridad eran los responsables del robo. Grité, puteé y maldije fuerte, para que me escucharan, para que aquellas criaturas se incomodaran y temieran. No sé si lo logré, pero no volví a toparme con ellas.
“Creo en lo que viene”, me dije y agarré en dirección a la tumba, pero ya no por los túneles, porque el vehículo no pasaría por los estrechos pasillos, sino por el valle donde crecían aquellos árboles. Atravesé el bosque que no era muy extenso, en total serían unos cincuenta kilómetros. Parecía petrificado y no vi ni un rastro de vida en todo el recorrido, aunque en las copas altas de algunos árboles, observé algo similar a nidos o chozas, pero todos estaban vacíos, abandonados. Saliendo de allí, me tropecé con un gigantesco glaciar de litio; tenía unos diez kilómetros de extensión (algo imposible en la Tierra). Estuve atento para pasar al sistema anfibio en caso de que se quebrara el suelo, pero eso no sucedió. El suelo de litio era duro, tenía una capa de gran espesor. La computadora no lo podía calcular con exactitud, pero era grueso. El termómetro de temperatura externa marcaba unos veinte grados Celsius. Esto me sorprendió, porque pensé que debería hacer mucho frío afuera, para que el litio estuviera congelado. Para comprobar que la medición del termómetro era correcta, bajé la ventanilla y saqué mi brazo izquierdo afuera; efectivamente, la temperatura era agradable. Increíblemente, los valores de radiactividad eran normales. El vehículo los toleraba bien, pero no me animé a bajar de él, no sé si yo los hubiera tolerado.
Cuando atravesé el glaciar, comenzó otro desierto, pero distinto del que había atravesado el día anterior. Este era otra cosa, lo surcaba, por el centro, un ancho río seco que utilicé de ruta; era tan ancho que en algunos tramos no se podían ver las orillas. Después de recorrer algunos cuantos kilómetros por el río, decidí subir por una de sus márgenes. Quería acampar y no lo haría adentro de un río. “No vaya a ser cosa de que te despiertes justo hoy”, le dije y sentí nostalgia. Recordé que nuestro río hoy está seco y el fango es tierra dura. ¡Pobre el Río de la Plata, se lo extraña! Ustedes, seguramente, no hubieran sentido lo mismo que yo. Usted, Teniente, porque no es de Buenos Aires. Y vos, engendro, no sabés ni de qué estoy hablando. Una vez que organicé el campamento para poder descansar un rato, prendí otra fogata con algunos troncos que me habían sobrado de la vez anterior y me dispuse a hacer el asado.  Mientras veía el fuego, hipnotizado, pensé en María Emilia. Mi esposa, católica fiel y devota, seguramente, todos los días debe rezarme un rosario llorando, pidiéndole que no me desampare a la Virgen de Lourdes. Aquel día lo supe con mayor precisión, porque si me concentraba en su recuerdo, podía escuchar sus labios, el leve roce que hacen al susurrar sus oraciones. La podía escuchar y ver; veía sus delicadas manos recorriendo el teclado del piano, su pelo rubio y rizado. Saqué de mi billetera una fotografía de nuestra boda, ¡siempre la llevo conmigo! Yo todavía con el uniforme de cadete; ella, tan angelical, con su pelo rubio y su piel levemente bronceada. No sabía nada de la maldad, no tenía idea de las cosas feas del mundo miserable en el que vivimos.
Salí, por un momento, de mi sopor cuando levanté la vista y me pareció ver, a cierta distancia, una luz que titilaba. “La luz mala”, pensé y me sonreí. Seguramente, ustedes dos creen en la luz mala, ¿no? “Tal vez, un rayo globular o un fuego fatuo”, me dije, y continué observando la fogata y recordando. Las brasas, con esta leña extraña, no eran de color rojo, sino amarillo patito, era un amarillo muy intenso, casi fosforescente.
Nuestras familias se conocían de toda la vida. Eran importantes productores, pero siempre, o al menos desde que yo tengo uso de razón, vivieron en la Ciudad. Sólo en vacaciones íbamos al campo. Yo tenía un caballo allá, y se llamaba Polaco; alguna vez lo vi con las crines arremolinadas, en una playa de Creta en el crepúsculo y desde aquel día aprendí a quererlo más que nunca. Era fuerte, corría ligero cuando le gritaba: “¡Vamos, Polaquito, vamos!” y los músculos se le contraían todos a la vez y sudaba que daba miedo. Parecía corcel de mito, el pelo le brillaba, yo le pasaba un cepillo todas las mañanas, mientras le daba un buen desayuno con alfalfa, él sabía cuánto lo quería. Jamás tenía que golpearlo, nunca se empacaba. Se paraba firme y bien erguido, mirándome para invitarme a que lo monte. La mayoría de nuestros antepasados, además de productores, fueron también militares y políticos. Mi padre y el de ella habían hecho juntos el Liceo.
Me fue venciendo el sueño y dormité un rato, no sé con exactitud cuánto. Soñé con Gastaldi, que estaba vivo y había vuelto, no se entiende cómo, a la tierra. En la caja —donde yo guardo la bandera— también llevaba mi corazón. La abría frente a los de la INCOC (mi sangre había maculado la sedosa tela) y les proponía clonarme. Ellos aceptaban y me emulaban en un laboratorio de Massachusetts. Mi clon tomaba mi lugar y se metía en la cama con María Emilia, la toqueteaba con fruición y ella se dejaba; claro, pobrecita, no sabía que no era yo. Lo veía todo, pero no podía salir del espejo, me encontraba encerrado en el espejo y veía cómo mi clon penetraba a mi mujer, la chupaba y ella gozaba. La podía escuchar y ver; veía sus delicadas manos recorriendo la espalda de mi falso yo. Su pelo rubio y rizado y su piel suave levemente sudados por la excitación. El clon llegaba a mi casa con mi uniforme y mis estrellas. Montaban una farsa sobre nuestro regreso. Correa, a usted también lo clonaban, era espantoso. En la televisión transmitían el regreso con éxito de la Sojisticus: “Han vuelto nuestros héroes del espacio”; “Luego de una larga travesía regresan a casa”; “Vivieron un infierno, pero es éste, un calvario que le ha significado, a todo nuestro país, sin distinciones, una resurrección del coraje, de la fuerza, de la voluntad, de la fe”. María Emilia hacía zapping y no sé cansaba de escuchar los elogios que recibía su esposo. “Si supieras que no soy yo…”, le gritaba desde el otro lado, pero ella no me oía, era en vano. Mientras se amaban, a mi otro yo le brotaban en la cara unos ojos tan repugnantes como los tuyos, Crisóstomo. Entonces, yo me daba cuenta de que él me veía y se estaba burlando de mí: la montaba mirando fijo el espejo, y los ojos, de tan grandes, le saltaban de las órbitas. Había algo en esos ojos sin iris, en las pequeñas pupilas, en sus gigantescos globos oculares, algo atávico que no puedo explicar.
Desperté exaltado. Estaba sudando, hacía mucho calor. El realismo del sueño me había perturbado mucho. Una luna enorme se veía gigante en el cielo bordó-sangre, e irradiaba una luz mortecina, pero caliente como el fuego más abrasador. Entonces sucedió lo inexplicable, se presentó ante mí, a unos cincuenta metros del campamento, algo que antes del asado y del sueño no había visto, una fortaleza circular e imponente.
En un primer momento pensé que era un espejismo, como esos que suceden en las zonas desérticas de la Tierra; me restregué los ojos y  me pellizqué. “¿Sigo soñando?, ¿sigo soñando?”, me pregunté dos o tres veces. Luego, cuando me acerqué —lo fui haciendo de a poco, con cautela y temor—, comprobé, con mucho asombro, que eran los vestigios de una antigua y poderosa civilización; una obra de ingeniería única, como mis ojos nunca vieron y, probablemente, no verán nunca más.
Una verja circular cercaba toda la circunferencia de las ruinas; estaba construida con un material muy resistente, parecía acrílico, pero no lo era, era una especie de cristal grueso y macizo. Parado frente a ellas me sentí más pequeño que una hormiga. La reja tendría unos cinco metros de altura y, como ya les dije, era de un material parecido al cristal, pero cuando empujé la puerta para pasar al primero de los templos, sentí que no pesaba nada; sólo con el roce de mis dedos, cedió. Seguramente, se hubiera abierto de un soplido. “Le hubiera susurrado tu nombre, María Emilia”, pensé mientras subía la primera escalinata. En las grietas de las rocas se formaba un moho rojo, una especie de raíz que se adhería al ras de la piedra. “Estoy en otro mundo. ¿Qué es esto?, ¿quiénes lo construyeron?”, divagaba. Ya no les puedo decir, con certeza, qué vi allí. “Tu pelo rubio y rizado, tus ojos profundamente verdes, tus zapatillas de tela, tu piel suave, tus largas piernas, turgentes senos”, volví a pensar en María Emilia.                                
Eran importantes productores, pero siempre, o al menos desde que yo tengo uso de razón, vivieron en la Ciudad. La mayoría, además de productores, fueron importantes militares y políticos. Mi padre y el de ella habían hecho juntos el Liceo. Y luego hicieron juntos sus carreras en la Fuerza Aérea. Compartieron algunas misiones de relevancia. Nuestras madres pronto se hicieron amigas, se veían en reuniones de caridad que organizaban en la iglesia y a veces iban al teatro o al cine. Sólo en vacaciones íbamos al campo. Yo tenía un caballo allá, y se llamaba Polaco.
¡Estamos en otro mundo, señores! Increíble, lo que vi fue increíble, y ustedes se lo perdieron. No me mire así, Teniente; si quisiera podría juzgarlo aquí mismo, por desacato a la autoridá de un superior. Usted desobedeció mis órdenes en más de una oportunidad, no se haga el otario.
Un altar se elevaba en el centro de la sala principal. Estaba tan consternado que me persigné y recé un Padre Nuestro de rodillas. En las paredes casi transparentes, colgaban unas pantallas inactivas de gran tamaño. El altar era una torre circular labrada con imágenes e inscripciones extrañas. A los costados había —lo que yo imaginé— como dos tumbas, mucho más lujosas que la anterior, la que había encontrado en el túnel. Miren lo que anoté, la de la derecha tenía la siguiente inscripción en el centro: “Ξ к бю ъ≈ ◊□ √¤¬ķα ●ỳж ”. La de la izquierda decía esto: “>`¯°þx ∏◊ n±  ‰‡ω Њ ū小篆”. Parecen garabatos, ¿no?, pero estoy seguro de que significan algo. Primero, oré en silencio; luego grité con todas mis fuerzas a Dios. Le exigí una explicación, pero no obtuve respuesta. En las grietas de las rocas se formaba más moho rojo, era como una especie de raíz que se adhería al ras de la piedra transparente del templo. El altar tenía como base una fuente donde se podía leer, claramente, en letras pequeñas: INCOC: The expression of the future.
Lo demás no tiene mucha importancia. Acampé en las ruinas y volvió el sueño: María Emilia y mi clon organizaban reuniones de caridad en la iglesia. Él daba charlas de fe y contaba su experiencia en el espacio, un supuesto encuentro con Dios, la aparición de la Virgen en las estrellas, los estigmas que le aparecieron cuando la nave naufragó por el espacio, su devoción ciega y su desinteresada tarea por aliviar sus dolores del alma, Teniente. Decía que usted estaba poseído por el demonio y que hablaba con él, todo el día, como un esquizofrénico. Y lo más insólito de todo: “Regresamos porque Dios le dio un leve soplido a la nave y esa fuerza permitió que la Sojisticus atravesara la Vía Láctea a toda máquina”. Las charlas también eran en la televisión, todos los Medios querían tener la primicia de reportear al Brigadier, héroe del espacio. Se presentaba con un rosario grande colgado del cuello y miraba el cielo cada vez que pronunciaba la palabra “Dios”. María Emilia estaba siempre a su lado, embelesada por las palabras de un impostor, su pelo rubio y rizado, su piel suave, sus largas piernas, sus turgentes senos. Daría todo lo que soy por volver a poseerla. De sólo pensar en aquella pesadilla, se me turba el alma. ¿Ella será capaz de engañarme? Cuando ya éramos novios, íbamos al campo de mi familia. Yo y mi Polaquito, que corría como y contra el viento, atravesábamos todo el sendero de trigo, la realidad y la locura más radical; y ella allí, esperándome en la máxima excitación femenina. ¿Será capaz de engañarme?  
Desperté un poco aturdido. Tras un desayuno rápido: unas tiritas de charqui duro como una piedra, seguí investigando el complejo circular. En el fondo de un patio trasero, comenzaba otra gran escalinata, más alta que la anterior. Conducía al segundo templo. Era parecido al anterior, nada más que aquí todo era mucho más grande. Estaba tan consternado que me persigné y recé un Padre Nuestro de rodillas. La sala principal era monstruosa en sus dimensiones y se accedía a ella por una escalera, similar a la de la Biblioteca Laurenciana: un río de lava solidificado formaba, en caída, los amplios escalones. Los materiales eran iguales a los del primer templo. También, las paredes transparentes, las pantallas inactivas a los costados, otras tumbas parecidas a las anteriores pero con distintas inscripciones, el altar acabado en una fuente circular. A diferencia del templo anterior, había, en la pared del fondo, unos murales con imágenes que representaban escenas extrañas. La imagen, que para mí era claramente de San Juan de Antioquia, estaba representando un acontecimiento protagónico en el centro: “De su boca de oro” característica, surgía una espada de plata y, como un buen pastor, conducía hasta el templo a un rebaño de criaturas de las más extrañas y variadas por un gran desierto. En la hoja de la espada se leía en letras góticas y doradas: “Dominus noster imperator”.
Salí corriendo desesperado y confundido de las ruinas, y regresé al vehículo. Cuando me volví para buscar agua, los templos desaparecieron, fue como si se los hubiera tragado el desierto. Al rato de reflexionar y patear la arena para ver si reaparecían las gigantescas edificaciones, retomé el camino de regreso. El GPS del vehículo de reconocimiento comenzó a fallar y me perdí en medio de la nada; ingresé en una zona que no se parecía a nada de lo que había visto antes: una nube espesa de polvo. Por suerte, soy buen baquiano y pude regresar siguiendo las rastrilladas que había dejado el vehículo a la ida.
Mientras estuve perdido, volví a recordarla: Cuando la conocí, ella era, sin dudas, la expresión más lograda de la belleza. Sus rizos rubios, su piel bronceada, sus ojos profundamente verdes, sus zapatillas de tela haciendo juego con su pollerita corta. ¡Qué bonita que era!, tan dulcemente tímida. Tenía una forma muy cómica de correrse los cabellos de la cara, me causaba mucha gracia. Y sus delicadas manos recorriendo el teclado del piano, un encanto. No sabía nada de la maldad, no tenía idea de las cosas feas del mundo miserable en el que vivimos,  pero igual yo se lo perdoné por ser tan linda.
Eso fue lo que pasó en mi viaje por Gándara, como la llama usted a esta tierra, aunque yo preferiría llamarla Nueva Argentina. Se los juro, tienen que creerme, por favor. Lamentablemente, las cámaras del vehículo no funcionaron, creí que estaban grabando todo, pero no. De regreso intenté ver la filmación y comprobé, con asombro y mucha decepción, que no salió nada. Sólo se grabó una gran nube de polvo y unas rocas que no dicen nada. Pero, de todas maneras, quizás podamos ver la grabación, ¿qué les parece? Tal vez, aunque sea, podemos corroborar los distintos tipos de cielos que apunté o acaso, con un zoom importante y con mucha suerte, podamos ver el bosque que les describí. Si quieren, también, podemos volver allá, los tres juntos, para que ustedes puedan comprobarlo. Soy un hombre de palabra. Teniente, ¿por quién me ha tomado? No se rían, se los juro, fue verdad, es la pura verdad. Qué me han dado para tomar, malditos; qué me han hecho, monstruos, maniáticos, los maldigo…


Según el Teniente Feliciano Correa, así concluyó la historia del Brigadier Álvaro Gómez Herrera. Después de contarles la travesía por los desiertos del exoplaneta, estaba tan exhausto por el licor y el relato de su viaje, que se quedó dormido en la silla: tenía la cabeza hacia abajo, mirando el suelo, y un hilo de baba le caía de la boca y se le acumulaba sobre el uniforme.
Con el tiempo, se dijo que lo de la caja con el corazón era verdad. Pero que en lugar del corazón, Herrera había traído el cerebro del Dr. Carlos Gastaldi en una cajita que les había entregado a los soldados de la INCOC, cuando fueron rescatados en el río Paraná. Esta información tampoco figura en los registros del Juicio que el Gobierno dio a conocer. Algunos llegaron a decir que, además, el Dr. Gastaldi fue clonado en un laboratorio de Massachusetts o de Arkansas porque pretendían que el clon pudiera descifrar unas anotaciones que hizo Gastaldi antes de morir, vitales para saber la ubicación exacta del exoplaneta y otros datos de suma importancia para comenzar una nueva misión. Supuestamente, la INCOC ha desarrollado una nueva técnica de clonación, por medio de la cual, a partir de un conjunto de células cerebrales específicas, pueden clonar a un Sujeto completo, física y emocionalmente. Recuperando, de esta manera, recuerdos y gran parte de la capacidad intelectual del original.          

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