lunes, 2 de mayo de 2016

Álvaro Gómez Herrera II

Dos semanas después de la primera sesión, el Brigadier Gómez Herrera volvió a ser interrogado por el Tribunal. Había pasado las dos semanas internado en un nosocomio de la ciudad, recuperándose del pico de presión que había sufrido. Su médico de cabecera, con la ayuda de su abogado, había presentado un informe, advirtiendo al Tribunal de la delicada salud de Gómez Herrera: “El señor Gómez Herrera estuvo a punto de sufrir un ACV (accidente cerebro vascular); por tal motivo, aconsejo al Honorable Comité tomar algunos recaudos para con mi paciente en su indagatoria”, dice, entre otras cosas, la nota que entregó ese día el Dr. Estanislao Araya y que se adjuntó al expediente Nº 23.463/5  en fojas 10.000.
Todos nos dimos cuenta, rápidamente, de que Gómez Herrera no se encontraba tan mal como sugería su médico, porque retomó su relato, sin preámbulos, como si tan sólo ayer lo hubiera abandonado.             

—Logré en algunos meses, mejorar, considerablemente, la fórmula del combustible. Todo el tiempo rezaba para tener la cantidad suficiente y para que apareciera Gastaldi con vida. Eran las principales prioridades. Por suerte las criaturas se multiplicaban rápido, esto me permitía reunir grandes cantidades de desechos orgánicos para acrecentar nuestras reservas de energía. “Si mis cálculos no fallan, en cinco meses podemos marcharnos”, le dije a Correa una tarde. Preparé un asado para festejar y le mostré la fórmula por primera vez. Él me miró con desconfianza, “¿Está seguro Brigadier? ¿No esperáremos más tiempo al Dr. Gastaldi?”; me preguntó Correa. Por ratos miraba la luz. Lo sorprendí en más de una oportunidad, mirando las cosas que había a su alrededor, maravillado; como si las estuviera viendo por primera vez. En más de una oportunidad temí por mi seguridad. Su cara estaba desencajada y miraba la luz tenue del laboratorio. “¿En qué estaría pensando?”, me pregunté en más de una oportunidad… ¿Recuerdan que les conté, la vez anterior, que había llevado unas criaturas con vida al laboratorio? Las utilicé como conejillos de indias para realizar algunas pruebas genéticas. En unas pocas semanas se habían reproducido, tanto, adentro de la jaula, que comenzaron a comerse entre ellas. Destinaban a los más débiles a sufrir el canibalismo, para mantener con vida a la especie; comenzaban por comerles las zonas más blandas, generalmente ojos y mucosas. Luego, los más grandes desgarraban el cuerpo con sus fuertes mandíbulas. Buscando en las cosas que había dejado Gastaldi, encontré una pequeña libreta con anotaciones, tengo que confesar que fueron muy útiles. Separé algunos de estos seres en nuevas jaulas que ordené a Correa que hiciera. Le pedí, también, una muestra de sangre y le inyecté una porción a una de las criaturas, pero no pasó nada…

—¡Miente! —gritó una mujer gorda desde el fondo de la sala, y mientras sacaba un cartel doblado, de su bolsillo. Rápidamente lo desplegó para que fuera tomado por todas las cámaras  y los ojos presentes. “¿Qué pasó con el Dr. Carlos Gastaldi?”, decía el cartel con grandes letras rojas. Los guardias la retiraron de inmediato. Pero los gritos de la mujer eran tan fuertes, que por un largo rato quedaron resonando en la sala; por momentos, el eco rebotaba en las paredes intentando escapar por los pasillos; entonces, al no encontrar salida, volvían al recinto donde se habían originado, generando un efecto delay—: ¡Miente! ¿Qué pasó con el Dr. Carlos Gastaldi? ¡Miente! ¿Qué pasó con el Dr. Carlos Gastaldi? ¡Miente! ¿Qué pasó…?

—…Con el resto hice un suero, mezclando la sangre del Teniente con sangre de las criaturas y una pizca del combustible orgánico. Los resultados fueron maravillosos, las células se reproducían a velocidades increíbles. Una tarde, tomé a una de las criaturas que habían nacido en cautiverio y le realicé una transfusión, retirándole del cuerpo gran cantidad de sangre y supliéndola por el suero. Estos seres comenzaron a crecer a pasos agigantados, llegando a medir hasta un metro de alto; cuando se paraban en dos patas (porque algunas comenzaron, de a poco, a intentar caminar en dos patas), llegaban hasta el metro ochenta, en algunos casos dos metros. Destinamos parte del laboratorio y de la habitación de Gastaldi como establo, para alojar a las bestias. “No creo que esté bien esto que estamos haciendo, Brigadier”, me decía Correa; pero le gustaba cuidar a los animales. Un día que estaba perdido por ahí, agarré un cuaderno que tenía, en donde lo vi, en más de una oportunidad, registrar algunas anotaciones. El cretino había hecho un catálogo de las especies que habían aparecido en la Sojisticus, las describía de acuerdo a sus características y les había puesto un nombre. A las más grandes, con pintitas amarillas y rayas rojas en el lomo, las llamaba “Pikachú”; a las que eran verdes, más pequeñas y parecidas a un simio, “Simiesku”; las últimas del catálogo, verdes también, pero más rechonchas, eran “Aberdeenanhulk”

—Por favor, Brigadier, cuide sus juicios de valor para con el Teniente Correa. Mida sus palabras —le solicitó el Presidente—, este tribunal no permitirá que se insulte a ninguna persona. 

—…Lo más extraño era un apartado especial que había escrito para su nuevo amigo, y decía algo así: “Crisóstomo, ser de luz: No es como las otras criaturas que aparecieron, como cosa de mandinga, en la nave. Él es inteligente… no es como la otra chusma que apareció en la nave. ¿De dónde viene? Él no es un animal, es otra cosa. Se enoja cuando le digo que es un hombre occidental. Lo bauticé y dije el Sermón pentecostés de San Crisóstomo, porque es el único salmo que me sé. El pecado es una herida purulenta; el castigo es el bisturí del cirujano. No, no es como las otras”. Elocuente, ¿no? Un día encontré al Teniente hablando solo; entonces me acerqué cuidadosamente y me sumé a la conversación. “¿Dónde está tu tierra?”, le pregunté al amigo de Correa; imagino que habrá mirado el cielo, moviendo las manitas…

“¡Miente! ¿Qué pasó con el Dr. Carlos Gastaldi? ¡Miente! ¿Qué pasó con el Dr. Carlos Gastaldi? ¡Miente! ¿Qué pasó…?”, tenía un zumbido en la oreja izquierda que me martillaba la cabeza. “¡Miente! ¿Qué…?

 —… señalando el cielo, rezando a su manera. Porque todas las criaturas pertenecen a Dios, hasta las imaginarias, porque Dios todo lo ve, todo lo sabe; y ese gran ojo que es Dios sabe, porque lo vio, que yo no maté al Dr. Gastaldi y que Correa me miró confundido, no le gustó que viera, y además le hablara, a su amigo Crisóstomo. Si iba a sacar a Correa de su perdición espacial, reclamaba su lealtad y no sus conspiraciones rebeldes, yo sabía que algo tramaba, que en su cabecita alocada y confundida se tramaban cosas. Descarto rotundamente la hipótesis de que aquellas criaturas hayan surgido de las semillas y embriones que transportábamos a Marte. Créanme, estos seres no eran, ni pueden ser, terrestres. Pero yo sé que Dios velaba y sigue velando por ellos, esos seres también tienen vida, una distinta a la nuestra, pero la tienen. Con la fórmula se hicieron más inteligentes y se comenzaron a organizar mejor…

“¡Miente! ¿Qué pasó con el Dr. Carlos Gastaldi?”, tenía un zumbido en la oreja derecha que me martillaba la cabeza. “¡Miente! ¿Qué pasó con el Dr. Carlos Gastaldi? ¡Miente! ¿Qué pasó…?”.

—… Las veía en los corrales tramando intrigas, conspirando contra mi autoridad. Yo las miraba como un padre protector y Correa era de gran ayuda, un buen gaucho, sabía cómo hacerlas obedecer. Dijo haber aprendido a domar, enlazar y arrear ganado en su pueblo, creo que es Santa Margarita, o algo por el estilo. ¡No sé ni dónde queda! dijo, sarcásticamente, el Brigadier. 

“¡Miente! ¿Qué pasó con el Dr. Carlos Gastaldi? ¡Miente! ¿Qué pasó con el Dr. Carlos Gastaldi? ¡Miente! ¿Qué pasó…?”, todavía tenía un zumbido, por momentos en la oreja izquierda, por momentos en la oreja derecha, que me martillaba la cabeza sin parar.

—¡Santa Rita! —gritó, desde el fondo, la voz del padre de Correa—. Santa Rita se llama nuestro pueblo. Santa Rita, como la patrona de las heridas, el abuso, las madres; junto con San Judas Tadeo, también de las causas imposibles, perdidas. Todos los parientes de Correa se pararon a ovacionar al padre, por reivindicar su tierra y sus creencias.
         
El eco de la voz de la mujer gorda había desaparecido; finalmente había logrado salir por los conductos de respiración hacia el cielo. Las chimeneas del edificio amplificaron por un instante efímero la voz, que luego se perdió en la inmensidad del espacio, entre las espesas nubes. Ahora sólo se escuchaban las voces y los aplausos de los parientes y paisanos de Correa, retumbando afiebrados en toda la sala: ¡el Teniente tenía su hinchada!

La sesión pasaba a un cuarto intermedio. El Presidente del Tribunal la suspendió inmediatamente; porque cuando los guardias intentaron sujetar al padre de Correa para sacarlo de la sala —estaba realmente fuera de sí y parecía, como el Catoblepas, querer matar a alguien con la mirada; les gritaba toda clase de vituperios, especialmente, al Brigadier Gómez Herrera y a las autoridades del Comité—, toda la parentela se les fue al humo y hubo algunos incidentes violentos, con un saldo de dos guardias con heridas leves y tres familiares internados: el hermano menor, un tío y un primo segundo del Teniente Feliciano Correa. 

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